—Dígame —preguntó Jerry, inclinándose sobre su montura—, ¿ha oído usted alguna otra noticia? ¿Algo respecto al resto del mundo? ¿Qué ha sido de los ruskis, o de los sovietskis, o cómo se llamaran? Los que lucharon contra los Estados Unidos hace muchísimos años.

—Según los informes que posee el jefe, los rusos soviéticos tienen muchas dificultades con una gente llamada Tártaros. Creo que les llaman Tártaros. Pero, no se entretenga más, joven. Ya tendría que estar usted en camino.

Jerry se inclinó un poco y estrechó la mano del embajador.

—Gracias —dijo—. Le agradezco muchísimo todas las molestias que se ha tomado por mí.

—No vale la pena hablar de ello —replicó mister Thomas—. Después de todo, no debemos olvidar que en otra época formamos parte de la misma nación...

Jerry espoleó a su caballo, llevando a los otros dos de la brida. Puso al animal al trote, limitándose a las precauciones que el estado de la carretera hacía imprescindibles. Cuando llegaron a la carretera 33, Sam Rutherford, aunque no despejado del todo, se sintió capaz de mantenerse sobre la silla. Entonces pudieron desatar a Sarah Calvin y obligarla a cabalgar entre los dos.

La muchacha lloró y les insultó.

—¡Sucios rostros pálidos! ¡Estúpidos, asquerosos blancos! ¡Soy una india! ¿Es que no lo ven? Mi piel no es blanca... ¡Es oscura, oscura!

Siguieron cabalgando.

Asbury Park estaba lleno de confusión y de refugiados. Había refugiados del Norte, de Perth Amboy, de Newark... Había refugiados de Princeton, en el Oeste, que habían huido ante la invasión Sioux. Y refugiados del Sur, de Atlantic City —incluso del lejano Camden—, y otros refugiados que hablaban de un repentino ataque Seminola, de una tentativa para copar los ejércitos de Tres Bombas de Hidrógeno.

Los tres caballos fueron objeto de miradas envidiosas, a pesar de su estado de agotamiento. Representaban alimento para los hambrientos y el medio de transporte más rápido posible para los miedosos. Jerry descubrió que el sable era muy útil. Y la pistola lo era todavía más: sólo necesitaba exhibirla. Pocas de aquellas personas habían visto una pistola en acción: tenían un supersticioso temor a las armas de fuego...

Una vez descubierto este hecho, Jerry mantuvo la pistola muy visible en su mano derecha cuando se dirigió a la Base Naval de los Estados Unidos en la playa de Asbury Park. Sam Rutherford iba a su lado; Sarah Calvin andaba detrás de ellos, sollozando.

Se hizo anunciar al almirante Milton Chester. El hijo del Subsecretario de Estado. La hija del presidente del Tribunal Supremo. El primogénito del Senador de Idaho.

El almirante les recibió inmediatamente.

—¿Reconoce usted la autoridad de este documento?

El almirante Chester leyó atentamente la arrugada credencial, deletreando en voz alta las palabras más difíciles. Al terminar la lectura movió la cabeza respetuosamente, mirando primero el sello de los Estados Unidos en el documento que tenía ante sus ojos. Y luego la brillante pistola que Jerry sostenía en su mano.

—Sí —dijo finalmente—. Reconozco su autoridad. ¿Es una pistola de verdad?

Jerry asintió.

—Una Caballo Loco del cuarenta y cinco. El último modelo. ¿Hasta qué punto conoce la autoridad del documento?

El almirante se frotó nerviosamente las manos.

—Las cosas están muy confusas —dijo—. Las últimas noticias que me han llegado afirman que hay guerreros Ojibways en Manhattan... y que no existe ya el gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, esto —se inclinó sobre el documento una vez más—, esto es una credencial firmada por el propio Presidente, nombrándole a usted plenipotenciario. Ante los Seminolas, desde luego. Pero plenipotenciario. El último nombramiento oficial, si no estoy mal informado, del Presidente de los Estados Unidos de América.

