2.80... 3.01... 3.20... 3.40... 3.61... 3.83... 4.07...

—¡Seiscientas mil millas por segundo! —balbuceó Haggerty—. ¡Santo cielo! ¡Vamos a alcanzar el millón!

—¡Cállese de una vez, estúpido!

La voz de Reigner soltó el exabrupto en tono agudo, que revelaba su propia excitación.

4.32... 4.58... 4.85... 5.13... 5.42... 5.72... 6.03... 6.35... 6.68... 7.02... 7.37... 7.75... 8.14... 8.54... 8,95... 9.37... 9.80... 10.24... 10.69... 11.15... Silencio. El zumbador interrumpió repentinamente sus gemidos. El transmisor enmudeció.

Con el rostro pálido, Reigner se dejó caer hacia atrás en su asiento, sin atreverse a hablar.

—Una transición más diez —murmuró Haggerty—. Dos millones de millas por segundo. ¡Santo cielo, dos millones de millas por segundo! Dadme unas alas y llamadme ángel... Hemos abierto un agujero a través del espacio. Dentro de diez años tendremos una flota de naves como ésa... zumbando alrededor de la galaxia. —Su voz se hizo más firme y más alegre—. ¡Arriba el viejo imperio solar... y tres hurras por los caballeros científicos!

Reigner no dijo nada. Permanecía hundido en su asiento mirando hacia adelante con ojos que no veían nada. Pero su mente estaba llena de la visión del Piloto 7 viajando a través del vacío subdimensional. Y sentado en su interior, con una sonrisa estereotipada en el rostro, había un gorila de pecho hinchado.

De pronto, el cuarto se llenó de hombres. Miraron a Reigner con una expresión de curiosidad, y luego oyeron el dramático relato de Haggerty acerca de la transición alcanzada y de sus consecuencias técnicas. Al cabo de un rato, Reigner volvió a la vida. Escuchó las felicitaciones; permitió que estrecharan su mano, que palmearan su espalda; esbozó una vaga sonrisa y murmuró palabras que no tenían ningún significado para él.

Apenas se dio cuenta de que le llevaban hacia la unidad-vivienda, que descorchaban unas botellas, que se pronunciaban unos brindis. Luego, Haggerty, con un brillo irónico en la mirada, pidió que pronunciara unas palabras.

Reigner hizo un esfuerzo para recobrar el dominio de sí mismo y empezó a hablar. Y mientras hablaba, su mirada se paseó por el círculo de rostros conocidos que le rodeaban. Parecía estar buscando algo... algo que sabía que era imposible encontrar.

Los hombres de la Base Tres, mirando a su jefe, vieron en el extraño brillo de sus ojos una visión de la expansión solar, el sueño de una nueva civilización espacial... quizás, incluso, la etapa final de un sector unificado de la galaxia controlada por los benévolos déspotas de la Tierra. Todo esto y mucho más sería posible utilizando la nave de Azimov perfeccionada, y unos nuevos exploradores podrían intentar la pacificación de otras formas de vida en otros planetas, en nombre del progreso.

Pero los ojos de Reigner sólo brillaban a causa de las lágrimas. No habría ninguna gran carrera espacial, ningún Klondike celeste, ninguna estampida de gorilas educados para saciar su avaricia terrestre en mundos distantes.

Miró tristemente a aquel pequeño círculo de hombres... hombres que habían trabajado con él durante meses, en algunos casos durante años, en la nave de Azimov. Hombres que habían compartido su fe. Los hombres a los cuales tenía que matar.

Reigner se acusó a sí mismo mentalmente de ser más científico que humano; de ser un especialista, y, por consiguiente, un idiota listo; de concentrarse en los medios, olvidando completamente los fines. De no haberse dado cuenta de que la humanidad era todavía una torpe adolescente.

En cuanto pudo, escapó de la alegría general y se dirigió a su dormitorio. Se tendió en su camastro, cerró los ojos y trató de descansar. Pero el sueño, cuando llegó, no le aportó ningún alivio: únicamente las imágenes simbólicas de lo que necesitaba olvidar.

Reigner se despertó cuando todos dormían. Encendió la lamparilla de su camastro, miró el reloj y pudo comprobar que había estado durmiendo seis horas. La realidad de lo que había conseguido —ya que, fundamentalmente, el éxito le pertenecía a él— apareció ante sus ojos. Y con ello, el conocimiento de las consecuencias.

