—¿Qué hay acerca del personal?

—Muerto —respondió Reigner sin la menor emoción—. Han muerto todos. Le mostraré a usted dónde están los cadáveres.

—¿Y su hermano?

—Sí, Max está muerto. Pero no le encontraremos... todavía.

Lo que más impresionó a Jansen fue el tono de absoluta seguridad con que hablaba Reigner. Sin embargo, el Coordinador estaba enterado de que era la primera vez que el profesor visitaba la Luna. ¿Qué podía saber de esta catástrofe de la cual no sabían absolutamente nada en Lunar City?

A pesar de todo, Jansen no dudó ni un solo momento del profesor. Y repentinamente recordó un hecho muy interesante acerca de los hermanos Reigner: eran gemelos idénticos.

El Coordinador tuvo una súbita imagen mental de Max Reigner, un hombre alto, vigoroso, de pelo negro, que aparentaba menos de cuarenta y cinco años. Luego miró con expresión de incredulidad al hombre que estaba sentado al otro lado de su mesa, un hombre de pelo blanco y rostro arrugado; alto, desde luego, pero muy delgado.

Otto Reigner pareció adivinar sus pensamientos.

—Hace tres días —dijo—, yo era veinte años más joven. Le hablaré también de eso. Pero más tarde.

A través del dictáfono llegó una voz:

—El cohete de inspección está listo.

—Gracias. —Súbitamente, Jansen pensó que no se estaba mostrando demasiado hospitalario con un hombre que había recorrido doscientas cuarenta mil millas para verle—. ¿Desea usted descansar un poco antes de que emprendamos la marcha, profesor? ¿Quiere comer algo? Copérnico se encuentra a unas mil doscientas millas de aquí...

Reigner sacudió la cabeza.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.

—Unos cuarenta y cinco minutos.

—Estoy viviendo de café y de sedante —dijo el profesor—. Y puedo tomarlos por el camino. Esto es lo que pasa al saltar veinte años de la noche a la mañana.

El cráter ecuatorial de Copérnico estaba bañado en una luz verde. Mientras miraba a través del visor de su capuchón, en tanto que el cohete daba vueltas en círculo a unos mil pies de altitud, el profesor Reigner se congratulaba mentalmente de que aquel resplandor verdoso difuminara los ásperos contornos de las montañas y el desolado paisaje rocoso rodeado por ellas.

Jansen le habló al piloto:

—Aterrice en el campamento principal... o en lo que ha quedado de él.

El cohete descendió, se inclinó hacia adelante como una bailarina y se posó graciosamente sobre su cola. Jansen empezó a bajar la escalerilla casi antes de que los motores cesaran de rugir. Reigner le siguió torpemente, ya que no se había adaptado aún a la falta de gravedad.

Avanzaron en silencio hacia un pequeño cráter, muy reciente, rodeado por algunas vigas retorcidas y unas planchas de metal que aparecían arrugadas como si hubiesen sido de papel.

Jansen habló a través de su radio portátil.

—Por su aspecto, parece una granada atómica —dijo—. Pero no tenían ninguna.

—No, era una unidad desechada por Azimov —dijo Reigner—. Max la tomó de uno de los cohetes pilotos y modificó el cronometraje. Deseaba asegurarse de que todos los archivos estaban efectivamente destruidos.

—Comprendo. —El Coordinador recogió un trozo de metal y lo examinó—. ¿Qué es lo que sabe usted acerca del viaje espacial de Azimov?

—Únicamente lo que Max me contó.

—¿Mucho?

—Temo que no lo suficiente para que nos sea de alguna utilidad. Me dedico a la bioquímica, no a la física subespacial.

Jansen paseó lentamente alrededor del pequeño cráter contemplándolo con intensa concentración. Reigner se mantuvo a su lado en silencio.

—¿Cree usted que estaba loco? —preguntó súbitamente el Coordinador.

—Deme usted una definición objetiva de la locura, y se lo diré a usted.

La voz de Jansen apenas fue audible, como si estuviera hablando consigo mismo.

—Cinco años es demasiado tiempo. Nadie hace un viaje de cinco años de duración sin sentirse afectado por él. Pero el muy imbécil no quiso regresar a la Tierra, ni siquiera por un par de meses. Siempre estuvo reclamando sobre la obtención de una transición más dos... Y así acabó...

