Heiner no abrió la carta cuando Peter se la entregó, se limitó a mirarla, sonrió y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, cerca del pecho. La esperaba, pero no la leyó. Se llevó la mano al corazón como si apretara sus propios latidos.

Había visto a Ulrike escribiendo en el jardín, un día de sol, en el porche de la casita de madera.

—¿A quién escribes?

—A ti —contestó Ulrike con una sonrisa.

—Pero si estoy aquí...

—Sí, pero cuando leas esta carta seré yo la que no estaré aquí.

—¿Cómo es eso?

—Estaré contigo un poco más, aunque ya no esté. Estaré contigo cuando la leas.

—Preferiría no entender lo que me estás diciendo. Eso es rendirse —contestó Heiner de mal humor. Y cortó una rosa.

Ulrike se levantó. Salió del porche. Se agachó junto a Heiner. Cogió la rosa, le acarició con ella la mejilla, y le pidió que leyera La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag.

—Así sabrás que no puedo rendirme. Te quiero. No te enfades —le devolvió la flor.

Heiner se levantó, entró con la rosa en la casita y la colgó boca abajo, a la sombra. Ulrike le siguió, le miró hacer.

—No deberías escribir esa carta.

—¿Por qué no?

—¡Porque es macabro! —Heiner se arrepintió de haber gritado.

—¿Macabro? —gritó también Ulrike.

—¡Macabro, sí, macabro! ¿Vas a preparar así tu funeral? —Heiner se arrepintió de haberlo dicho.

—¿Y esa rosa? ¿Por qué secas precisamente esa rosa? ¿Acaso crees que será la última que yo toque? ¿No es eso macabro? —Ulrike también se arrepintió.

—No quiero que pienses en esas cosas —Heiner zarandeó a Ulrike, le apretaba los hombros—. Te estás rindiendo, ¿no te das cuenta?

—No, no me doy cuenta. Eres tú quien no se da cuenta: esto no es una guerra, no me tienes que obligar a luchar. No puedo rendirme porque esto no es una guerra. No es una guerra —sollozaba Ulrike—. No es una guerra.

Se pidieron perdón. Se prometieron no atacarse mutuamente. Se mimaron. Se acurrucaron el uno junto al otro. Se acariciaron. En el sofá. Se desearon. Se consolaron. Se besaron. Se entregaron. Se amaron. Querido mío, susurraba Ulrike. Querido mío.

—No me dejes sola frente a la muerte. No quiero morir.

—No vas a morir, mi amor.

Querido mío. Heiner aprieta la carta contra sí. No quiere abrirla. «Estaré contigo un poco más.» Sabe que mientras mantenga la carta cerrada tiene pendiente una conversación con Ulrike. «Estaré contigo cuando la leas.» Es un nuevo encuentro con ella, una cita, hasta que no abra la carta, Ulrike le espera, y él espera a Ulrike. Heiner está en la casita del jardín. A unos trescientos metros de la casa de Ulrike, una parcela que adjudicó el Gobierno a su familia después de la guerra para que hicieran un huerto, para sobrevivir. Después de la hambruna construyeron una casita, y un jardín.