Con esfuerzo, Max trató de recordar la teoría psicológica de la empatía en relación con los gemelos y los supergemelos. Pero el esfuerzo le resultó excesivo. Se interponía en la creciente realidad de Otto. No era una cosa para analizar muy de cerca a la sobrenatural claridad de un extraño amanecer.

De modo que Max esperó, tratando de no creer que podía ahogarse. Tratando de convencerse a sí mismo de que el torrente gris del amanecer, el remolino de aislamiento, desaparecerían en un momento dado.

Y, aguijoneado por la absoluta soledad de la transición, se esforzó desesperadamente por encontrar una compañía, proyectó un testigo en el primer viaje estelar...

El Coordinador Jansen miró fijamente al hombre que estaba en frente de él sorbiendo tranquilamente su café.

—De modo que usted pretende que fue simplemente cuestión de ponerse en rapport...

—Yo no he utilizado la palabra simplemente —dijo Otto Reigner. Vaciló—. Creo que se trata de una especie de resonancia, no limitada por el tiempo ni por el espacio.

—Diablo, la nave espacial no estaba en el tiempo ni en el espacio —replicó Jansen en tono irritado—. ¿Está usted tratando de decirme que esa clase de telequinesis puede actuar a un nivel sub-espacial?

—¿Y por qué no? —dijo el profesor Reigner—. Tome la precognición, por ejemplo. Es un hecho científicamente comprobado. Personas dotadas de esa facultad han sido capaces de predecir el futuro en condiciones rigurosamente controladas. Ahora bien, ¿dónde está el acontecimiento en el momento de la predicción? No está en el espacio, ni está en el tiempo. Tiene aún que surgir.

—¿Del sub-espacio? —preguntó Jansen con escepticismo.

—Posiblemente; yo no lo sé. Lo único que digo es que tiene que haber alguna condición de existencia a un nivel que nosotros no podemos percibir normalmente.

El Coordinador miraba pensativamente a través de la cúpula de observación del cohete, como si las mudas rocas de Copérnico pudieran confirmar o negar tan fantástica explicación.

Finalmente, dijo:

—No tiene objeto que sigamos perdiendo nuestro tiempo aquí. Será mejor que regresemos a Lunar City. Puede usted contarme el resto de la historia por el camino.

—¿Qué hay acerca del regreso de la nave espacial? —preguntó el profesor.

En los labios de Jansen se dibujó una débil sonrisa.

—Creo que usted dijo que tardaría unas veinte horas. Bien, estaremos aquí para recibirla... suponiendo que no se haya estrellado. ¿Por qué está usted tan seguro de que va a regresar?

—Porque fui testigo de los cálculos del viaje —respondió el profesor.

El Coordinador se encogió de hombros. Habló con el piloto a través del teléfono interior y le dio instrucciones. Luego se volvió al profesor Reigner.

—Ahora podrá contarme usted el resto de la historia, especialmente lo que afecta a su implicación en ella. Desde luego, esa teoría psíquica resulta algo difícil de tragar. Se hace usted cargo, ¿verdad?

—Y tan difícil... —fue la seca respuesta—. Como puede usted ver, a mí me ha envejecido considerablemente.

Una leve vibración indicó que el cohete se alzaba suavemente. Copérnico quedó rápidamente atrás. Mirando a través del tablero de observación, el profesor vio solamente una oscilante masa de estrellas. Notó un frío absurdo y empezó a tiritar.

El Aula Quinta de la Universidad Byrd, en la Zona Internacional de la Antártica, estaba llena hasta los topes. El profesor Otto Reigner había dado principio a su conferencia.

Su juvenil figura contrastaba extrañamente con un grave y ocasionalmente pomposo modo de hablar, y no siempre resultaba fácil identificarle como el hombre encargado de transformar la Antártica en una de las grandes zonas del mundo productoras de alimentos.

El auditorio —principalmente jóvenes ingenieros, bioquímicos y médicos— escuchaba con respetuosa atención.

—Con una población de cuatro mil millones de seres —estaba diciendo el profesor—, sería estúpido por nuestra parte esperar que el suelo de este planeta respondiera a nuestras necesidades de un modo adecuado e indefinido. Todos ustedes conocen la hostilidad popular a los cultivos sin tierra. No necesitamos ocuparnos de esto ahora...

