—¡Imposible! No digas bobadas. Ni siquiera las otras monjas están allí. Se han ido no sé a dónde...

—Para allá arriba, señor. ¿No se lo estoy contando? Para ese otro convento viejo, viejísimo, que está por el Monte Parnaso...

—¿El convento del Monte Parnaso? ¿El viejo convento de las dominicas? ¡Oh, señor, es verdad! —exclama Noel comprendiendo. Y con esperanza, indaga—: ¿Y Mónica está allí? ¿Mónica está con ellas? ¿Estás segura?

—Yo no, pero lo dicen en la carta, y la señora Catalina lo anda buscando porque quiere ir allá, pero no la dejan pasar. En todos los caminos hay soldados que vuelven para atrás a los coches y a los caballos... Eso dice la señora Catalina...

—¡Mónica en el convento! ¡Mónica sana y salva! ¿Entonces, Renato...?

—¿A dónde va? ¡Es en la casa de usted donde está la señora Catalina!

—Renato... Renato... Esta noticia puede detenerlo, puede evitar que vaya contra su hermano —se alboroza el viejo notario. Y haciendo caso omiso de las observaciones de la mestiza sirvienta, apremia—: ¡Un coche... un caballo... algo en qué alcanzarlo! ¡Corre, ayúdame, búscalo! ¡Ayúdame, Ana!

Casi sin aliento, el viejo notario ha descendido del coche de alquiler tomado al azar, que llega al embarcadero de la costa norte en el preciso instante en que el guardacostas artillado, que el gobernador ha puesto a la disposición de Renato, realiza las últimas maniobras para levar anclas... Cae la tarde de aquel borrascoso siete de mayo, en el que sorda e imperceptiblemente ha ido creciendo la misteriosa cólera del volcán, y un movimiento inusitado, una animación febril llena las calles de la ciudad, estremecida por tan diversas emociones... A nadie parece extrañar aquel coche que llega corriendo, aquel anciano desesperado que corre llamando a gritos, mientras soldados y tripulantes ocupan sus puestos ya en el pequeño pero recio barco de combate...

—¡Renato, por favor... haz que me dejen pasar!

Una vez más se ha acercado a la escala, a punto de alzarse. Dos centinelas con la bayoneta calada la guardan, pero una voz conocida suena tras el notario haciéndole volverse de un salto:

—¡Basta de gritos estúpidos! ¿Hasta cuándo va a durar esta farsa?

—¡Renato! ¡Creí que estabas a bordo, hijo de mi alma! Como un loco he gritado...

—Pues puede usted seguir gritando, porque me voy a bordo.

—No, por Dios, óyeme. Sólo quiero evitar que cometas un disparate. Mónica no está en el Luzbel, sino en el convento...

—No diga locuras. Ese hombre, ese canalla a quien mandé encerrar, la vio tomar el bote y marcharse con Juan.

—¡Pues no es cierto... no se marchó! Te doy mi palabra... creo que puedo jurártelo. La señora Molnar acaba de mandarme un aviso... Recibió una carta de la superiora del convento diciendo que Mónica está con ellas...

—El convento ha sido evacuado, creo que desde ayer.

—Ya lo sé... ya lo sé, pero las monjas están allá arriba, en el Monte Parnaso, en el otro convento, y la superiora le escribió a Catalina de Molnar diciéndole que su hija estaba con ella sana y salva. ¿Oíste? Sana y salva...

—¿Es eso verdad? ¿Está usted seguro? —se interesa vivamente Renato—. ¿Dónde está esa carta? ¡Quiero verla en seguida, en el acto!

—Catalina la tiene. Ella mandó a esta muchacha a buscarme y la pobrecita corrió como una loca para darme noticias... Toda la tarde la pasó buscándome, y al fin... al fin...

—¡Basta, la trama es demasiado burda! —estalla Renato con profundo disgusto al advertir a Ana—. ¿Cree que soy un niño? ¿Piensa que va a detenerme con una noticia basada en la palabra de esa embustera, de esa imbécil cretina que no sabe siquiera en qué lugar está parada?

—Pero, Renato, no tienes más que llegar tú mismo hasta el Monte Parnaso...

—¿Pretende burlarse de mí?

