Aquella situación se prolongó por espacio de una semana. Entonces, repentinamente, cambió. Lellie dejó de mirar a través de la ventana... y se dedicó a leer insaciablemente, vorazmente.

A Duncan le resultaba difícil comprender el interés que Lellie manifestaba por la lectura, un interés que le desagradaba profundamente, aunque decidió no intervenir, de momento. Al menos, la lectura mantenía su mente apartada de otras cosas, lo cual no dejaba de ser una ventaja.

Paulatinamente, Duncan empezó a sentirse mejor. La crisis estaba superada. Lo mismo si había sospechado algo, que si no había sospechado nada, Lellie había decidido olvidarse del asunto. Su afición a los libros, sin embargo, no disminuyó. A pesar de las continuas quejas de Duncan, recordándole que había gastado la respetable suma de 2.360 libras para tener compañía, Lellie continuó leyendo, como si se hubiera propuesto devorar todos los volúmenes de la biblioteca.

Gradualmente, la situación se normalizó. Cuando llegó la próxima nave, Duncan espió ansiosamente a Lellie por si había estado disimulando todo aquel tiempo en espera de poder comunicar sus sospechas a alguien. Pero no sucedió nada. La muchacha no habló del asunto en ningún momento. Y cuando la nave emprendió el viaje de regreso, Duncan se dijo a sí mismo que no se había equivocado al juzgar a Lellie: no era más que una estúpida marciana. Se había olvidado, sencillamente, de Alan Whint y de su desaparición, del mismo modo que podía olvidarlo un niño.

Sin embargo, a medida que los meses de su contrato iban transcurriendo descubrió que tenia que revisar su concepto de la estupidez de Lellie. La muchacha estaba aprendiendo en los libros cosas que él nunca había sabido. Pero Duncan era un hombre práctico, y tenía el recelo que todos los hombres prácticos experimentan ante el conocimiento adquirido en los libros. Creyó necesario, pues, explicarle a la muchacha que la mayor parte de lo que se escribía eran tonterías, sin relación ninguna con los problemas de la vida: y empezó a hablarle de esos problemas, citándole ejemplos extraídos de su experiencia, y sin darse cuenta, descubrió que le estaba dando lecciones.

Lecciones que Lellie asimiló también rápidamente. Necesariamente, Duncan tenía que revisar un poco más su opinión de los marcianos. No es que fueran tan estúpidos como había creído... sino que eran demasiado tontos para empezar a utilizar el cerebro que poseían. No pasaría mucho tiempo sin que Lellie supiera tanto como él mismo acerca del mecanismo y funcionamiento de la estación. Duncan no había previsto, ni mucho menos, la posibilidad de convertirse en profesor de Lellie, pero esto le proporcionaba una distracción preferible a la ociosidad anterior. Además, se le ocurrió que la muchacha, a fin de cuentas, podía representar una inversión mucho mejor de lo que había imaginado...

Duncan siempre había pensado que la educación era un modo como otro de perder el tiempo, pero ahora empezaba a considerar serenamente la posibilidad de recuperar, cuando regresara a Marte, una parte mayor de lo que había esperado de las 2.360 libras. Tal vez Lellie pudiera convertirse en una eficiente secretaria... Empezó a enseñarle los escasos rudimentos de contabilidad que conocía...

Los meses de servicio iban amontonándose; ahora con mucha más rapidez. Durante la última etapa, cuando uno había adquirido confianza en su capacidad para soportar aquella prueba, resultaba sumamente agradable permanecer sentado, sin hacer nada, pensando en el dinero que iba amontonándose también a medida que transcurrían los meses.

En Callisto había sido descubierto un nuevo filón, y los envíos al satélite aumentaron ligeramente. Por lo demás, la rutina continuaba invariable. Las escasas naves avisaban su llegada, tomaban tierra, cargaban y volvían a marcharse.