Hizo una pausa. Pareció tambalearse, y súbitamente se llevó una mano al pecho.

El auditorio se inclinó hacia adelante con aire de expectación. Se oyeron unas exclamaciones ahogadas. Pero el profesor se recobró rápidamente y siguió hablando, como si nada hubiese ocurrido.

—Para mí, es suficiente mencionar que una gran propaganda y una campaña educativa van a enfrentarse con el problema de esa hostilidad, que no tiene sentido...

Otra pausa. Reigner se tambaleó como si estuviera borracho y se agarró al respaldo de una silla para no caer.

El aula se llenó de murmullos. Los que ocupaban las primeras filas se pusieron en pie, con la vaga idea de prestar ayuda al profesor, pero éste había vuelto a recobrarse con gran rapidez y con un gesto de la mano les obligó a sentarse de nuevo.

—De todos modos, la hostilidad general a los cultivos sin tierra y a otros métodos revolucionarios de producción de alimentos tiene muy poca importancia. A medida que la población aumente, descubriremos que el hambre es un gran destructor de prejuicios. Por lo tanto, deseo... deseo... concentrarme en...

El rostro del profesor estaba mortalmente pálido. Súbitamente, se derrumbó sin sentido. Antes de que llegara a tocar el suelo, un médico había corrido hacia él.

Después de un rápido examen, el profesor Reigner fue colocado en una improvisada camilla y conducido a una pequeña sala de descanso. Allí permaneció inconsciente durante dos horas y cincuenta minutos. Los médicos no pudieron encontrar nada anormal en un reconocimiento preliminar; todas las respuestas fueron normales.

Pero, mientras discutían entre sí, y aplicaban los más complicados tests cardíacos y cerebrales, se estaba produciendo un lento e incomprensible cambio.

La pigmentación de Reigner se estaba alterando. Su epidermis iba poniéndose fláccida. Su pelo negro se convertía imperceptiblemente en gris, y luego en blanco. Y mientras la mayoría de los médicos parecían paralizados por aquella increíble aceleración del proceso de envejecimiento, uno de ellos hizo otro interesante descubrimiento: el profesor Reigner estaba perdiendo peso rápidamente.

Eventualmente, el profesor recobró el conocimiento. Al principio se negó a creer que había estado sin sentido menos de tres horas. Pero los hechos eran ineludibles.

El profesor Reigner se miró en un espejo, sonrió débilmente y dijo:

—Ahora, caballeros, ¿será alguno de ustedes tan amable como para reservarme una plaza en el próximo cohete a la Luna?

Creyeron que se había vuelto loco. Deseaban saber qué había detrás de todo aquello. Trataron de establecer una relación entre un desfallecimiento psicosomático y el impulso a ir a Lunar City. El profesor Reigner no les aclaró nada. Se limitó a repetir su petición con creciente ansiedad.

Los médicos terminaron por capitular, pero trataron de obligarle a aceptar un compañero de viaje, sugiriendo la posibilidad de un nuevo ataque.

El profesor se negó en redondo. No habría más ataques. Estaba seguro de ello.

Y dado que su prestigio en el mundo científico era enorme y dado que ninguno de los médicos se atrevió a expresar lo que sentía, el profesor Reigner obtuvo su reserva en el cohete lunar.

Mientras se dirigía hacia el espaciopuerto, el proceso de envejecimiento continuó.

La grisácea luz de amanecer de la transición se hizo más brillante a través de la rielante nave espacial. El tablero de mandos, todo el cuarto de navegación, parecía oscilar lentamente entre la existencia y la no-existencia. Max Reigner sólo podía esperar y confiar.

Pero ahora había algo más real que el propio viaje espacial, algo que provocó una risa demencial en Max, casi a punto de efectuar su propia siniestra transición. Había... comunicación. La transparente forma de Otto Reigner se iba convirtiendo rápidamente en opaca, adquiría rápidamente una ilusión de sustancias. Contemplándola, fascinado, Max vio el movimiento de los labios. No oyó ningún sonido, pero las palabras penetraron claramente en su cerebro.