—¿Cómo voy a querer burlarme? Iré yo a buscarla y la traeré aquí mismo... Verás esa carta y verás a Mónica. Sólo te pido que aguardes el tiempo, los minutos necesarios... ¡Aguárdame, Renato, espera aquí! En menos de una hora habré regresado...

Ha corrido hacia el coche en el que Ana le aguarda; ha dado a gritos una orden al cochero, que le obedece fustigando a los caballos, y el viejo coche se aleja dando tumbos, mientras Renato D’Autremont vuelve con desprecio la espalda y salva la liviana escala, al tiempo que recomienda:

—¡Dé las órdenes de zarpar, capitán! ¡Buscaremos al Luzbelhasta encontrarlo!

Fieramente, Renato D’Autremont ha llegado a la cubierta del guardacostas. No, no cree, no puede creer jamás en las palabras del notario... Su insensato afán por detenerlo, su intervención continua y desesperada, sólo le producen la sensación de una burda estratagema, de una torpe mentira tendida como un lazo para atraparlo, deteniéndole aunque sea unas horas, unos minutos, en ventaja de Juan, de aquel hermano a la vez admirado y aborrecido, buscado con ansia y rechazado con rabia...

El volcán ha arrojado otra enorme y negrísima bocanada que oscurece la luz del día, ya de por sí escasa, y las olas se agitan en torno del cascarón de hierro, con un movimiento desigual y extraño, como si hirviera el mar. Y con inusitada violencia, Renato ordena altanero:

—¡Capitán, destaque seis hombres para la continua vigilancia! Que se preparen reflectores por si la noche se nos viene encima. Monte guardia de artilleros para que en todo momento estén preparados. Que nadie se descuide un instante... ¡La batalla es a vida o muerte, y el Luzbelno puede estar muy lejos!

16

MONTE PARNASO ARRIBA, vencidas al fin las mil dificultades que han impedido al notario Noel cumplir la promesa empeñada a Renato, marcha el destartalado coche de alquiler en que al fin les fue posible emprender el corto viaje... Toda la noche, el volcán ha lanzado al aire aquella especie de dantesca función de fuegos de artificio: saetas de luz, estrellas, bocanadas de humo rojizo, lluvia de ceniza candente... De cuando en cuando, una de aquellas breves sacudidas que rompen el ritmo de la vida por un instante, y el vaho espeso que flota en vez de aire, haciendo subir los termómetros, mientras los barómetros, bajan y bajan...

—¡Dios mío! ¿Cuándo llegaremos, Noel?

—Ya vamos llegando, doña Catalina... No hay viaje que no tenga su término, aunque resulte tan inútil como el que estamos haciendo ahora...

—No diga eso... Saber que mi Mónica está a salvo, acercarme a ella...

—Muy bueno y muy santo. ¡Pero a buena hora, Señor, a buena hora! Cuando ya probablemente ese loco ha alcanzado a esos desdichados, y sabe Dios...

—¡Quién sabe, don Noel! —comenta Ana—. A lo mejor, el amo Renato fue por lana y salió trasquilado...

—Esa es la única esperanza que a mí también me queda... En fin, creo que ya llegamos...

Con una agilidad impropia de sus años, Noel ha saltado primero del coche, ayudando a bajar a la triste madre. Con su calma habitual, en el mundo feliz de su inconsciencia, baja Ana, mirando a todas partes con sus ojos curiosos, y un comentario a flor de labios:

—¡Ay, qué lindo! Desde aquí se ve todo el mar... y Saint-Pierre allá abajo... es como ese nacimiento grande, grande, que ponen en la catedral, por Navidad. ¡Ay, don Noel, mire la bahía! ¡Cuántos barcos!

—Pero el único que debiera estar, no está... Anda... Anda... Haz el favor de adelantarte y llamar a esa puerta... No perdamos más tiempo...

El Luzbelestá cerca de tierra... demasiado cerca... Ha llegado hasta casi el lugar en que se detuvieron las barcazas, al pie mismo del Monte Parnaso. Toda la noche ha dudado Juan en echar ese bote al agua, que puede llevarlo hasta la playa. Toda la noche ha estado torturado por el ansia insensata de buscar a Mónica, frente a todo, contra todos... Hay una calma densa y extraña... Silencio en la tierra y el mar... La ciudad parece sumida en el letargo del cansancio, y el cielo oscuro se aclara lentamente...