Y luego, sorprendentemente pronto, le fue posible a Duncan decirse a sí mismo: «Dos naves más, y se habrá terminado». Y todavía más sorprendentemente pronto llegó el día en que, de píe en el exterior de la cabaña, contemplando cómo se alejaba una nave, pudo decirse: «¡Ésta es la última vez que veo despegar una nave de aquí! Cuando despegue la próxima, yo estaré a bordo de ella, y luego... Oh, luego!»

Dio medía vuelta, para entrar en la cámara reguladora de la presión... y encontró la puerta cerrada.

En cuanto hubo llegado a la conclusión de que el asunto de Halan Whint no iba a tener consecuencias, abandonó la costumbre de mantener abierta la puerta con una cuña de piedra. La dejaba abierta, sencillamente, ya que en el satélite no había vientos ni nada que pudiera moverla. Agarró el tirador y empujó, impacientemente. La puerta no se movió.

Duncan lanzó una maldición y se dirigió hacia una de las ventanas de la cabaña, impulsándose a sí mismo hasta que pudo mirar a través de ella. Lellie estaba sentada en una silla, al parecer sumida en sus pensamientos. La puerta interior de la cámara reguladora de la presión estaba abierta de par en par, de modo que la exterior no podía moverse. Además del cerrojo automático de seguridad, la presión del aire de la cabaña la mantenía cerrada.

Creyendo que la muchacha se había distraído, Duncan golpeó el recio cristal de la doble ventana para llamar su atención; desde luego, era imposible que hubiera oído el sonido: seguramente fue el movimiento lo que impresionó su retina y la hizo mirar hacia arriba. Volvió la cabeza y se quedó mirando a Duncan, sin moverse. Duncan a su vez, miro a Lellie. llevaba el pelo como cuando la conoció, y las cejas y el colorete, todos los detalles que él la había obligado a adoptar para que se asemejara lo más posible a una mujer terrestre, habían desaparecido. Sus ojos le miraron fijamente duros como piedras y con su eterna expresión de inocencia sorprendida.

La súbita comprensión hirió a Duncan como un golpe físico. Durante algunos segundos, todas las cosas parecieron detenerse.

Trató de fingir que no había comprendido. Señaló con la mano la puerta interior de la cámara reguladora de la presión. Lellie siguió mirándole fijamente, sin moverse. Luego, Duncan vio el libro que ella tenía en la mano, y lo reconoció. No era ninguno de los libros que la Compañía había incluido en la biblioteca de la estación. Era un libro de versos, encuadernado en azul. Había pertenecido a Alan Whint...

El pánico se apoderó repentinamente de Duncan. Inclinó la mirada hacia la hilera de pequeños discos que cruzaban su pecho y exhaló un suspiro de alivio. Lellie no había tocado su proveedor de aire: disponía de presión suficiente para unas treinta horas. El sudor que había empezado a brotar de su frente se enfrió mientras recobraba el dominio de sí mismo. Tenía que pensar con calma.

¡Vaya una zorra! Todo aquel tiempo le había hecho creer que se había olvidado de todo. Haciéndose la tonta. Dejando que pasara el tiempo mientras maduraba su plan. Esperando hasta el último momento, cuando su contrato estaba a punto de finalizar, para ponerlo en práctica. Pasaron unos minutos antes de que la mezcla de ira y de pánico que invadía a Duncan se calmara un poco, permitiéndole pensar.

¡Treinta horas! Había tiempo para hacer muchas cosas. Y si en el plazo de veinte horas no conseguía volver a entrar en la cabaña, le quedaría aún el último y desesperado recurso de catapultarse a sí mismo a Callisto en una de las canastas.

Aunque Lellie hablara más tarde del asunto Whint, ¿qué podía suceder? Duncan estaba completamente seguro de que la muchacha ignoraba cómo había ocurrido la cosa. Sería la palabra de una marciana contra su propia palabra. Lo más probable era que la creyeran afectada de locura espacial.

De todos modos, el fango no dejaría de alcanzarle; era preferible arreglarlo con ella aquí y ahora. Además, la idea de catapultarse en una canasta era muy arriesgada, y sólo debía pensar en ella en último extremo. Disponía de veinte horas para ensayar otros medios.