Después de consultar algunas listas, dijo que no había inconveniente en conceder la plaza para otro pasajero. Explicó que la Compañía estaba acostumbrada a aquellos casos, y que suministraba la ración suplementaria de víveres para una persona, al precio de 200 libras anuales, a descontar del salario.

—¿Cómo? ¿Mil libras? —exclamó Duncan.

—Es un precio de favor, créame —dijo el agente—. A la Compañía no le importa facilitar las raciones a un precio ridículamente bajo, si con ello da a un empleado suyo la oportunidad de pasarlo mejor. Y, desde el punto de vista de la conveniencia de usted, le aseguro que mil libras no es un precio elevado si le permiten combatir la soledad. Cinco años es un período de tiempo muy largo, y una estación de carga es un lugar muy aburrido.

De momento, Duncan discutió un poco, pero el agente no tardó en convencerle. Aquello significaba que el precio de Lellie aumentaba de 200 a 400 libras por año. Sin embargo, con su sueldo de cinco mil libras anuales, libres de impuestos, sin posibilidad de gastar ni una sola de ellas en Júpiter IV/II, al cabo de los cinco años se encontraría con una buena suma ahorrada. De modo que dio su asentimiento.

—Magnífico —dijo el agente—. Ahora, lo único que necesita es un permiso de embarque para la muchacha, cosa que le concederán automáticamente al presentar su certificado de matrimonio.

Duncan abrió unos ojos como platos.

—¿Certificado de matrimonio? ¿Yo? ¿Casarme yo con una marciana?

El agente sacudió la cabeza con aire de reproche.

—Sin él, no le darán el permiso de embarque. Ya sabe, las normas antiesclavistas. Podrían creer que quiere usted vender a la muchacha... o incluso pensar que la había comprado.

—¿Quién, yo? —exclamó Duncan, en tono indignado.

—¿Por qué no? —dijo el agente—. Una licencia de matrimonio sólo le costará otras diez libras... a no ser que haya dejado otra esposa en su casa. De ser así, le costaría un poco más caro, a su regreso.

Duncan sacudió la cabeza.

—No tengo ninguna esposa —afirmó.

—Uh-uh —dijo el agente, sin creerlo ni dejarlo de creer—. Entonces, ¿qué inconveniente hay?

Duncan regresó un par de días más tarde, con el certificado y el permiso. El agente los examinó.

—Están en regla —dijo—. Confirmaré el embarque. Mis honorarios son cien libras.

—¿Sus honorarios? ¿A santo de qué?

—Digamos por... salvaguardar su inversión —dijo el agente.

El hombre que le había extendido el permiso de embarque le exigió también cien libras.

Duncan no mencionó el hecho ahora, pero dijo, con amargura:

—Una marciana tonta me va a costar un montón de dinero.

—¿Tonta? —dijo el agente, mirándole.

—Esos marcianos ni siquiera saben por qué están en el mundo.

—Hum... —murmuró el agente—. Usted no ha vivido nunca aquí, ¿verdad?

—No —admitió Duncan—. Pero he estado aquí unas cuantas veces.

El agente asintió.

—Actúan como tontos, y la forma de sus acciones les hace parecer tontos —dijo—, pero fueron un pueblo extraordinariamente listo.

—De eso debe hacer mucho tiempo.

—Mucho antes de que nosotros llegáramos aquí tenían motivos más que sobrados para dedicarse a pensar. Su planeta se estaba muriendo, y al parecer estaban contentos de morir con él.

—Bueno, a eso le llamo yo ser tonto. ¿No se están muriendo todos los planetas, acaso?

—¿No ha visto nunca a un anciano sentado al sol, tomándoselo con calma? Esto no quiere decir que sea un estúpido. Si fuera absolutamente necesario, es probable que pusiera de nuevo su mente en funcionamiento. Pero, la mayoría de las veces, el anciano considera que no vale la pena de preocuparse. Es más cómodo dejar que las cosas sigan su curso.

—Bueno, mi marciana tiene sólo veinte años —unos diez años y medio de acuerdo con el calendario de Marte—, y desde luego deja que las cosas sigan su curso. Cuando una muchacha no sabe qué hacer en su propia ceremonia de boda, es tonta de remate, se lo digo yo.

