—Tengo una sorpresa para usted, superintendente. Éste es el doctor Whint. Va a compartir su exilio una temporada.

Duncan le estrechó la mano.

—¿Doctor...? —dijo, sorprendido.

—No soy doctor en medicina, sino en ciencias —explicó Alan Whint—. La Compañía me ha enviado aquí para realizar unas investigaciones geológicas... si es que puede ser utilizada, en este caso, la palabra «geo». Cosa de un año. Espero que no le importará.

Duncan se apresuró a afirmar que le encantaría su compañía, y eso fue todo, de momento. Más tarde, acompañó al doctor a la cabaña. Alan Whint quedó sorprendido al encontrar allí a Lellie; era evidente que nadie le había hablado de ella. Interrumpió las explicaciones de Duncan para decir:

—¿No va a presentarme usted a su esposa?

Duncan lo hizo, de mala gana. Le molestó el tono de reproche en la voz del hombre; y le molestó también que saludara a Lellie como si fuera una mujer terrestre. Se dio cuenta, asimismo, de que Whint había notado las magulladuras en el rostro de Lellie, que el colorete no cubría por completo. Clasificó mentalmente a Alan Whint como a un tipo fino y snob, y deseó que no le planteara dificultades.

Cuando las dificultades se presentaron, tres meses después, no podría decirse quién se las planteó a quién. Anteriormente, habíanse producido ya varios conatos de discusión que hubiesen degenerado en abierta hostilidad si el trabajo de Whint no le hubiera mantenido lejos de la cabaña la mayor parte del tiempo. El choque se produjo cuando Lellie alzó los ojos del libro que estaba leyendo para preguntar:

—¿Qué significa «emancipación femenina»?

Alan empezó a explicárselo. No había terminado la primera frase cuando Duncan le interrumpió:

—Oiga... ¿quién le ha pedido que meta ideas en su cabeza?

Alan se encogió ligeramente de hombros y miró a Duncan.

—Esa es una pregunta estúpida —dijo—. Y, de todos modos, ¿por qué no ha de tener ella ideas?

—Ya sabe lo que quiero decir.

—Nunca he comprendido a los individuos que al parecer no dicen lo que quieren decir. Pruebe otra vez.

—De acuerdo. Lo que quiero decir es esto: se ha presentado usted aquí con sus modales remilgados y su afectada conversación, y desde el primer momento se ha dedicado a meter las narices en cosas que no son de su incumbencia. Para empezar, ha estado tratando a Lellie como si fuera una dama de alto copete.

—Desde luego. Y me alegro de que se haya dado cuenta.

—¿Cree que no me he dado cuenta, también, de lo que pretende?

—Estoy convencido de que no. Es usted un tipo demasiado elemental. Usted cree, a su modo simplista, que estoy tratando de conquistar a su chica, y lo lamento con todo el peso de dos mil trescientas sesenta libras. Pero se equívoca usted: no pertenezco a esa clase de hombres.

—Mi esposa —rectificó Ducan, muy excitado—. Puede ser una estúpida marciana, pero legalmente es mi esposa: y tiene que hacer lo que yo diga.

—Sí, Lellie es una marciana, y es posible que en un sentido sea su esposa; pero no es estúpida, ni mucho menos. Sólo tiene que fijarse en la rapidez con que ha aprendido a leer, en cuanto alguien se ha tomado la molestia de enseñarle. No creo que usted resultara un alumno demasiado brillante en un idioma del cual sólo conociera unas cuantas palabras y no supiera leerlo.

—Nadie le ha pedido a usted que la enseñe a leer. Lellie no necesita leer. Tal como era, estaba perfectamente.

—Habla usted como un perfecto esclavista. Bueno, me alegro de haberle desenmascarado.

—¿Y por qué lo ha hecho? Para que ella piense que es usted un gran tipo... Por eso la ha estado embaucando con sus palabras melosas: para que piense que es usted un hombre mejor que yo.

—He hablado con ella tal como le hablaría a cualquier mujer en cualquier parte... aunque de un modo más sencillo, porque ella no ha tenido posibilidades de recibir una educación. Si ella piensa que soy un hombre mejor que usted, estoy de acuerdo con ella. Lamentaría no serlo.

