—¿Cómo puede haber alguien detrás de nosotros?, —murmuré, al tiempo que encendía mi linterna.

A veinte pies de distancia, cegado por la repentina claridad, había un extraño bípedo, encorvado. de ojos grandes y rostro contraído en una mueca que podía ser tomada por una sonrisa. Iba desnudo y su cuerpo parecía estar completamente desprovisto de pelos y de arrugas; su carne tenía el color blanquecino propio de la vida subterránea; avanzó a nuestro encuentro con las manos —en realidad garras— extendidas; su aspecto era evidentemente humano. El doctor Pound le advirtió que se detuviera, con palabras y con gestos, pero el venusiano no se detuvo. Sus garras eran muy afiladas; la mueca de su rostro era espantosa.

El doctor Pound disparó contra él a una distancia de cinco pies. Le vimos agarrarse el vientre y estremecerse de dolor; pero, cuando estaba a punto de morir, sus facciones se relajaron y adquirieron una expresión apacible, y su último gesto fue una sonrisa de felicidad dirigida al doctor Pound; murió con aquella sonrisa en los labios. El doctor Pound se arrodilló, hizo el signo de la cruz sobre el cadáver, y murmuró una jaculatoria por el alma que el venusiano pudiera haber tenido; y a continuación reemprendimos nuestro camino.

No habían pasado tres minutos cuando vimos una lucecita al final del túnel; un débil resplandor, muy lejano. Luego, el resplandor desapareció; oímos una especie de grito; otro venusiano se acercaba, sin duda para investigar la causa del ruido. Le cegué con la luz de mi linterna, y Rossi le desintegró (con el desintegrador a 2,1); pasamos por encima del charco en que se había convertido el venusiano y nos acercamos a la entrada adoptando grandes precauciones. El túnel sólo permitía el paso de dos hombres uno junto a otro; Rossi y yo nos arrastramos hacia adelante sobre manos y rodillas, con las armas preparadas, hasta que pudimos ver el interior de una gran caverna.

En la caverna hacía calor y había humedad —exactamente las condiciones necesarias para poder ir desnudos, como los venusianos—, y era tan grande que no logramos ver el otro lado de ella. Las paredes, cortadas a pico, eran muy altas, el suelo estaba lleno de suciedad y las enormes estalactitas que cubrían la bóveda brillaban intensamente. Desde nuestra ventajosa posición. a unos centenares de pies por encima del suelo, pudimos ver una abundante vegetación, de un verde muy pálido, y un gran número de aquellos pequeños y pálidos seres. Estaban haciendo algo... brincando de un lado para otro, desapareciendo debajo de las hojas, gritando con voces guturales.

—¿Qué están haciendo ahí abajo? —le pregunté a Rossi.

Se encogió de hombros.

—Son lunáticos. Y están bailando.

Pero Bertel y el doctor Pound nos estaban tocando ya impacientemente, apremiándonos para que les dejásemos mirar. Les cedimos el sitio.

Los dos se excitaron hasta el punto de olvidar toda prudencia. Alargaron sus cuellos y empezaron a discutir, levantando insensiblemente la voz a medida que discutían.

—No existe ningún motivo —dijo Bertel— para suponer que lo que están haciendo es una extravagancia.

—Mírelos —dijo el doctor Pound—. Mírelos, hombre.

—¿Qué sabemos acerca de sus motivos? Sólo podemos suponer lo que esto significaría si lo hiciéramos nosotros.

El doctor Pound le miró con expresión de extrañeza.

—¿Y usted es psicólogo —inquirió—, y además especializado en pueblos primitivos?

—¡Bah! —dijo Bertel, eludiendo la pregunta—. Si esos individuos son humanos, yo diría que son pre-sapiens. Fíjese en...

—¡No! —le interrumpió el doctor Pound—. En sus movimientos hay una especie de método. Estoy dispuesto a apostar cualquier cosa a que esto representa una danza por medio de la cual invocan la protección de los dioses por la terrible explosión de nuestra bomba.

—No es mala idea —dijo Bertel—. Pero a mí me parece demasiado aventurada. Yo diría que pueden estar seriamente afectados por los efectos de nuestra bomba. El oído interno...

