Holanda era una sucesión de días tachados en el calendario de Blanca. Trece días para regresar, doce, once, diez. Las discusiones con Peter eran cada vez más frecuentes, los silencios más asumidos, la cólera más reprimida, los reproches más ácidos, la incomunicación más compartida. Blanca deseaba el hombro de José. Hundir la nariz en su cuello. Volver a Madrid. No podía volver, aún no, era la primera vez que iría Peter a Hamburgo después de la muerte de Ulrike, tenía que acompañarle, se lo debía a ella, cumplir la promesa que le hizo, Peter la necesitaría allí. Hubo momentos en los que pensó que la reconciliación era posible, porque deseaban quererse, se querían. Se querían. Volverían a hacer el amor como antes, como la noche del entierro de Ulrike, cuando Peter se tapaba la cara con la almohada y Blanca le abrazó. Él se entregó al abrazo desesperado, se echó sobre ella con toda su pesadumbre, y ella le colocó la cabeza en su pecho. Peter la besó, la acarició, la penetró, y ella le dejó hacer, hasta que cayó abatido a su lado.

También volverían a hacer el amor con pasión, como lo había hecho con José.

El día había sido como los anteriores, un deseo contenido de huir. Peter dormía. Blanca se acariciaba en Amsterdam, se acariciaba despacio para no despertar a Peter, pero se despertó.