—¿Dando por sentado que es preferible ser un cerdo feliz que un Sócrates desgraciado? —preguntó Byron.

El doctor Krypton se encogió de hombros.

—Los cerdos, desgraciadamente extinguidos, nunca tuvieron un razonable cociente de felicidad. En el mejor de los casos experimentaban un simple contento. Sócrates en cambio era feliz en sí mismo, si hemos de dar crédito a los antiguos relatos.

—Pero la felicidad consiste en adaptarse uno mismo al mundo. No pienso...

—Al contrario, usted piensa, doctor Byron. Pero no de un modo práctico. De no ser así, se daría cuenta de que cuando uno se adapta al mundo solo obtiene contento. Tal como demuestran los extinguidos cerdos, que eran unos animales perfectamente adaptados a su medio. En cambio, Sócrates prefirió adaptar al mundo a sí mismo... y obtuvo con ello la mayor felicidad. Como usted sabe, murió tranquilamente, es decir, felizmente. La muerte, para él, fue el deleite final. Estaba colmado.

El doctor Byron se sintió perplejo.

—Quizás una prefrontal me convertirá en un Sócrates feliz —dijo.

Krypton sonrió.

—O quizá le evite el convertirse en un cerdo desgraciado. Aquí está su pasaporte. Lo necesitará porque esta noche va usted a visitar a los ignorantes del bloque séptimo, donde Thalia le estará esperando, sin duda resulta desagradable creer que toda la filosofía se deriva del sexo. Pero es algo que diariamente queda confirmado.

Por primera vez, Byron se mostró asustado.

—¿Qué sabe usted acerca de Thalia?

—Mi querido amigo. ya le advertí que tendría que jugar sin reina. Ayer vino usted a verme, también, y le sumí en una profunda hipnosis. Créame, es mucho más rápido y menos engorroso. No sólo me contó usted todo lo referente a la tal Thalia, sino que me describió sus encantos tan prolijamente que no tendría ninguna dificultad en reconocerla. Tiene veintitrés años, y se dedica a la pintura subjetiva. Su Cociente de Felicidad es veinte puntos más alto que el de usted, y su. Cociente de Inteligencia veinticinco puntos más bajo. Su padre era un técnico alfa prefrontal, y su madre una ignorante. Es volátil y elástica. ¿Algún dato más?

—¿Qué va usted a hacer con respecto a ella? —preguntó Byron, sin poder ocultar la ansiedad que le dominaba.

—Soy un psiquiatra, no un inquisidor. Ella es una ignorante. No necesito tomar ninguna medida.

El joven estaba realmente intrigado.

—Entonces, ¿por qué me permite usted que vuelva a verla?

—Por un motivo de plena evidencia. Dejándole a usted en libertad para visitarla, debilito su resistencia. Si usted aprovecha esta última oportunidad. cuando venga a verme mañana estará emotivamente exhausto. Si no la ve usted, se sentirá frustrado por un conflicto sin resolver. En ambos casos tendré una ventaja, ya que tengo que decidir lo que haré mañana con usted. Será interesante observarle sometido a esa tensión.

—¿Por qué me cuenta usted todo eso?

—Puedo permitirme el no tener secretos. Buenos días, doctor Byron. ¡No olvide usted su pasaporte!

—¿Te harán la prefrontal? —preguntó la muchacha en voz baja.

Estaban paseando cogidos de la mano a través de los escasos acres de verdor existentes entre los bloques séptimo y octavo. Las luces, brillando a través de las ventanas sin visillos de los pisos, parecían bailar entre las hojas de los abedules y de los sicómoros.

—Eso creo —respondió Byron—. No hay otra solución.

—Podemos escaparnos —dijo la muchacha—. Podemos intentar unirnos a los primitivos, en las montañas. Dicen que hay varios millares de ellos al norte de las Grampians.

Byron sacudió la cabeza.

—Los coordinadores permitirían que se escapara un ignorante, pero no un técnico. Además, ni siquiera estamos seguros de que los primitivos existen.

—¿Tienes miedo? —preguntó Thalia.

—Sí, tengo miedo por los dos. Será mejor esperar a que me envíen a la reserva. Entonces podremos vernos con frecuencia.

Thalia agarró fuertemente la mano del joven.

