Los enemigos invisibles son los más peligrosos, pensaba Blanca sentada en el banco del parque, iguales a los sueños que no se recuerdan. Ella había querido a Ulrike como a una hermana. Como a una hermana le pidió Ulrike que cuidara de Peter cuando les comunicó a los dos su enfermedad. Y Blanca se lo prometió.

Blanca conoció a Ulrike en su primera visita a Madrid. Venía con Heiner. Peter les había regalado un viaje de aniversario. Cumplía un año el comienzo de su relación. Todavía estaban estrenándose mutuamente, caminaban cogidos de la mano, se miraban a los ojos sin hablarse, se esperaban el uno al otro para entrar o salir de cualquier parte, se detenían ante los mismos cuadros en los museos, leían los mismos libros. Compartían ya un pasado, corto, pero suyo, de los dos, y esperaban que el futuro les diera mucho tiempo juntos. Blanca les tomó cariño desde el principio, y supo en sus ojos que era recíproco. Quizá ese cariño mutuo les llevó a tomar como un juego la dificultad de conocer idiomas diferentes. A pesar de todo, la comunicación existía. El reto. Blanca se esforzaba por recuperar las pequeñas nociones de inglés aprendidas en uno de esos métodos que se empeñan en asegurar que los idiomas son fáciles, y Ulrike le hablaba despacio en inglés. Heiner señalaba los objetos y utilizaba la mímica sin dejar de hablar en alemán. Hablaban mucho, aunque a veces sólo supieran de qué tema estaban tratando. La intuición. Y el gesto, miradas, risas, sonrisas.

Peter y Blanca les enseñaron Madrid. Heiner y Ulrike se dejaron llevar por sus cicerones mirándose el uno al otro a cada paso, contemplando de perfil la ciudad que les mostraban. A Blanca le enternecía verlos. Es cierto que el amor nos vuelve niños.

Ulrike había dejado de creer en la pareja hacía muchos años. Derrota tras derrota, intento tras intento, fracaso tras fracaso. Pareja sucesiva, la llamaba Peter, porque Ulrike se cansaba de los hombres siempre al séptimo mes. Arrastraba el desastre, lo asumía, desde su matrimonio, cuando ella estaba embarazada de Maren y su marido se marchó con una bailarina rusa. Los últimos meses de embarazo, sola, el parto, la ilusión del primer hijo, sola, la crianza, sola. Maren tenía un año cuando su marido volvió para pedirle perdón. Ulrike le admitió a su lado. Quedó de nuevo embarazada. Poco antes de que naciera Curt, supo que su marido seguía viéndose con la rusa y lo echó de casa. Otro parto, sola, otra crianza. Desde entonces, Ulrike buscaba al hombre perfecto, el hombre que no la abandonara nunca. Tuvo mala suerte. Decía que sólo había encontrado desechos, restos rotos de parejas rotas, hombres que buscaban repetir su propia historia, el amor perdido de otra mujer, la madre para los hijos o, en el mejor de los casos, compañía en la cama, sexo, simplemente sexo. Hombres. No era ésa su idea. Y tuvo muchos. Y se habituó a hacer pagar al siguiente las culpas del anterior. Llegó a la conclusión de que era ella la que debía utilizarlos. Son material de usar y tirar, y no más de siete meses, que luego se hace costumbre y no puedes quitártelos de encima. Todos esperaban algo de ella. Hasta que llegó Heiner. Heiner no le exigía nada, no pedía, únicamente la quería mirar. El sólo deseaba estar a su lado, y mirarla. Ulrike se dejó mirar, le gustó sentirse observada. Todos sus movimientos tenían importancia para Heiner, y empezó a moverse para él. Empezó a saberse el centro para él. Acabó por estar guapa para él, caminar para él, bailar, hablar, leer, para él, porque él la miraba. Aprendió a mirar a Heiner. El amor. Y Heiner, un solitario, que había gozado con las mujeres sin haber enamorado a ninguna; un cándido, que conservaba su ternura y la entregaba sin cautela creyendo que vivía en el mejor de los mundos posibles; un ingenuo dispuesto siempre al regalo, dispuesto a mirar, supo que a él también le podían mirar. Heiner y Ulrike saboreaban el descubrimiento de sí mismos a través de la mirada del otro. Y crecían.

Heiner era un hombre corpulento y flexible, con las manos que le gustaban a Blanca: grandes, largas, huesudas. Muy hábil en los trabajos manuales, en carpintería, en jardinería, y buen cocinero. Había trabajado casi toda su vida en un circo, en el montaje y desmontaje de las lonas y en el mantenimiento de las instalaciones. Muchas veces se encargaba de dar de comer a las fieras y hablaba de ello con fascinación. Hasta que se marchó, nadie sabía por qué. Desde entonces descargaba camiones en el Mercado Central. Durante un tiempo vivió en una habitación con derecho a cocina. Sólo con su patrona hablaba del circo, compartía con ella su memoria, y las noches que su marido estaba fuera. Una relación desapasionada que acabó cuando Heiner conoció a Ulrike y le dijo que ya no podían dormir juntos. Ella se enfureció, se sintió despechada, le sacó todos sus bártulos a la calle y le gritó que no le quería ver en su casa, nunca más. Heiner se trasladó a otra pensión.

Pero el huésped tenía un secreto, un pasado que le atormentaba y desveló a su patrona en una noche de soledad, y los secretos de alcoba son peligrosos cuando se deshace la cama; la patrona le exigió que siguiera pagando la mensualidad hasta que encontrara otro huésped. Pasaron meses. Heiner no se negó nunca a pagar la habitación vacía. Años. La patrona mantenía la habitación sin alquilar. Regularmente subía el precio sin ningún escrúpulo. No se equivocó al pensar que Heiner le pagaría lo que pidiera.