—Acabó con una transición más diez —dijo Reigner tranquilamente—. Pudo haber obtenido más, pero el transmisor se apagó. Entonces comprobó que Azimov, al construir la unidad original, no había tenido en cuenta las consecuencias de romper la barrera de la luz. Según Max, lo único que Azimov se proponía era la obtención de un vehículo que llevara a los hombres a un espacio sin astros dentro del período de tiempo que comprende la vida de un hombre. Hubiera quedado satisfecho con una transición de menos cinco. Al parecer, no se le ocurrió pensar que si podía realmente alcanzarse un tipo de transición con signo más, quedaba abierto el camino para una serie indefinida. Cuando Max alcanzó el más diez, comprendió que el intervalo de transición podía ser alargado hasta convertirse en instantáneo en el infinito... de hecho, hasta que regresaran señales desde todas las partes del cosmos simultáneamente. De este modo, una nave espacial podía viajar alrededor de las galaxias... Literalmente en ningún tiempo.

—¡Diez veces más rápidamente que la luz! —exclamó Jensen—. ¡Desde luego, tenía que estar loco! Suponiendo que lo consiguiera, ¿para qué diablos iba a servirle? ¿Qué puede experimentarse a la velocidad de diez años luz por año?

—La duración absoluta —dijo Reigner—. Sólo puede ser descrita como una inmovilidad dirigida. En efecto, podría caerse a través de la estructura del espacio hasta encontrar un punto de desaceleración previamente establecido. Mientras se descendía de velocidad hasta alcanzar la de la luz, podría emergerse de nuevo al espacio-tiempo. Es decir, se podría regresar al mundo de la realidad, tal como aparece a los que existen a las velocidades por debajo de la de la luz. En el proceso de retorno, podría adquirirse orientación: de hecho, podría escogerse el astro que se deseara y utilizar su velocidad por debajo de la de la luz como una especie de barrera rompedora. El efecto sería como el de un cohete que viera disminuida su velocidad por una atmósfera muy densa... sólo que en aquel caso la atmósfera sería una serie de campos electromagnéticos. Esta era la teoría de Max. Y demostró que era cierta.

El rostro de Jansen estaba completamente oculto por su capuchón, pero su voz tembló de excitación.

—Sólo podía demostrarlo efectuando un viaje a un astro, y aunque hubiera escogido el más cercano, Centauro, no hubiera podido regresar con la prueba antes de un año. A menos que la transición fuera superior a más diez.

El profesor Reigner permaneció silencioso unos instantes. Luego dijo:

—El viaje alrededor de Proción tendría una duración, según creo, de veintiún años-luz. Calcule la transición necesaria para realizar el viaje en cuatro días.

—¿Está usted sugiriendo que...?

—Lamento desempeñar el papel de hombre misterioso, Coordinador; pero tenía que demostrarle a usted que la Base Tres está destruida y que no había en ella ninguna nave espacial, antes de poder confiar en que usted aceptara mi explicación. La verdad es demasiado fantástica para poder exponerla sin pruebas.

Jansen contempló las destruidas instalaciones.

—Me sorprendería que la verdad no fuera fantástica —dijo secamente—. A propósito, ¿dónde están los cadáveres?

Reigner extendió el brazo. A un cuarto de milla del lugar donde se encontraban, junto a los restos de una unidad-vivienda, había un tractor lunar.

—Sabían demasiado. Ayudaron a perfeccionar la nave de Azimov. Vieron cómo alcanzaba una transición más diez en el cohete piloto. De modo que Max tuvo que matarles.

—¡Santo cielo! ¿Por qué?

—Usted mismo ha sugerido la locura, pero la cosa no es tan sencilla. Durante cinco años, Max no pensó en las posibles consecuencias del éxito. Luego, cuando la teoría se convirtió en un hecho, cuando tuvo en sus manos la posibilidad de dar a la humanidad los medios Para conquistar el espacio interestelar —de dominar las galaxias, incluso—, se dio cuenta repentinamente de que el hombre no estaba aún preparado para enfrentarse con tan enormes posibilidades. Desgraciadamente, la nave de Azimov era un secreto que compartía con otros hombres. Si destruía la nave y los cohetes piloto quedaban unos hombres que podrían construir otras. Por eso decidió matarlos. Mientras Reigner hablaba, los dos hombres habían echado a andar hacia el tractor.