La discusión no se interrumpió, pero yo dejé de prestar atención a ella. Empecé a hacer cábalas acerca de lo que sería mi trabajo si aquellos venusianos eran el equivalente de nuestros pueblos más primitivos. Había contribuido a desarrollar el sistema Krase de reducir los lenguajes primitivos a una especie de lengua básica que facilita enormemente la educación. Existían un par de tribus brasileñas cuyos lengua es parecían no responder al método Krase, y yo estaba muy ansioso por comprobar qué resultados daría aplicado a los venusinos.

—Vamos —les dije a los polemistas—, dejen de discutir. ¿Creen que podremos bajar ahí?

Rossi se echó a reír.

—Como no nos salgan alas, no veo cómo podremos civilizar a esos niños.

Pudimos comprobar que nuestro túnel se abría, igual que todos los demás que estaban a la vista, a un centenar de pies sobre el suelo, encima de una pared cortada a pico, y que allí no había escalones ni ninguna clase de mecanismo para bajar. Pero, mientras estábamos mirando, vimos deslizarse entre las estalactitas, como una lancha sobre un tranquilo lago, el medio de transporte: una especie de esquife poco profundo que flotaba en el aire. En él había dos venusianos; lo dirigieron hacia otra abertura de túnel, lo colocaron en posición y luego empujaron su carga dentro. Era una pantalla como la que nosotros habíamos desintegrado. Uno de los hombres desapareció con la pantalla, empujándola, y el otro se marchó con el esquife. No sabíamos qué hacer.

Nuestra táctica y estrategia nos habían sido enseñadas a conciencia durante varios años; si encontrábamos seres inteligentes (tal como había ocurrido ahora, evidentemente) teníamos que aislar a un pequeño número de ellos, enterarnos por su mediación de la mayor cantidad posible de detalles acerca de su sistema de vida, de su educabilidad y de los recursos naturales del planeta, y mostrarnos absolutamente sinceros acerca de nuestras intenciones, aunque no acerca de nuestros poderes; pero, por encima de todo. no debíamos confiar en nadie.

Nuestro problema, en consecuencia, era: ¿cómo llegar al suelo sin confiarnos a uno de aquellos pequeños barqueros? Bertel sugirió que llamáramos a uno, que le obligáramos a enseñarnos cómo funcionaba el esquife y luego le arrojáramos por la borda. Pero los demás estuvimos de acuerdo en que sería un procedimiento demasiado arriesgado. No veíamos más alternativa que la de confiarnos, al menos para un viaje. De modo que cuando otro esquife se acercó para depositar su carga, gritamos y agitamos los brazos hasta que el conductor nos vio y se dirigió hacia nosotros.

Llegó sonriendo y con los brazos abiertos hasta la boca de nuestro túnel, emitiendo unos guturales ruiditos con la garganta, y sin asombrarse para nada ante nuestra apariencia. Antes de que pudiera darse cuenta de que no aceptábamos sus buenas disposiciones, nos había tocado ya infinidad de veces, tratando de abrazarnos. Pero, finalmente, comprendió: dejó de sonreír y nos permitió entrar en el esquife. Señalamos hacia abajo, y empezamos a descender trazando graciosas espirales.

El esquife era metálico y no había en él ningún mando visible. El venusiano no parecía hacer nada para conducirlo. Estábamos todos desconcertados (y seguimos estándolo) en lo que respecta a su funcionamiento. El doctor Pound, que era capaz de poner a cualquiera en un apuro, murmuró que quizá lo que lo movía era sólo un grano de fe. Creo que Rossi en aquel momento, hubiera cambiado al doctor Pound por un trago de buen whisky; y sé que yo lo hubiera hecho. Cuando nos posamos en el suelo, descargué uno de mis depresores sobre el barquero, a fin de asegurarnos el viaje de regreso. Bertel, que había estado observando el suelo de la caverna, nos advirtió que debíamos prepararnos contra un ataque. Los venusinos se acercaban a nosotros rápidamente, saltando y gritando. Allí no había ninguna clase de refugio para nosotros, únicamente las fláccidas y húmedas plantas de color verde pálido, con sus enormes hojas. Y no disponíamos de tiempo: los venusianos se acercaban procedentes de todas las direcciones, sin la menor señal de vacilación. Algunos de ellos iban armados con algo que tenía el aspecto de palas y azadones.