Apoyando nuestras espaldas en la pared de la caverna, formando un semicírculo contra su semicírculo, gritamos para que se detuvieran, pero no se detuvieron. Entonces abrimos fuego. Con la primera descarga eliminamos a unos cincuenta, pero no creo que los que les seguían comprendieran lo que había ocurrido, ya que continuaron avanzando. Disparamos de nuevo: todas nuestras armas eran eficaces contra ellos. Otra vez. Y esta tercera vez los que quedaban se detuvieron a unos cincuenta pasos de distancia.

Todos menos un chiquillo, que avanzó hacia nosotros con paso vacilante, sin ayuda de nadie, golpeando una con otra sus diminutas garras y profiriendo grititos. Su madre salió corriendo detrás de él. El doctor Pound le apartó con la punta de su fusil ametrallador; la madre lo cogió entre sus brazos y le consoló dándole el pecho; luego, sonriendo, extendió un brazo terminado en una garra brutal (NO CONFIAR EN NADIE), intentando arañar al doctor Pound. Este disparó contra ella; al igual que el primer venusino que había matado, la mujer murió dirigiéndole una sonrisa. Todos los demás salieron corriendo. Supusimos que se habían asustado con el ruido; el niño, sin prestar atención a su madre caída, corrió detrás de ellos tapándose los oídos con sus diminutas garras.

Desintegramos a los muertos, reanimamos a algunos de los que habían caído bajo el efecto de los depresores, y dimos comienzo al largo y tedioso proceso de garantizar nuestra seguridad, comunicarnos con ellos y explorar los recursos materiales de su mundo. Rossi se marchó con el conductor del esquife y el Murdlegatt y regresó a las 150 horas con unos informes fantásticos acerca de depósitos minerales. Yo me dediqué a establecer una especie de relación telepática con los venusinos, aunque no podíamos estar seguros de que nos comprendieran. El doctor Pound no obtuvo el menor éxito en sus intentos por convertirlos, y Bertel está tratando todavía de darle un sentido coherente a los datos obtenidos a través de los experimentos de psicognosis que llevó a cabo con los venusinos.

Sin embargo, por motivos de Seguridad Nacional, no estoy autorizado a explicar con detalle ninguno de aquellos aspectos de nuestra expedición. Lo que puedo decir es que aquel borrascoso y poblado planeta contiene una cantidad tal de riquezas que sólo pueden ser expresadas por medio de estadísticas, y un enemigo equivalente a una epidemia de sarampión. Pero no conseguimos descubrir a satisfacción nuestra si están lo bastante desarrollados para poder apreciar las ventajas de tener libros, y vestidos, y máquinas, y guerras... en una palabra, si pueden ser elevados a un nivel decente de civilización.

Puedo decir también que a eso de la hora 200 habíamos sometido a una docena de ejemplares típicos de venusianos a todos los experimentos que el ingenio había previsto de antemano y que la necesidad nos imponía en el momento. Cuando señalaba a mis ojos —los venusianos tienen ojos como los nuestros—, mi cerebro (lo mismo que los de Bertel y del doctor Pound) se llenaba con la imagen de una cadena de lagos bajo un cielo sin nubes, o de un jardín de rosas en flor. Cuando me rascaba la piel y me la pellizcaba, mi cerebro quedaba invadido por la sensación de un baño caliente o de unas sábanas limpias y suaves. Señalé a mi estómago, y empecé a pensar en pavos asados (desde luego, en Venus no hay pavos); a mis oídos, y escuché el canto de los pájaros al amanecer (allí no hay pájaros, ni amaneceres). Era como si aquellos seres hubiesen vivido anteriormente en un mundo como el nuestro, y hubiesen sido empujados después a la vida subterránea por unos invasores, conservando sin embargo el recuerdo de aquella agradable existencia. Bertel, que es más realista que yo, dice que ellos operaban sobre nuestras emociones, y nuestros propios cerebros formaban las imágenes específicas. Cuando me encontré llorando después de haber señalado mis dedos, Bertel dijo que aquello demostraba la compasión que les producía el hecho de que careciéramos de garras. A veces nos sentíamos invadidos por el deseo de abrazarles amistosamente (nos vimos obligados a descargar los depresores sobre ellos una vez más a fin de poder dominar aquel impulso); y a veces nuestros cerebros se llenaban de imágenes tan voluptuosas que no sé cómo pudimos reprimir el deseo de desintegrarlos a todos definitivamente.