—Yo le demostraré a usted quién es el mejor... —empezó Duncan.

—No necesita usted demostrarlo. Cuando llegué aquí supe la clase de individuo que era usted: me bastaba con saber que había aceptado este trabajo. Ahora, además, sé que es usted un rufián. ¿Cree que no me he dado cuenta de las magulladuras del rostro de Lellie? ¿Cree que ha sido agradable para mí oír como maltrataba a una muchacha a la que usted ha mantenido deliberadamente ignorante e indefensa, cuando es potencialmente diez veces más inteligente que usted? ¡Bellaco!

En el calor del momento, Duncan no consiguió recordar lo que significaba la palabra bellaco, pero en cualquier otra parte el hombre no la hubiera pronunciado sin tropezar con el puño de Duncan que le cerraba la boca. Sin embargo, incluso a través de 511 ira, veinte años de experiencia espacial le contuvieron: siendo poco más que un chiquillo había aprendido la ridícula inutilidad de luchar en un espacio carente de gravedad, y que cuanto más furioso estaba un hombre más en ridículo se ponía.

De modo que las cosas no fueron más allá. Y con el paso del tiempo la situación se suavizó, y volvió a ser la misma, casi, que antes del incidente.

Alan continuó llevando a cabo sus expediciones en la pequeña aeronave que había traído consigo. Examino y exploró diversas zonas del satélite, regresando con muescas de roca que clasificaba cuidadosamente. Su tiempo libre lo dedicaba, como antes, a la educación de Lellie.

Duncan no dudaba, en el fondo, de que lo hacía para distraerse. por una parte, y porque consideraba que hay que enseñar al que no sabe, por otra; pero estaba igualmente convencido de que un contacto tan íntimo era muy peligroso. Hubiera puesto las manos en el fuego de que entre Lellie y Alan Whint no había absolutamente nada... todavía. Pero Alan permanecería allí otros nueve meses, suponiendo que vinieran a relevarle puntualmente. Lellie le adoraba ya como a un héroe. Y él la malcriaba cada día más tratándola como si fuera una mujer terrestre. Un día adquirirían conciencia el uno del otro... y la reacción inmediata podría ser el considerarle a él, Duncan, como un obstáculo que era preferible eliminar. Valía más prevenir que curar, y lo más sensato era evitar que la situación evolucionara hasta aquel punto. Todas las cosas tienen solución.

Todas.

Un día, Alan Whint salió en su aeronave para explorar una zona situada en la parte inferior del satélite. Y no regresó.

Eso fue todo.

No había modo de saber lo que Lellie pensó de aquel hecho; pero algo pareció ocurrirle.

Durante varios días, se pasó la mayor parte del tiempo mirando a través de la ventana principal de la cabaña, contemplando el desolado paisaje rocoso. No podía esperar el regreso de Alan, puesto que sabía tan bien como Duncan que pasadas treinta y seis horas no existía ninguna posibilidad de regreso. No decía nada. Su expresión se mantenía inalterable. Únicamente sus ojos habían cambiado ligeramente: parecían un poco menos nuevos, como si se hubiera replegado detrás de ellos.

Duncan no podía decir si la muchacha sabía o sospechaba algo. Y no parecía existir ningún medio para descubrirlo sin introducir la idea en su cerebro... si es que no estaba ya allí. Duncan estaba —aunque no se atrevía a admitirlo— un poco asustado de ella. Demasiado asustado, en realidad, para atreverse a pedirle cuentas por el tiempo que se pasaba ociosamente, mirando por la ventana. Sabía lo fácil que resultaba provocar un accidente fatal en un lugar como aquél. Como medida de precaución, se acostumbró a poner botellas de aire nuevas en su traje espacial cada vez que salía, comprobando que todas estuvieran completamente llenas. También se acostumbró a colocar un trozo de roca de modo que la puerta exterior de la cámara reguladora de la presión no se cerrara detrás de él. Vigiló cuidadosamente que su comida y la de Lellie procedieran del mismo recipiente, y controló todos los movimientos de la muchacha. Sin embargo, no podía decir si ella sabía o sospechaba algo... Desde que habían adquirido la certeza de que no regresaría, Lellie no había pronunciado ni una sola vez el nombre de Alan...