—Después de la operación, puedes dejar de amarme.

—Podrás conquistarme de nuevo.

—Puedo... puedo no desear hacerlo. Tus sentimientos serán completamente distintos. A los prefrontales no les importa nada. Te perforarán el cerebro, y tal vez te dediques a hacerle el amor a alguna mujer prefontal y no seas capaz de comprender lo que yo siento.

Byron se detuvo, rodeó a la muchacha con su brazo y susurró:

—Mira las estrellas. Son un inmemorial reflejo del cosmos. Un reflejo de propósitos desconocidos en el cerebro del espacio. Para ellas, Nova Mancunia no es nada. ¡Ni siquiera es la característica de un astroesporo enfermo! Las constelaciones están más allá de nuestro tiempo. Brillaban con la misma intensidad cuando Lake Manchester era una ciudad llena de vida. Y seguirán brillando cuando Nova Mancunia sea una leyenda más dudosa que la de Troya.

—No estoy segura de comprenderte —dijo Thalia con lentitud—. Pero, cuando hablas de ese modo, deseo creerte sin comprender.

—¿Ves qué inmóviles y tranquilas están las estrellas?

—Cuando las miramos juntas —respondió la muchacha—, empiezo a creer que podemos participar de su inmovilidad.

Thalia le oyó reír suavemente.

—Las estrellas se mueven a una velocidad de millones de kilómetros por hora —dijo Byron—. Arden en su propio fuego hasta morir, para iluminar un viaje sin destino. ¿Corren hacia su propia extinción inútilmente o cumplen una misión en el espacio?

—No lo sé.

—Ni yo tampoco. Del mismo modo que ellas pueden estar muriendo por trillones, nosotros podemos producir un momento de vida en la eternidad.

El doctor Krypton miraba con aire ausente a través de la ventana de su oficina hacia el molino de viento de cristal del subdirector. El enigma seguía sin resolver. Algún día, quizá, las aspas dejarían de girar, y el pasaporte de un coordinador alfa reposaría sobre la mesa del psiquiatra.

¿Revolución o evolución? Una de la peculiaridades del hombre del siglo XXV era su enemistad hacia ambos conceptos.

El psiquiatra oyó que se abría la puerta y dijo, sin volverse:

—Buenos días, doctor Byron. Si una ardilla y media se comen una nuez y media en un minuto y medio, ¿cuántas nueces se comerán nueve ardillas en nueve minutos?

—Cincuenta y cuatro —respondió Byron, tras una breve pausa.

—Ha tardado tres segundos en responder —observó Krypton—. Está usted moderadamente alerta... Confío en que anoche se purgó usted.

—Desde luego. ¡Maté a la muchacha!

El doctor Krypton volvió el rostro hacia su visitante.

—Esto es interesante. ¿Por qué no se mató usted también?

—Porque necesitaba vivir a fin de matarle a usted.

—Probablemente es usted más fuerte que yo —dijo el psiquiatra en tono tranquilo—. Al Parecer, Nova Mancunia necesitará muy pronto un nuevo coordinador alfa. Y los neurocirujanos son difíciles de sustituir. Desgraciadamente, doctor Byron, no puede usted matar el sistema.

—Puedo intentarlo.

—Puede usted fracasar. Esto es todo. Ahora, será mejor que empiece su fracaso matándome a mí.

Byron dio un paso hacia adelante, pero se detuvo súbitamente. Volvió a avanzar, y volvió a detenerse. Todo su cuerpo estaba temblando. El sudor corría a raudales por su rostro.

—Temo —dijo el psiquiatra— que me aproveché de la profunda hipnosis para volver a arreglar, temporalmente, su instinto de coacción y de tabú. Como puede ver, estaba completamente justificado al hacerlo. Si es usted capaz de ponerme una mano encima, le aseguró que no encontrará ninguna resistencia. He estado pensando en su caso desde ayer. Al parecer, no existe más alternativa que una leucotomía prefrontal... oficialmente.

—¿Y de un modo no oficial? —preguntó Byron, mirando fijamente a su interlocutor.

—Le operaré a usted, doctor Byron, pero me limitaré a practicar una incisión y luego la cerraré. No cortaré ninguna fibra cerebral.