Duncan asintió:

—Creo que ésta se quedó asombrada al ver que había nacido, y todavía no se ha repuesto de la sorpresa.

El otro hombre siguió mirando a Lellie. Sus ojos se desviaron de ella hacia un conjunto mental de bellezas terrestres, y regresaron de nuevo.

—Estas marcianas tienen unas formas muy raras —murmuró.

—Esta estaba considerada como bastante guapa en el lugar de donde procede —dijo Duncan, un poco secamente.

—Desde luego, desde luego. No se ofenda, compañero. Creo que todas las mujeres van a parecerme raras después de la temporada que he pasado aquí. —Cambió de tema—: Será mejor que les enseñe todo esto.

Duncan hizo una seña a Lellie para que abriera la mirilla de su casco de modo que pudiera oírle, y luego le dijo que se quitara el traje espacial.

La cabaña era del tipo habitual: piso doble, paredes dobles, con un espacio aislado entre los dos; construida de un solo cuerpo, y fijada a la roca por medio de estacas de acero. La vivienda contaba con tres habitaciones más, dispuestas para albergar a más personal en caso de que aumentara el tránsito de la estación.

—El resto —explicó el superintendente saliente— son los almacenes de la estación, y contienen principalmente víveres, cilindros de aire, repuestos de todas clases, y agua. Tendrá que decirle a la muchacha que vaya con cuidado con el agua; la mayoría de las mujeres parecen creer que el agua nace de un modo natural en las barricas.

Duncan sacudió la cabeza.

—Esto no cuenta para los marcianos. La vida en los desiertos les infunde un respeto natural hacia el agua.

El otro hombre cogió un puñado de formularios.

—Son las entradas y salidas de almacén. Las comprobaremos y firmaremos después. La única carga, ahora, son tierras metalíferas raras. Callisto no ha sido abierto todavía al tráfico. El manejo de todo esto es muy sencillo. Cuando haya una canasta en camino le avisarán a usted: tiene que limitarse a mantener en funcionamiento el poste de señales de radio, para evitar que se despisten. En el despacho de mercancías no puede equivocarse si se atiene a las tablas. —Miró a su alrededor—. Todas las comodidades hogareñas ¿Lee usted? Hay una enorme cantidad de libros...

Señaló con la mano las hileras de volúmenes que cubrían la mitad de la pared interior de separación.

Duncan dijo que nunca había sido demasiado aficionado a la lectura.

—Bueno, ayuda mucho —dijo el otro—. Hay obras de todas clases. Y aquí están los discos. ¿Es usted aficionado a la música?

Duncan dijo que le gustaba escuchar una buena canción.

—Hum... Será mejor que se dedique a oír otra clase música. Las canciones se le meten a uno en la cabeza y ponen melancólico. ¿Juega al ajedrez?. —Señaló un tablero, con las piezas terminadas en una clavija que se adaptaba a una muesca labrada en los cuadros.

Duncan sacudió negativamente la cabeza.

—Lástima. Hay un chico en Callisto que juega bastante bien. Ahora está disgustado porque no podremos terminar la partida. Claro que si yo hubiera pensado en hacer lo que hecho usted, no me hubiese preocupado del ajedrez. —Miró de nuevo a Lellie—. ¿Qué imagina que va a hacer aquí la muchacha, además de cocinar y de distraerle a usted? —preguntó.

Era una pregunta que no se le había ocurrido hacerse a Duncan, pero se encogió de hombros.

—¡Oh! No creo que se aburra. Los marcianos son estúpidos por naturaleza. Se pasan horas y horas sentados, sin hacer absolutamente nada. Es un don que poseen.

—Aquí le será de mucha utilidad, desde luego —dijo el otro hombre.

Empezaron las tareas normales subsiguientes a la llegada de una nave. Descargaron las cajas, y cargaron las tierras metalíferas. Una pequeña nave-cohete llegó a Callisto transportando un par de buscadores de metales cuyo plazo de exploración había terminado, y se marchó de nuevo con los dos hombres que iban a reemplazarles. Los ingenieros de la nave revisaron la maquinaria de la estación, hicieron algunas reparaciones, llenaron los tanques de agua, cargaron los cilindros de aire vacíos, comprobaron y volvieron a comprobar antes de dar su visto bueno final.

