—No nos acuse de abuso de confianza, amigo mío —se defiende Sofía D’Autremont.

—A usted nunca, Sofía. Pero le ruego pasen a la otra sala. Les atenderé dentro de un instante, apenas haya resuelto este caso...

—No puede resolver este caso sin escucharme, señor gobernador —corrige Renato—. Hace quince horas que corro detrás de usted, y cada minuto puede ser ya demasiado tarde...

De repente, la tierra ha temblado, todo se ha estremecido en un fuerte y rápido movimiento de oscilación, que tuerce los cuadros y deja balanceando las lámparas, y el mandatario, a cada momento más disgustado, exclama con fastidio:

—¡Esto nos faltaba!

—Señor gobernador, yo aún no he terminado —recuerda el viejo notario.

—Señor gobernador, dos palabras antes —insiste Renato—. Hace sólo unos días, cuando solicité de su Excelencia el apoyo necesario para arrancar por la fuerza, de manos de Juan del Diablo, a la señora de Molnar, comprometiéndome a obligar a esas gentes a volver a la obediencia de las leyes, usted me respondió que necesitaba no sólo del derecho moral, sino del derecho legal...

—En efecto, Renato, lo dije y lo sostengo. Mientras esa señora esté casada con Juan del Diablo...

—Ese matrimonio ha sido anulado. En realidad, no existió jamás, porque nunca llegó a realizarse... Y con los documentos que lo prueban, en la mano...

—¿Cómo... es posible? —se asombra el gobernador—. ¿Tan pronto...?

—Pronto o tarde, aquí están —afirma Renato muy ufano y orgulloso—. Según sus palabras de entonces, era lo único que necesitaba para ceder a mi petición. Mírelo usted mismo, léalo con toda la calma que sea necesaria, compruebe la autenticidad de estos hechos y, por Dios, no tarde después demasiado en dar las órdenes necesarias.

—Un momento, Renato. Esos papeles... —tercia el anciano notario.

—También usted puede examinarlos, Noel —accede Renato—. Y si como es más que probable, tiene medios de comunicarse con Juan, adviértale que será inútil toda resistencia, que retiene indebidamente a su lado a Mónica, y que le aconsejo...

—¡No creo que Juan atienda consejos de nadie! —se encrespa Noel—. Si el señor gobernador responde a lo que le he propuesto, en la forma que espero, Mónica de Molnar será libre de hacer lo que le dé la gana.

—De todas maneras, lo es ya, y le costará la vida a Juan tratar de seguir reteniéndola por la fuerza —amenaza Renato en tono ominoso.

—¡Estoy seguro de que no la retiene por la fuerza! —porfía el notario encendiéndose su rostro de indignación.

—Yo estoy seguro de lo contrario, pero no es con usted con quien he de discutir estas cosas, Noel. Ni éstas ni ningunas. Usted no es más que un empleado infiel de mi casa...

—Justamente es lo que iba a advertirte, Renato —interviene Sofía desdeñosa—, y lo que iba a rogarle al señor gobernador. Ni tenemos nada que tratar con este hombre, ni creo necesario soportar la compañía de un tipo semejante.

—¡Pues no haber venido a interrumpir mi audiencia, señora D’Autremont! —salta Pedro Noel sin poder dominar la ira que le acosa—. Ni ustedes tienen nada que tratar conmigo, ni yo con ustedes. Por lo tanto, bien pueden pasar a la otra sala, como les sugirió su Excelencia, y esperar sentados.

—¡Es usted el más insolente de los imbéciles, Noel! —apostrofa Sofía.

—Si no mirara... —amenaza Renato furioso.

—¡Ruego a todos que se reporten, o no podremos entendernos! —aconseja el gobernador—. Creo que todos tienen algo de razón, y si pudiéramos compaginar...

—¡Cumpla usted su palabra, gobernador, y le entregaré a los rebeldes vencidos y maniatados! —se engalla el joven D’Autremont.

—¡No eres tú quien va a maniatar a Juan del Diablo, Renato! —estalla Noel sin poderse contener.

—¡A él y a cuantos le secunden, además de castigar la insolencia de usted!

—¡Por favor, basta! —recomienda el mandatario, enardeciéndose a su vez. Y de pronto, algo alarmado, se sobresalta—: ¿Eh...? ¿Qué? Un momento...

