—Si pudiera seguirte... Si pudiera...

Ha mirado con ansia a todas partes, pero nada hay allí de que pueda servirse, nadie que pueda estar dispuesto a ayudarla. Tras los acantilados de roca negra mudos testigos de cien catástrofes pasadas, arrancan las laderas de intenso verdor del Monte Parnaso; quintas floridas se alzan entre las calles desiguales y, en su parte más alta, aquel viejo convento con el que Juan contara para que le sirviese de refugio. Con el ansia de que su vista alcance más lejos, trepa Mónica el sendero de cabras, pero nada ve tampoco desde allí, sino la inmensidad del mar...

—¿Cómo buscarte? ¿Cómo ir a ti, Juan?

Desde allí se divisa también la ciudad entera. Está casi a dos kilómetros de distancia. Un instante, la imaginación de Mónica parece arder... En Saint-Pierre hay lanchas, botes, barcos... Tal vez pudiera encontrar quien la llevase, pero, ¿hasta dónde? Está de espaldas al camino y no ve la fila de coches que va acercándose, los vehículos que cruzan dejando la ciudad, rumbo a las quintas del Monte Parnaso. Uno de ellos ha aminorado la marcha, deteniéndose muy cerca de ella. La portezuela se ha abierto al impulso nervioso de la mano de una persona que llama, sorprendida:

—¡Mónica! Pero, ¿es usted... usted realmente? ¿No estoy soñando? ¿Está sola? ¿Qué hace aquí? Le aseguro que no podía dar crédito a mis ojos y ahora, aun palpándola... ¿No estaba usted allá...?

—Comprendo su sorpresa, Madre...

—¿Quién está con usted?

—Nadie. Cálmese. Para mi desgracia, estoy completamente sola, pues sola se me impuso la obligación de salvarme...

La Madre Superiora de las Siervas del Verbo Encarnado palpa con manos trémulas las mojadas ropas de Mónica, mira con los ojos agrandados de sorpresa la playa cercana y el inquieto mar, y contiene con esfuerzo los cientos de preguntas que acuden a sus labios, mientras tres coches más han parado detrás del suyo y se descorren las cortinillas para mostrar, bajo las negras tocas, semblantes asombrados. Luego, la comprensión y la piedad se sobreponen al asombro... el rostro palidísimo, las ropas mojadas, las profundas ojeras, la mirada de angustia y extravío en los ojos de la ex-novicia, tienen fuerza bastante para obligar a reaccionar a la madre abadesa:

—Veo que está usted enferma, Mónica, y acaba de decirme que se encuentra sola. Suba a mi coche... Vamos al Convento de las Dominicas. Han invitado a nuestra comunidad a refugiarse en él en vista de la gran alarma.

—¿Alarma?

—Parece ser que se acerca el fin del mundo, hija mía, y el señor Obispo nos dijo evacuar nuestro viejo convento de la Plaza de Víctor Hugo —comenta la madre abadesa casi en tono jovial—. Muchos dicen que no va a ocurrir absolutamente nada. El alcalde no hace más que lanzar bandos y proclamas tranquilizando a los habitantes de Saint-Pierre, y se dice que el gobernador ha llegado para prohibir el éxodo. Por eso decidí apresurar a mis hijas espirituales, para poder cumplir con los deseos de su Ilustrísima... Ahora pienso que fue una inspiración del cielo, ya que gracias a eso la hemos encontrado. ¡Vamos, venga, suba al coche!

—No, Madre, no puedo ir con ustedes... Tengo que embarcarme... tengo que ir en busca de Juan...

—¿En busca de Juan? —se sorprende la abadesa. Y con cierta satisfacción, indaga—: ¿Quiere decirme que ha podido escapar Juan del Diablo? ¡Oh, perdón! Usted le llama Juan de Dios, y realmente...

—Está, como quien dice, perdido... Van a una muerte segura... el Luzbelno puede con su carga... ¡Dios mío... Dios mío...!

—Hija querida, me temo que esté usted desvariando...

—No, Madre, no. Juan me trajo a esta playa, me dejó aquí ordenándome que me salvara, que fuera precisamente a ese convento, y que allí...

—Entonces, ¿qué aguarda? ¿No es la obediencia su primer deber como esposa?

—¡Si él muere, no quiero yo vivir, Madre!

