—¿Te ayudo? —le dijo cogiéndole la mano.

—Sí —respondió Blanca ruborizada.

Creyó que era una reconciliación.

Hicieron el amor como quien hace una obligada gimnasia. Después Peter se levantó, fue al baño, regresó, se tendió en la cama al lado de Blanca, le dijo buenas noches y le dio la espalda. Se quedó dormido. Blanca lamentó haberse acariciado, haberle despertado, haber permitido que la ayudara, haber hecho el amor. Era tarde. El hotel estaba en silencio. Blanca sintió que el silencio estaba en ella. Quería regresar a Madrid. Mañana.

—No sé si este viaje ha sido una buena idea —empezó por decir a la mañana siguiente, después de ducharse.

—Fue una buena idea, con malos resultados —contestó Peter.

—Creo que sería mejor que fueras solo a Hamburgo.

Peter la miró sorprendido. Blanca no tomaba decisiones de ese tipo sin contar con él. No le estaba consultando, su tono de voz le comunicaba que regresaba a Madrid.

—Eres un poco dura, ¿no?

—Nos estamos obligando a querernos, ¿no te das cuenta?, es un empeño inútil. Ayer no hicimos el amor, sólo hicimos el esfuerzo de hacerlo.

—Estamos cansados, no es más que eso.

—Sí, cansados el uno del otro.

—Yo no estoy cansado de ti.

—Quiero irme a Madrid. Tú y yo estamos solos. Juntos, pero solos, y lejos. No puedo soportarlo más. Anoche hicimos un simulacro, una farsa.

—Escucha, Blanca, tienes razón. Anoche sentí lástima de ti, te vi tan sola, haciendo un esfuerzo por no despertarme, me diste mucha ternura, no supe hacértelo saber. Es verdad, estamos solos, pero no estamos lejos, en la distancia que hay entre tú y yo no cabe nada, ni nadie.

—Olvidas los ochenta centímetros.

Blanca no pudo expresarle la sensación sin nombre que la invadía, era incapaz de verbalizar lo que pasaba por ella, no sabía explicárselo a sí misma. Pero no era nuevo ese sentimiento, venía de antiguo, desde que descubrió que entre los dos comenzaba a abrirse una extensión a la vez vacía y llena; un vacío repleto, de ansiedad, de vértigo, de incertidumbre, de palabras que ella necesitaba escuchar, palabras que hubiera querido decir, vacío rebosante de un deseo: que todo fuera de otra forma.

—Este viaje no ha sido una buena idea. Quiero volver a Madrid.

—No podemos volver, nos esperan en Hamburgo.

El tono de normalidad que Peter pretendía dar a la conversación la puso furiosa.

—Soy yo la que se va. Sola.

—No puede ser. Te necesito.

Estaba segura de que no era cierto. Peter se consideraba el centro de gravedad de su universo. Así es como él la necesitaba, para sentirse lo más importante en su vida. Por qué no le decía te quiero, tan fácil, para poder replicar te quiero, yo también te quiero. Blanca deseaba que Peter necesitara amarla. Él no necesitaba amar, le bastaba con sentirse el núcleo de su vida, ¿de la suya?, o quizá daba igual, de la de alguien, era eso lo que temía perder.

Peter no sabía perder, consideraba que la vida le debía todo y eran los demás los que tenían que pagárselo. Blanca reclamaba su centro en ella misma. Pensaba Blanca, pero no le dijo nada.

—No puedes irte. Te necesito en Hamburgo.

—¿Por qué me necesitas? ¿Para qué?

—Para volver a entrar en el jardín de Ulrike —fue un golpe bajo, Blanca lo sintió así. Era la única forma de obligarla a quedarse. Y Peter lo sabía.