Los venusianos eran o increíblemente estúpidos o extremadamente listos. En realidad, si hubiesen pertenecido a la especie homo sapiens, Bertel les hubiera calificado de peligrosamente neuróticos. Nada de lo que hacíamos conseguía despertar su hostilidad; o, para ser más exactos. Hiciéramos lo que hiciéramos no manifestaban su hostilidad. Aprendieron a correr cuando les perseguíamos. A uno de ellos le dejamos sin comer se limitó a morirse. A otro le vendamos los ojos y lo metimos cabeza abajo en un agujero: después de luchar durante un rato se quedó quieto, canturreando en voz baja hasta que le sacamos de allí.

Rossi al regresar de su expedición sugirió que golpeásemos a uno de ellos. Me mostré partidario de hacer la prueba, a pesar de la oposición del doctor Pound que opinó que puede descubrirse mucho acerca del nivel cultural de un ser viendo cómo reacciona ante el dolor: un ser de orden inferior se limita a gritar o a soportarlo, en tanto que un tipo altamente desarrollado ser capaz de extraer algún beneficio de su dolor.

Empezamos engañándole. Le manifestamos nuestra amistad y nuestro afecto que siempre se mostraba dispuesto a aceptar. Y luego cuando estaba preparado para recibirlos le abofeteamos. Así una y otra vez, sin que se aprendiera nunca la lección. Le abrumamos con pensamientos hostiles: creo que fueron proyectados con éxito, ya que el sujeto parecía experimentar una especie de aturdimiento y de pesar al recibirlos. Le sometimos a tortura física. v entonces ocurrió algo monstruoso. Al principio gritó de dolor, pero poco después pareció comprender que aquel tratamiento era lo que le estaba reservado nos sonrió, débilmente pero sonrió, mientras le quemábamos las plantas de los pies. Aquella débil sonrisa nos transmitió a todos su ternura y su afecto, en mí, adquirió la forma de desear que me perdonara.

Estábamos desconcertados y derrotados. ¿Cómo puede esperarse civilizar a unos seres tan incapaces de reaccionar al dolor como aquellos sonrientes individuos? ¿Qué realizaciones de algún valor pueden ser esperadas de ellos? Estábamos a punto de dar por terminado el experimento cuando nos acometió el mayor de los peligros.

Caímos de rodillas.

No sé cómo ni por qué, pero repentinamente caímos de rodillas en un transporte de júbilo. Los cuatro experimentamos la misma sensación: Una desmesurada alegría por poder respirar el oxígeno de nuestras cápsulas, por sentir el roce de nuestras manos en el interior de sus guanteletes, por estar de rodillas y horrorizarnos de nosotros mismos Creo que el doctor Pound estuvo en lo cierto: lo que sentíamos era temor. Yo no estoy seguro. Sé muy poco acerca del temor.

Rossi fue el único que consiguió recobrar el dominio parcial de sí mismo, pero lo hizo a tiempo para salvarnos. Con el rostro de un ángel nos dijo que subiéramos al esquife: en estado de trance, como aquellos que acaban de ser objeto de un milagro, obedecimos. Rossi hizo recobrar el conocimiento al conductor, sobre el cual yo había descargado mi depresor, y empezamos a elevarnos. Mientras ascendíamos, vimos a una multitud de venusinos enfrentados a nosotros y persiguiéndonos con su amor. Rossi tuvo que descargar el depresor sobre el doctor Pound para evitar que fuera a reunirse con los venusinos saltando por la borda del esquife.

Volvimos a nuestro túnel, que Rossi había tenido la precaución de señalar con el desintegrador, y nos introducimos en él. El poder de los cariñosos venusinos disminuyó, pero no nos sentimos sanos y salvos hasta que hubimos alcanzado el otro extremo del túnel. Habían cubierto la entrada con otra pantalla: la desintegramos y salimos a la cavidad excavada por nuestra bomba, acogiendo con gran alivio los cálidos ruidos del Venus exterior.