Duncan salió al exterior de la cabaña, en el mismo lugar donde no hacía mucho su predecesor les había hecho objeto de una frenética bienvenida, para contemplar la partida de la nave. La mole metálica ascendió en línea recta, empujada suavemente por sus reactores. Luego describió una elíptica, brillando contra el negro cielo. Los turborreactores empezaron a soltar un chorro de fuego blanco de bordes rosados. Rápidamente, la nave adquirió velocidad. Al cabo de unos instantes se había convertido en un puntito apenas visible en la línea del horizonte.

Súbitamente, Duncan experimentó la sensación de que también él se había convertido en un diminuto punto sobre una desolada masa de rocas, que a su vez era un puntito en la inmensidad. El indiferente cielo encima de él no tenía perspectiva alguna. Era una bóveda completamente negra en la cual ardían perpetuamente, sin motivo ni propósito, su sol materno y una miríada de otros soles.

Las rocas del propio satélite, irguiéndose en sus ásperas crestas y riscos, no tenían tampoco perspectiva. Duncan no podía decir sí estaban muy cerca o muy lejos; ni siquiera podía describir su verdadera forma, ya que las sombras se confundían con las rocas. Ni en la Tierra, ni en Marte, había nada que pudiera compararse con ellas. Sus bordes, no desgastados por el tiempo, estaban tan afilados como la hoja de una espada: habían sido tan afilados como ahora durante millones de millones de años, y continuarían siéndolo mientras existiera el satélite.

Los inmutables millones de años parecían extenderse delante y detrás de él. No era sólo él mismo, sino toda la vida la que era un punto diminuto, un incidente transitorio, completamente sin importancia para el universo. La realidad no era más que unos globos de fuego y unas masas de piedra girando, girando insensiblemente a través del vacío, a través del tiempo inimaginable, siempre, siempre, siempre...

En el interior de su calefactado traje espacial, Duncan tembló ligeramente. Hasta entonces, nunca había estado tan solo; nunca había tenido tal conciencia de la vista, insensible, e inútil soledad del espacio. Mirando a través de la oscuridad, la luz que una estrella había dejado brillando en sus ojos hacía un millón de años, se interrogó a sí mismo.

«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Cuál es la trama de todo esto?»

El sonido de su propia pregunta sin respuesta posible interrumpió sus reflexiones. Sacudió la cabeza como para apartar de su cerebro aquellas especulaciones sin sentido. Volvió la espalda al universo, dejándolo nuevamente reducido a su verdadera categoría, la de un telón de fondo para la vida en general y para la vida humana en particular, y penetró en la cámara reguladora de la presión.

El trabajo, tal como le había indicado su predecesor, era sencillo. Duncan establecía contacto por radio con Callistos en los plazos fijados de antemano. Habitualmente, aquellos contactos no eran más que una comprobación rutinaria de que proseguía la mutua existencia, con algún ocasional comentario sobre las noticias radiofónicas. Muy de tarde en tarde le anunciaban que había una canasta en camino, a fin de que Conectara el poste de señales de radio. Luego, a su debido tiempo, hacía su aparición la canasta, descendiendo lentamente. Descargarla y cargarla era un juego de niños.

Los días del satélite eran demasiado cortos, y sus noches, iluminadas por Callisto, y a veces también por Júpiter, eran casi tan brillantes como el día; de modo que Duncan se regía por el reloj-calendario que señalaba la hora terrestre de acuerdo con el meridiano de Greenwich. Al principio, la mayor parte del tiempo había estado ocupado arreglando la, carga que la nave había dejado. Parte de ella en la cabaña principal: artículos de consumo para él y para Lellie, y otros que debían almacenarse en un lugar cálido y ventilado. Otra parte de la carga debía ser almacenada en la cabaña pequeña, fría y sin ventilar. Y la mayor parte debía ser colocada cuidadosamente en las canastas para su posterior envío a Callisto. Pero, una vez realizado aquel trabajo, la tarea resultaba fácil, demasiado fácil...