Ha corrido al encuentro de un mensajero sudoroso, que llega casi sin aliento cruzando la antesala. Un silencio expectante mantiene en suspenso los ánimos durante un rato, hasta que el gobernador se acerca con un consejo en los labios:

—La discusión es completamente vana, señores. Los rebeldes escaparon del Cabo del Diablo.

—¿Cómo? —se sorprende Renato alteradísimo—. ¿Escaparon? Pero, ¿cómo? ¿Por qué medios?

—Naturalmente que por el mar, utilizando botes y lanchas —explica el gobernador—. El capitán de los refuerzos que envié desde Fort-de-France ha apresado a unos cuantos fugitivos, entre los que no está Juan del Diablo.

—¿Y ella? ¿Y Mónica? ¿Qué han hecho con ella? ¿Dónde la han llevado? —quiere saber Renato sin poder abandonar su obsesión.

—Por desgracia, no puedo contestarle; pero esto le costará unos galones al jefe de la guardia permanente, que debía mantener el sitio, y que me pone en ridículo una vez más... El pánico sigue cundiendo por todas partes y la gente se desmanda... Acaban también de avisarme que la carretera de Fort-de-France es una romería de gente que se va, y no hay ya ni el más pequeño espacio en los dieciséis barcos que, anclados en la bahía, esperan zarpar.

—Si me hubiera usted hecho caso, Excelencia... —reprocha veladamente Noel.

—¡Por hacer caso a los que hablan como usted, están las cosas como están! —apostilla el gobernador algo violento—, Pero voy a poner remedio en el acto, proclamando la ley marcial. Se acabaron las contemplaciones... ¡Si tuviera más soldados y unos cuantos oficiales más...!

—Yo soy subteniente de la reserva, señor gobernador, y le estoy ofreciendo mis servicios y mi espada —se brinda Renato.

—Ya lo sé... ya lo sé, pero... —barrunta el gobernador presa de indomable malhumor.

—En el sur de la isla, la mayor parte de los terratenientes están en las mismas condiciones que yo —explica Renato—. Acudirán a ponerse a sus ordenes si usted los llama. A ninguno de ellos les faltan armas ni vigilantes adiestrados. Todos, y yo el primero, formaremos una guardia suplementaria para imponer la ley y el orden.

—¿Está usted dispuesto a todo eso, Renato?

—Sólo le pido entrar en acción cuanto antes. En menos de media hora puedo preparar hasta una veintena de hombres entre los empleados y criados de mi casa.

—Acepto su oferta, mi joven amigo. Es un grave caso de emergencia nacional. Considero un deber dejarle elegir su primer trabajo.

—Ya está elegido, y usted sabe cuál es.

—Comprendo, comprendo... es absolutamente natural. Voy a hablar ahora mismo con el comandante de la plaza. ¿De qué elementos cree usted necesitar?

—Cuarenta soldados, un guardacostas y facultades de comandante, hasta llevar a feliz término el asunto del Cabo del Diablo.

—Pide bastante, pero está concedido.

—Pero, señor gobernador... —intenta reprochar Noel.

—Excúseme y retírese, señor notario —ruega el gobernador. Y ante el fuerte retumbar del volcán, que se oye de pronto, apostilla—: ¿Oye usted? El volcán nos marca la pauta. No podemos vacilar...

—Comenzaré por interrogar a los hombres apresados. ¿Dónde están? —pregunta Renato.

—A disposición de usted en el patio de la comandancia, teniente D’Autremont —ofrece el gobernador.

—Y ahora, vuelve a casa, madre, y aguárdame tranquila. Mi segundo trabajo será reconquistar Campo Real, y no echarás de menos en mí el temple de mi padre...

—Mónica, hija mía, ¿no oye usted la campana? Es para acudir al refectorio.

—Le ruego que me deje permanecer aquí, Madre.

En la ancha galería de arcos que remata el vetusto edificio que sirve de convento a las antiguas dominicas, y de temporal refugio a las Siervas del Verbo Encarnado, Mónica lleva muchas horas contemplando con ansia la inquieta sábana del mar, encrespado bajo el vaho de fuego de aquella tarde sofocante. Han pasado las horas y hasta el sol brilla extraño a través de las bocanadas rojizas, de las negras nubes de hollín que el cono del volcán esparce por los aires. En el Monte Parnaso todo está en calma, pero en el cercano valle que abriga la ciudad, leves temblores y ruidos subterráneos se suceden inquietando los angustiados ánimos. Sin embargo, hay una sonrisa optimista en los labios de Sor María de la Concepción, al explicar: