—¿Por qué?

—Porque la raza humana le necesita a usted, mi querido amigo. Hasta que la necesidad se manifieste, vivirá usted en la reserva prefrontal.

—Uno de los dos está completamente loco —dijo Byron lentamente.

—El loco soy yo —admitió Krypton—. Es una locura incurable. Vera yo no tengo ninguna fe en Nova Mancunia. La sociedad actual no es estática, y llegará un momento en que se paralizará. Esto será la señal para un retorno a la humanidad.

—¿Hizo usted que matara a Thalia? —preguntó Byron abruptamente.

—Sí. Usted. quizá necesitará morir antes de que se establezca una nueva sociedad. Me he limitado a hacer las cosas más fáciles para usted.

Por espacio de un minuto, el doctor Byron permaneció silencioso. Cuando habló de nuevo, su voz era tan tranquila como su actitud.

—¿Cuándo me operará usted?

—Mañana por la mañana.

—¿Está usted dispuesto a no cortar ninguna fibra, o bien la sugerencia forma parte del tratamiento?

El doctor Krypton sonrió, mientras acompañaba a su visitante hasta la puerta de la oficina.

—Es un punto muy interesante, debido a que usted no lo sabrá nunca.

El regalo del futuro de alegría o de pena

renueva el problema del deseo.

Detrás de cada estólido par de ojos

acecha el triste prisionero del fuego.

Invasión Del Planeta Del Amor

George P. Eliot

Una cosa nos sorprendió en la borrascosa superficie de Venus, y de un modo agradable: la temperatura. No bajaba de los 10 grados centígrados en los polos, ni superaba los 70 grados en el ecuador. Vimos varios volcanes en actividad, y ninguna señal de agua. En la zona templada meridional, resguardada por una cordillera de montañas de unos 20.000 pies de altura, y un par de horas antes de la tormenta más próxima, aterrizamos. Rossi y Bertel, blindados y precavidos, empezaron a explorar los alrededores de la nave; el doctor Pound y yo les cubrimos con el cañón depresor.

No había nada que descubrir sino granito. Una montaña de granito, una llanura de granito, rocas de granito, capas de granito. Y polvo de granito, por todas partes polvo de granito. Regresamos a la nave y nos pusimos nuevamente en marcha, huyendo de la tormenta que se acercaba. Nos detuvimos en medio de una llanura de una extensión aproximada a la de África. Granito.

Después de setenta y dos horas de infructuosa exploración, nos encontrábamos todos en un estado de ánimo deprimido, especialmente Rossi el cual, siendo el experto de esta fase de nuestra expedición, parecía sentirse ligeramente culpable del estado de cosas en el segundo planeta. Bertel se marchó a dormir. y yo, como hago siempre en tales casos, me dediqué a comer más de la cuenta. El doctor Pound había dejado de rezar; de su rostro se había borrado incluso aquella sonrisa que costó tres siglos de conquistas anglicanas; permanecía pegado a su periscopio, contemplando el granito.

En lo íntimo de nuestras mentes se albergaba el temor al fracaso. Cinco expediciones a Marte habían fracasado: se habían acercado al planeta, habían comenzado el aterrizaje, y nada más se supo de ellas. Nosotros habíamos sido enviados a Venus, y también estábamos fracasando. A pesar de que aterrizamos sin contratiempos, y a pesar de que probablemente podríamos regresar sanos y salvos, estábamos fracasando. No habíamos encontrado lo que debíamos encontrar.

Quedamos incomunicados con la Tierra a causa de las tormentas; creo que todos nos alegrábamos de ello, ya que de no ser por esa circunstancia hubiésemos tenido que esperar hasta la hora 300, tal como se había planeado, para utilizar nuestro último recurso. Disponíamos de 500 horas en total; si nos quedábamos más tiempo, nuestro regreso a la Tierra podría verse seriamente comprometido.

