—Si yo pensara de ese modo —dijo Reigner fríamente—, ahora mismo destruiría los cohetes experimentales. Y me propondría hacer fracasar cualquier otro proyecto espacial Lo malo de usted, Haggerty, es que tiene una mentalidad anacrónica. Lo convierte todo en una jungla, en la cual se lucha únicamente por el poder y la posesión.

—Estamos en la jungla cósmica —gruñó Haggerty— Vaya usted a la selva a buscar cocos, y no vigile a los tigres...

—Estamos en un laboratorio cósmico —replicó Reigner— Estamos aquí para efectuar experimentos y para investigar... no para pasar el tiempo robándonos los tubos de ensayos unos a otros.

Haggerty se estaba divirtiendo enormemente.

—Usted es un científico. Yo soy el gorila. La Historia está de mi parte. ¿Qué ha ocurrido con cada hermosa invención que nos han proporcionado los caballeros científicos? Que los gorilas se han apoderado de ella para su propio uso, desde las flechas a la desintegración atómica, desde los molinos de viento a la energía solar. Y se apoderarán también de la nave de Azimov. No tardaremos en tener a una cohorte de educados gorilas viajando alrededor de los astros en busca de bananas celestiales. Tal vez yo mismo conseguiré colonizar un millón de acres del Planeta X, u organizar un ejército de coolíes de tres piernas.

Max Reigner miró el reloj, y luego manejó los controles de la pantalla hasta obtener una imagen más nítida del Piloto 7. Una voz se filtró por el altavoz:

—Cinco minutos para el punto de encendido.

El físico miró pensativamente a Haggerty.

—Es usted un cínico de tercera categoría, y un necio de primera. Si ha leído usted algo de historia, sabrá que la clase de piratería que parece admirar tanto estuvo a punto de acabar con el planeta... hasta que la ciencia obligó a los piratas a colaborar o a morir. Y ahora usted desea aplicar el mismo principio de libertinaje a una escala cósmica... ¿Es que la gente como usted es incapaz de aprenderse la lección? ¿No ha pensado que, más pronto o más tarde, los piratas acaban apoderándose de algo demasiado grande para que puedan manejarlo? ¿Y qué ocurriría si usted llegara a esos astros y encontrara a otros gorilas educados con una ciencia mejor detrás de ellos? Les expulsaría usted, supongo, hasta que ellos encontraran su planeta de origen y decidieran colonizarlo. O destruirlo.

—Tres minutos para el punto de encendido —dijo el altavoz.

Haggerty expelió una bocanada de humo y aplastó su cigarrillo.

—La supervivencia de los más fuertes —dijo—. Si ellos son lo bastante fuertes como para aplastarnos, que la suerte les acompañe. Es la ley de la jungla cósmica.

—¡Locura cósmica! Está usted emocionalmente retrasado. Piensa usted en una nave espacial como en un barco pirata galáctico. Para mí es una nave de investigación... un medio de asomarse al exterior y mirar, no de asomarse al exterior y coger lo que se encuentra. Si creyera que este experimento iba a conducir a los astros que vamos a recorrer a una pandilla de piratas, destruiría la nave o a los piratas. Ahora, deje de decir tonterías y ocúpese de su trabajo. Quiero una estrobografía exacta.

—Ahí está —observó Haggerty, echando una ojeada al Piloto 7—. Prototipo Santa María... versión espacial... Ya sabe usted que le aprecio, Max. Es usted una magnífica paradoja. Se cree un científico pacifista, pero en su corazón es usted tan homicida como el resto de nosotros. La única diferencia consiste en que usted mataría por ideas, no por cosas.

—Un minuto para el punto de encendido —dijo el altavoz—. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!

En la pantalla se produjo un súbito resplandor mientras el cohete volátil arrastraba al Piloto 7 fuera de Copérnico. Unos minutos después, cuando se hizo visible el campo G de la luna, el elevador de tensión quedó conectado. Entonces, la unidad de Azimov entró en acción. El transmisor emitía ya a intervalos de un segundo.

Max Reigner contempló el cohete experimental deslizándose silenciosamente como si se arrastrara sobre la llanta de una rueda invisible. Al pasar por encima de las montañas se reflejó en él la brillante luz del sol.

No había nada más que ver. Max se volvió hacia el transmisor y esperó. Seguía emitiendo a intervalos regulares y las cifras empezaron a aparecer en una delgada cinta de papel. Miró a Haggerty, inclinado sobre el radio-estroboscopio como una araña gigante, ajustando cuidadosamente los mandos del aparato, con los ojos clavados en la oscilante aguja roja mientras las oscilaciones quedaban marcadas por una plumilla automática.

En el preocupado cerebro de Reigner empezó a repetirse con insistencia un pensamiento: Los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto... La idea se convertía en una obsesión... en una especie de hechizo hipnótico.

Miró las cifras que iban apareciendo en el transmisor 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.01... 1.01...

Reigner se imaginó que podía detectar el intervalo ligeramente distinto, que podía apreciar audiblemente la diferencia de una centésima de segundo 1.01... 1.01... 1.02... 1.02...

En cuanto las cifras empezaron a cambiar, Max supo que la unidad Azimov estaba operando. Ahora se produciría un brusco salto, mientras el Piloto 7 se despegaba de las velocidades inferiores a las de la luz. O bien se. produciría un elocuente silencio. La última nave experimental se había desintegrado al llegar a 1.70. A más de cien mil millas por segundo en términos de un bloque de espacio-tiempo que no podía ocupar físicamente.

La idea de la comprobación de la velocidad era sumamente sencilla. El Piloto 7 emitía señales a la velocidad de una por segundo. Si las señales se recibían eventualmente a la velocidad de una cada dos segundos. significaría que la nave había alcanzado la velocidad de partida... es decir, la velocidad de la luz. Cualquier aumento posterior en el intervalo demostraría que la barrera de la luz había sido superada y que había sido alcanzada la total inmersión en el espacio. Al llegar a este punto, teóricamente, no habría ninguna crisis física posterior... y nada impediría al Piloto 7 la obtención de una velocidad infinita.

Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto, pensó Reigner maquinalmente. Y entonces oyó que el transmisor cambiaba a una nota más baja. La diferencia de intervalo era evidente. Las cifras aumentaban sobre la cinta de papel.

1.20... 1.25... 1.31... 1.38... 1.46... 1.54... 1.64...

Los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto. La frente de Reigner estaba empapada en sudor. Sus manos temblaban tanto, que apenas podían sujetar con firmeza la cinta de papel. Las cifras empezaron a bailar ante sus ojos... una rítmica danza salvaje.

—¡La hemos sobrepasado! —exclamó Haggerty.

La aguja roja dio un violento salto y luego permaneció inmóvil. El gráfico dejó desaparecer una cordillera de montañas y se convirtió en una suave parábola.

1.75... 1.86... 1.98... El Piloto 7 superaba las 180.000 millas por segundo. Entonces el transmisor alcanzó el intervalo de dos segundos. Se produjo una especie de vacilación, un repentino cambio de tono. Haggerty dirigió una aterrada mirada a su jefe, y el mismo tiempo el radio-estroboscopio se inmovilizó.

Pero las cifras seguían surgiendo del transmisor.

2.21... 2.35... 2.54... 2.66...

—¡Luz! —rugió Haggerty— ¡Por Jove que lo hemos conseguido! ¡Le hemos pegado fuerte!

—Escuche el zumbador —gritó el físico—. ¡Está empezando a vibrar!

Y seguía aquel condenado hechizo, al ritmo del zumbador:

Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto...