—Esto confirma mi suposición de que estaba loco —dijo el Coordinador inflexiblemente—. Un hombre no puede tomar por sí mismo decisiones como esa. No Puede nombrarse a sí mismo juez supremo para decidir lo que es bueno para toda la raza humana... Ha mencionado usted a Proción. ¿Debo entender que tomó la nave para un viaje de prueba? Esto no tiene sentido.

—La última prueba —dijo Reigner—. Por encima de todo, Max era un científico. Tenía que saber sin ningún género de duda que el hombre podía sobrevivir a la transición... y que no había asesinado inútilmente a sus colegas.

—Tenía que saberlo él —gruñó Jansen furiosamente—. Los demás no importábamos nada.

—Esto no es absolutamente cierto —replicó el profesor—. Max tomó un testigo, alguien que podía tener grandes posibilidades de sobrevivir. No deseaba dejarle a usted con un misterio sin resolver.

—¿A qué testigo se refiere?

—A mí —dijo el profesor Reigner.

Habían llegado junto al tractor. En su compartimiento a prueba de presión había once cadáveres, pero la cámara reguladora de la presión estaba abierta. Jansen se asomó al interior y examinó los cadáveres. No presentaban la menor señal de violencia.

—Es conveniente que mueran once hombres para salvar a la humanidad. —Su voz era amarga—. Pero, incluso en el caso de que así fuera, no creo que esos muchachos hubieran apreciado la perspectiva histórica. ¿Cómo lo hizo?

Reigner contempló los cadáveres con expresión sombría.

—Monóxido de carbono —dijo—. Esto fue antes de que Max y yo entráramos en contacto. No creo que sufrieran.

Jansen salió del tractor, cerrando la cámara reguladora detrás de él. Dirigió una mirada preocupada al profesor, pero la luz terrestre, reflejada en el visor de su capuchón, velaba la expresión de Reigner.

—Vamos a aclarar todo esto, profesor. No ha estado usted nunca en la Luna, pero efectuó usted un viaje de prueba en la nave de Azimov. No estuvo usted nunca en la Base Tres, pero lo sabe usted todo acerca de su destrucción. Tiene usted cuarenta y cinco años, pero aparenta más de sesenta. Creo que ha llegado el momento de entrar en detalles...

La espantosa risa de Reigner resonó a través de su radio portátil como un horrible cloqueo.

—Hay otra cosa, Coordinador. La nave espacial tiene que regresar dentro de unas veinte horas. Y se ha previsto que se estrelle aquí, en Copérnico.

A Jensen ya no podía sorprenderle nada.

—Naturalmente que va a estrellarse... ya que de otro modo tendríamos la nave de Azimov perfeccionada. Pero, ¿por qué ha escogido Copérnico? ¿Por qué tiene que regresar aquí?

Reigner habló lentamente.

—¿Puede usted imaginar lo solitario que resulta morir entre los astros? Max no era hombre despiadado, como usted sabe. Los hombres a los cuales mató eran sus amigos, los hombres con los cuales trabajaba y cuyo mundo compartía. Este será su modo de regresar a ellos, de hacer el mismo sacrificio. Y, ¿quién sabe? Puede ser su modo de obtener el éxito.

—Locura total —dijo el Coordinador—. Es la única explicación posible... Y ahora, será mejor que me lo cuente usted todo, desde el principio.

—Es una larga historia. Si ha quedado algo de café a bordo del cohete, creo que me sentará bien. Y usted podrá escucharme más cómodamente.

Los dos hombres dieron media vuelta y regresaron lentamente al cohete de inspección, andando sobre un suelo rocoso y polvoriento a la vez. Las huellas de sus pasos cubrieron las de unos hombres que estaban ya muertos, y de otro cuya distancia sólo podía ser medida en años-luz.

No tardaron en llegar al cohete. Treparon por la escalerilla. La luz verdosa seguía iluminando el cráter de Copérnico: una enorme taza de desolación con algunos fragmentos de metal retorcido esparcidos aquí y allá, como prueba de una tragedia ya petrificada. Y, rodeando todo el lago de polvorientas rocas, un anillo de montañas de perfiles dentados, cargadas con los secretos de un billón de años.