Dio un paso hacia adelante y tocó la pistola que empuñaba Jerry Franklin, con un gesto de curiosidad y de interrogación al mismo tiempo. Inclinó afirmativamente la cabeza, como si acabara de llegar a una conclusión. Irguiéndose, saludó militarmente a Jerry.

—A partir de este momento, le reconozco a usted como a la última autoridad legal del gobierno de los Estados Unidos. Y pongo mi flota a su disposición.

—Bien —Jerry se colocó la pistola en el cinto. Señaló con el sable—. ¿Tiene usted provisiones y agua suficientes para un largo viaje?

—No, señor —dijo el almirante Chester—. Pero esto puede quedar arreglado en unas horas. ¿Le acompaño a bordo, señor?

Señaló orgullosamente hacia la playa donde, más allá del promontorio, estaban ancladas las tres goletas de cuarenta y cinco pies de eslora.

—La Décima Flota de los Estados Unidos, señor. Esperando sus órdenes.

Horas más tarde, cuando los tres veleros se habían hecho a la mar, el almirante se presentó en el camarote donde descansaba Jerry Franklin. Sam Rutherford y Sarah Calvin estaban durmiendo en las literas superiores.

—¿Sus órdenes, señor?

Jerry Franklin se asomó a la puerta del camarote y contempló las remendadas velas, completamente desplegadas.

—Rumbo Este —dijo.

—¿Este, señor? ¿Ha dicho usted Este?

—Sí, he dicho rumbo Este... Hacia las fabulosas tierras de Europa. Hacia un lugar donde un hombre blanco pueda mantenerse en pie sobre sus propias piernas. Donde no tenga que temer ninguna clase de persecución. Donde no corra peligro de caer en la esclavitud. ¡Rumbo al Este, almirante, hasta que descubramos un nuevo mundo... un mundo de libertad!

Una Marciana Tonta

John Wyndham

Cuando Duncan Weaver compró a Lellie... No, plantearlo de este modo podría resultar inconveniente. Cuando Duncan Weaver pagó a los padres de Lellie mil libras como compensación por la pérdida de los servicios de la muchacha, había pensado pagar seiscientas, o, en caso absolutamente necesario, setecientas libras.

En Port Clarke, todas las personas a las cuales había consultado le aseguraron que no tendría que pagar más de seiscientas libras. Pero la cosa no resultó tan sencilla como parecían creer en Port Clarke. Las tres primeras familias marcianas con las que había establecido contacto no se mostraron dispuestas a vender a sus hijas a ningún precio; la siguiente, pidió 1.500 libras y no rebajó ni un céntimo; los padres de Lellie empezaron pidiendo también 1.500 libras, pero acabaron por rebajar la cifra a 1.000, cuando vieron que Duncan no estaba dispuesto a dejarse esquilmar. Cuando Duncan, de regreso a Port Clarke con la muchacha, echó sus cuentas, no le pareció haber hecho un mal negocio, después de todo. Su contrato tenía una duración de cinco años, lo cual significaba que Lellie iba a costarle 200 libras anuales, en el peor de los casos: es decir, suponiendo que no consiguiera venderla por 400 libras, o incluso por quinientas, cuando regresara. Visto así, no estaba mal del todo.

Una vez en la ciudad, fue a explicarle la situación y a dejar arregladas las cosas con el agente de la Compañía.

—Mire —le dijo—, creo que usted ya conoce las condiciones estipuladas en el contrato de cinco años que firmé para ocupar el puesto de superintendente de la estación de carga de Júpiter IV/II. La nave que ha de conducirme allí viajará de vacío, puesto que va a recoger una carga. ¿Podría contar con un segundo pasaje en ella?

Había tenido la precaución de averiguar que la Compañía solía conceder una plaza extra en circunstancias como las suyas, aunque no estaba obligada a hacerlo.

El agente de la Compañía no se sorprendió lo más mínimo.