Deseaba un plazo, pero no había ninguna necesidad de plazos. No cabía ninguna excusa. De hecho, si tenía que hacer algo debía hacerlo rápidamente. Tendría que haber establecido ya contacto con el Coordinador Jansen, de Lunar City, y comunicarle los resultados. El silencio de la Base Tres provocaría la natural ansiedad en Lunar City. Y podían enviar a alguien a enterarse de lo que ocurría.

Tampoco la nave espacial ofrecía ninguna excusa para un retraso. Había permanecido pacientemente sentada sobre su cola en el desolado cráter durante más de quince años... desde que Conrad Azimov se había llevado la nave gemela para un viaje que había terminado en silencio. Reigner sabía por qué no había regresado Azimov. La nave se había desintegrado mucho antes de alcanzar la velocidad de transición. Pero ahora, la nave original había sido reemplazada por un Mark III, idéntica a la que había operado con éxito en el Piloto 7. Lo único que tenía que hacer era subir a bordo cerrar la portezuela de entrada y poner el motor en marcha.

Analizando la situación mientras permanecía tendido en su camastro, en la semioscuridad, Max Reigner se sintió súbitamente tranquilo... más tranquilo de lo que había estado nunca. Escuchó la pesada y rítmica respiración de los otros y decidió su plan de acción.

Al cabo de un rato se levantó sin hacer ruido y se acercó a la puerta, andando de puntillas. En la antecámara, se colocó el traje especial contra la presión y a continuación se encaminó a la cámara reguladora de la presión.

Unos segundos más tarde salía de la unidad-vivienda y quedaba a solas bajo el negro cielo salpicado de estrellas. El sol había desaparecido totalmente, dejando sólo un resplandor verdoso que daba a las montañas de Copérnico una extraña sensación de movimiento durante la prolongada oscuridad lunar.

Reigner contempló un momento las estrellas y luego echó a andar con paso decidido sobre el suelo rocoso, en dirección al laboratorio químico. No tardó en regresar con dos cilindros de gas sobre un pequeño remolque. Los llevó hasta la cámara reguladora de la presión y los entró uno tras otro, cerrando después la puerta exterior. Entonces alzó ligeramente su capuchón de modo que pudiera oír.

Con grandes precauciones llevó los dos cilindros al dormitorio. Se quedó unos momentos en pie, escuchando, hasta convencerse de que no se había despertado nadie. Entonces desenroscó los tapones de los cilindros. El monóxido de carbono empezó a fluir con un penetrante silbido, pero ninguno de los hombres se movió. Al cabo de un par de minutos, Reigner salió de la estancia, cerrando la puerta.

Durante las horas que siguieron, Max Reigner prosiguió sus trabajos de demolición con gran energía, sin tomarse un descanso y sin permitirse pensar. Todo lo que había en Copérnico debía ser destruido... a excepción de la nave espacial. Todos los informes acerca de la técnica de Azimov y de las penosas investigaciones que habían conducido a su perfeccionamiento debían desaparecer para siempre.

Reigner tomó un tractor individual y dio la vuelta al cráter, ocupado en su tarea de destrucción. En cada laboratorio, en cada taller, en cada almacén, utilizó los materiales que le vinieron a mano: combustibles volátiles, explosivos sólidos, viejos motores de cohete e incluso una pareja de unidades Azimov Mark II. En la central eléctrica aplastó los mandos de los generadores atómicos, y apenas había salido de ella cuando todo el edificio quedó envuelto en llamas.

Sólo quedaba en pie un grupo de edificios: el dormitorio y la unidad-vivienda. Reigner dio media vuelta al tractor y emprendió el camino de regreso a toda velocidad. Su trabajo de destrucción le había obligado a recorrer más de un centenar de millas.

De repente, la nave espacial se recortó contra el horizonte: una alta y delgada columna aullando ominosamente hacia arriba, hacia el amplio espacio lleno de estrellas. Reigner pasó junto a la nave sin detenerse. Le quedaba un acto final de destrucción antes de que pudiera emprender el viaje definitivo... antes de que pudiera efectuar la prueba final de la nave de Azimov y comprobar si un ser humano podía sobrevivir a la transición.