Max Reigner y Haggerty, el aparejador electrónico, estaban en la sala de radio esperando que se produjera el punto de encendido. En el exterior de la unidad-laboratorio, el cohete experimental arrastraba su larga y delgada sombra a través del suelo del cráter. El sol había iniciado ya su descenso. Pocas horas después, los ásperos contornos de Copérnico quedarían suavizados por una claridad verdosa. Pero, entonces, el Piloto 7 Mark III ya no estaría brillando como un cigarro metálico en el estéril cráter. Habría superado ya la existencia sub-luz y estaría navegando a una velocidad inimaginable a través de franjas de desierto galáctico. O bien, habiendo fallado en el intento de sobrepasar la barrera de la luz, no sería más que una delgada nubecilla de vapor implacablemente absorbida por algún astro hambriento.

Max Reigner tenía grandes esperanzas en el Piloto 7. La nave de Azimov, Mark III, había sido reconstruida y reestructurada, desde los ejes de diamante al oscilador, y el trabajo de Haggerty en el mecanismo de descarga del núcleo del tomo de hidrógeno pesado había aumentado su eficacia en un 93 por ciento. Pero Max era optimista debido a que la intuición le decía que no quedaban mejoras que introducir, y que ahora sólo tenía dos posibilidades: o bien obtenía una transición superior y en aumento hasta que el transmisor fallara, o bien sabría definitivamente que la técnica de Azimov era una pérdida de tiempo. Y después de cinco años de duro trabajo recompensado solamente por fracasos, Max Reigner seguía teniendo fe en la nave de Azimov. Ahora que había aumentado considerablemente la eficacia del sistema propulsor, el resultado sólo podía ser uno...

Contempló impacientemente la pantalla, en la cual aparecía la arrogante silueta del Piloto 7. Pasados veinte minutos se disolvería en un arco llameante. Se preguntaba cuánto resistiría el transmisor, al tiempo que trataba de escuchar lo que Haggerty estaba diciendo.

El aparejador electrónico estaba desarrollando su tema favorito.

—De modo que tiene que producirse un conflicto. Lo que hace que el mundo siga girando no es el amor, ni es el dinero. Es simplemente el antiguo conflicto de pega y agarra lo que puedas. Tome el dinosaurio; tome el hombre de Neandertal; tome las civilizaciones de Egipto, Grecia y Roma. ¿Qué fue lo que las doblegó? ¿Qué fue lo que las hizo descomponerse y desaparecer? Nada más que un sencillo conflicto. Vamos a darle una base física. Vamos a llamarle ficción. Más pronto o más tarde, todo roza con algo que es más duro. Es una ley básica, Max. El hombre luchando contra fuerzas superiores, la civilización luchando contra fuerzas superiores, las especies luchando contra fuerzas superiores. Todo el cosmos es una conjura organizada contra todo ser viviente individual. Y una vez se ha llegado a la idea de que se está lo bastante civilizado como para vivir sin apelar a aquel dinamismo primitivo, sin arrancarle la cabellera al compañero antes de que el compañero se la arranque a uno, puede uno sentarse y redactar su testamento. Porque se ha llegado a la decadencia. Esta es la situación actual en la Tierra. Todo el planeta se ha ablandado. ¿Sabe usted lo que hace falta para recobrar aquella perdida virilidad?

Max Reigner contempló la imagen del Piloto 7 y se pasó una mano a través de sus negros cabellos. Dijo secamente:

—Tengo mis propias ideas equivocadas, pero no me importaría oír las suyas.

—La nave de Azimov —anunció Haggerty—, con una transición de más de cien.

—Dígame algo mas. Si todos fuésemos redentores aquí, deberíamos saberlo.

—Tome los años al margen de los años-luz —explicó Haggerty, mientras encendía un cigarrillo—. ¿Qué estamos obteniendo? Naves espaciales. Centenares de ellas. Flotas enteras. Girando alrededor de las galaxias en busca de riquezas. Igual que los romanos cuando clavaron sus dientes en África, o los españoles cuando desembarcaron en Méjico, o los ingleses en la India. Vamos a edificar un nuevo imperio. El sistema solar contra el resto. Dentro de cien años, tal vez exista un imperio solar con cincuenta planetas habitables bajo nuestro control. Esta es la clase de reto que puede devolver sus redaños a la humanidad. Y aquí estamos nosotros, para marcar un nuevo hito en la historia. Si el Mark III consigue su objetivo, Hernán Cortés, Alejandro y los demás conquistadores van a parecer niños ingenuos comparados con nosotros.