No podíamos utilizar el cráter de uno de los volcanes apagados, como estaba proyectado, porque los cráteres aparecían llenos de arena. Acordamos hacerlo en una zona templada, y cerca de una montaña. Regresamos al lugar de nuestro primer aterrizaje. Al llegar nos encontramos con una tormenta venusiana en todo su apogeo. Rossi dijo que debíamos apresurarnos a eliminar la intensa radioactividad. Dejamos caer la bomba a la hora 82; y a la hora 96 regresamos, completamente protegidos, esperando encontrar unas cuantas variaciones más sobre el mismo tema: granito. Y en vez de ello, creímos encontrar lo que estábamos buscando: recursos naturales y seres racionales... ricos y enemigos.

La cavidad que la bomba había producido tenía centenares de pies de profundidad. En ella existían evidencias de muchos depósitos minerales, incluyendo, dijo Rossi, una gran veta de oro y grandes cantidades de pecblenda. Pero su entusiasmo ante los minerales y el agua desapareció repentinamente ante el descubrimiento de las evidencias de vida madrigueras excavadas en el interior de la cavidad. No muchas, y no muy grandes —de unos cuatro pies de diámetro—, pero a intervalos regulares y sin duda alguna artificiales.

—¡Allí! —gritó el doctor Pound, con los ojos pegados a su periscopio—. ¡Allí! ¡Uno de los agujeros que había allí ha desaparecido!

Desde luego, el lugar estaba bastante oscuro, y el doctor Pound no era un observador en el cual pudiera confiarse demasiado, pero juró y perjuró que mientras estaba contemplando una de aquellas aberturas, ésta se había cerrado. En menos de diez segundos desapareció de allí, y su lugar quedo ocupado por la uniforme pared de granito. No podía haber sido la arena. Nos colocamos nuestras armaduras y salimos de ahí.

Fuimos acercándonos lentamente al más próximo de los agujeros. Rossi llevaba un desintegrador, Bertel un Murdlegatt, yo dos depresores, y el doctor Pound, que era un hombre viejo estilo, llevaba un fusil ametrallador en una mano y una cruz en la otra. Llegamos al agujero sin ninguna dificultad, y no vimos nada, hasta donde alcanzaron nuestras linternas, salvo una especie de túnel excavado por mineros que hubieran trabajado a cuatro patas. El aire que salía de él era relativamente fresco.

Intrigados, miramos a nuestro alrededor. En alguna parte, detrás de nosotros, se oía un ruido como si alguien estuviera escarbando. El ruido nos llegaba con toda claridad en medio de las ráfagas de viento. Y entonces, tal como el doctor Pound había dicho, la entrada de un agujero, que en aquel momento ninguno de nosotros estaba mirando, pero que todos sabíamos donde estaba, desapareció repentinamente. Corrimos hacia el lugar en cuestión, y encontramos lo que de momento nos pareció un taco de piedra arenisca en la entrada. Pero Rossi, examinándolo bien, descubrió que se trataba de una especie de pantalla de un metal muy ligero. Aplicó a ella su desintegrador puesto a 7,7, y la pantalla dejó de ser un obstáculo: entramos en el túnel.

El interior del túnel no estaba completamente oscuro —ignoramos aún cómo lo conseguían—, a pesar de que la oscuridad era completa. Trataré de explicar esta aparente paradoja: uno no podía verse la mano colocada delante de su rostro, pero podía decir lo que no estaba viendo, que es más de lo que puede decirse cuando reina una completa negrura. En la superficie del túnel no había irregularidades de ninguna clase Tampoco había curvas, de modo que ahorramos la luz de nuestras linternas. Andamos durante mucho rato siempre ascendiendo ligeramente.

El doctor Pound, que iba en último lugar, dijo ¡Alto! en un tono de voz que hizo que se erizaran los pelos de nuestras nucas. Al principio, el túnel parecía estar sumido en la oscuridad; pero de repente supimos que resonaba en él un ruido sordo, que era algo más que el latir de nuestros corazones resonando en nuestros oídos, y que llegaba de algún lugar situado a nuestras espaldas.