Y luego, como remate de todo, fue necesario invertir otras cien libras en vestidos y otras cosas para ella, con lo cual el importe total ascendió a 2.310 libras. Era una suma que no hubiera resultado exagerada de haberse tratado de una muchacha realmente atractiva. Pero, Lellie... Bueno, ya estaba hecho. Una vez efectuado el primer pago, había que hacer frente a los otros gastos... o resignarse a perder la primera inversión. Y, de todos modos. en una solitaria estación de carga, Lellie le haría compañía...

El primer oficial llamó a Duncan al cuarto de navegación para que echara una mirada a su futuro hogar.

—Allí está —dijo, señalando con la mano a un punto visible desde la mirilla de observación.

Duncan miró hacia abajo. Pero no vio más que una masa rocosa, que giraba lentamente.

—¿Qué extensión tiene? —preguntó.

—Unas cuarenta millas de diámetro.

—¿Qué tal anda de gravedad?

—Es muy escasa, por no decir inexistente.

—Uh-uh —dijo Ducan.

En su camino de regreso a la camareta, Duncan se detuvo junto a la cabina y asomó la cabeza. Lellie estaba tendida en su camastro, con la manta doblada encima de ella para tener una sensación de peso. Al ver a Duncan, se incorporó sobre un codo.

Era bajita: poco más de cinco pies. Su cara y sus manos eran muy delicadas; tenían una fragilidad que no era simple producto de una deficiente estructura ósea. Para un terrestre, sus ojos resultaban anormalmente redondos, confiriéndole una perpetua expresión de ingenuidad sorprendida. Los lóbulos de sus orejas colgaban muy bajos, surgiendo de una gran mata de pelo castaño, con tonalidades rojizas. La palidez de su cutis resaltaba más por contraste con el rubor de sus mejillas y el intenso rojo de sus labios.

—¡Eh! —dijo Duncan—. Ya puedes empezar a empaquetar las cosas.

—¿Empaquetar? —repitió Lellie, perpleja, con una voz que resonaba de un modo muy curioso.

—Claro. Empaquetar —asintió Duncan.

Hizo una pequeña demostración: abrió una maleta, metió algunas ropas y agitó una mano señalando otras prendas y el interior de la maleta, sucesivamente. La expresión de Lellie no cambió, pero captó la idea.

—¿Hemos llegado? —preguntó.

—Estamos llegando —le informó Duncan—. De modo que date un poco de prisa.

—Zí... muy bien —dijo Lellie, y empezó a desenganchar la manta.

Duncan cerró la puerta y se dirigió hacia la camareta general.

En el interior de la cabina, Lellie apartó la manta a un lado. A continuación se inclinó cautamente a recoger un par de suelas metálicas y las ató a sus zapatillas. Con las mismas precauciones, y agarrándose al camastro, deslizó los pies a un lado y fue bajándolos hasta que las suelas magnéticas produjeron un chasquido al establecer contacto con el suelo. Lellie se puso en pie, más confiadamente. El buzo de color pardo que llevaba ponía de relieve unas formas que tal vez fueran admiradas entre los marcianos, pero que no correspondían en absoluto al patrón terrestre. Dicen que a consecuencia de la tenuidad de la atmósfera de Marte, sus habitantes poseen una mayor capacidad pulmonar, con la consiguiente modificación física. Todavía insegura por los efectos de la ingravidez, Lellie arrastró los pies para no perder contacto con el suelo mientras cruzaba la cabina. Se detuvo unos instantes delante de un espejo colgado en la pared, contemplando su imagen. Luego dio media vuelta y se dedicó a empaquetar las cosas.

—...Un lugar infernal para llevar una mujer —estaba diciendo Wishart, el cocinero de la nave, cuando entró Duncan.

A Duncan le tenía sin cuidado la opinión de Wishart. No podía olvidar que, cuando se le ocurrió lo conveniente que sería que Lellie tomara algunas lecciones de cocina, Wishart se había negado a dárselas por menos de 50 libras, aumentando de este modo el precio total de coste a 2.360 libras. Sin embargo, su temperamento no le permitió fingir que no había oído aquellas palabras.