—Baje la voz, por favor. Las novicias están muy cerca, justamente en ese carruaje que no ha levantado sus cortinas. Venga conmigo, está usted enferma y de momento no puede hacer nada...

—Si muere Juan, perderé la razón, Madre...

—No se desespere. No es sólo su Juan, somos todos los que, al parecer, estamos en grave peligro en este instante. Nuestras hermanas dominicas están en oración desde ayer, y lo mismo haremos nosotras al llegar. Nunca se reza en vano. La misericordia de Dios es infinita. Considero que el haberla encontrado aquí es casi un milagro. Rezaremos porque haga otro en honor de ese loco generoso con quien está usted casada. En estos últimos días casi no se hablaba de otra cosa en la ciudad, sino de su gran lucha en defensa de los pescadores. Muchos le atacan, pero no le faltan grandes partidarios: nuestro Capellán, entre otros...

Blandamente ha hecho subir a Mónica al carruaje, y a una discreta seña, otra vez se pone en marcha la caravana...

15

—¡QUE ARRÍEN LA MAYOR... la mesana! Media vuelta a estribor, muy suave. Anguila... Así... ¡Arriba el foque ahora para mantenernos al pairo!

Las primeras luces del día rompen sus rayos en los mástiles desnudos del Luzbel, que repleto desde la bodega a las cubiertas, se balancea pesadamente sobre el encrespado mar. A su lado, sujetos por cables que hacen más lenta y penosa su marcha, se encuentran los tres lanchones de pesca, vacíos ahora, cascarones de nuez sobre la inquietud de las procelosas aguas. Más sombrío el gesto que nunca lo tuviera, más duro el ceño y apretados los labios, Juan del Diablo dirige la delicada maniobra, volviéndose luego para mirar con ansia aquella tierra que se alza allá, a lo lejos... Es la Martinica, que parece surgir de la bruma... Poco a poco se han ido apagando los puntos de luz que indican la ciudad lejana... A la izquierda, el Mont Pelée alza su siniestra silueta, las anchas faldas, las empinadas laderas desnudas, y en la cima el espeso penacho de humo, negro como el hollín, que va extendiéndose sobre el cielo de la mañana como un gigantesco tintero que se derramase... Pero sólo un instante lo contemplan los ojos de Juan... La mirada ansiosa se vuelve hacia el Monte Parnaso... Apenas se distingue desde allí su masa verde, salpicada de los puntos multicolores de sus jardines y sus casas. Apenas se distingue, y sin embargo, ¡con qué fuerza desesperada late el corazón de Juan!

—¿Nos vamos a quedar aquí, mi amo? —pregunta Colibrí—. ¿Sin echar las anclas?

—Es demasiado hondo el mar aquí para poder echar las anclas... Ya deberías saber eso...

—Y lo sé, patrón. Sé que no se puede anclar y por eso nos quedamos al pairo... ¿Hasta cuándo, patrón?

—Hasta ver qué pasa con ese maldito volcán...

Casi es de día ya... Sobre la Antilla floreciente, marcada con el dedo de un destino trágico, asoman los primeros resplandores del siete de mayo de mil novecientos dos... Bulle la ciudad como en el mediodía de una gran fiesta... Las nueve aldeas situadas en las faldas del Mont Pelée han vaciado en ella su población íntegra; han llegado también los ricos colonos, dueños de plantaciones y de ingenios, con sus empleados y familiares. Es un éxodo nervioso y excitado, de todo el noroeste de la isla. Del área encerrada en un círculo de más de treinta kilómetros de diámetro, que rodean las estribaciones del terrible monte, se han desplazado hasta los últimos habitantes, justamente alarmados por extrañas señales... Un calor de infierno escapa de la tierra, los crecidos arroyos arrastran hacia el mar en vez de agua, un fango pestilente, de insoportable hedor a azufre... Las aves marinas han abandonado totalmente la región inhóspita, y sobre los altos acantilados y las estrechas playas se amontonan millones de peces que arroja el mar, muertos o agonizantes... La ciudad de veinticinco mil habitantes tiene ahora más de cuarenta mil, pero no ha cundido el pánico; al contrario... Una vez allí, los ánimos parecen calmarse, el despreocupado optimismo de los habitantes de Saint-Pierre parece ejercer su fuerza de contagio. Se charla, se bebe y se ríe como si todo fuera una fiesta, y la absurda seguridad se afirma más cuando la última noticia corre de boca en boca...