—Nuestras hermanas han suspendido la oración continua en la que llevaban ya varias horas. Parece ser que las cosas van mejorando... Constantemente, las autoridades aseguran que no hay el menor peligro para la ciudad. Se ha prohibido que nadie salga sin un salvoconducto firmado por el gobernador, y han hecho regresar filas de coches y caballos que marchaban para el Sur a toda prisa. El gobernador declaró que tomaba esas medidas para evitar que la isla se despoblara sin ninguna verdadera razón para ello, y hay una orden que retiene hasta mañana la salida de todos los barcos. Escapamos a tiempo, ¿verdad? En Saint-Pierre debe hacer un calor sofocante. ¿No me oye? ¿En qué piensa?

—Perdóneme, Madre. No pienso en nada...

Otra vez ha vuelto a mirar al mar. Si sus ojos tuvieran la extraña facultad de salvar atmósfera y distancia, llegarían a ver al Luzbelbalanceándose sobre las inquietas olas... el hormiguear de los refugiados por la estrecha cubierta, y verían también al hombre que, trepado en el palo de mesana, fijos los ojos en el cono del volcán, aguarda con el ansia inenarrable de su amor y su angustia.

—¡Patrón... Patrón! ¿No va a bajar?

—Sube tú si quieres, Colibrí.

Con la agilidad de un felino ha trepado el muchacho negro hasta alcanzarlo, y juntos, recostados en el primer travesaño de la vela, quedan mirando la montaña imponente y lejana.

—Cuánto humo, ¿verdad, patrón?

—Sí... y hasta aquí caen las cenizas cuando sopla el aire de aquel lado. En el mar flotan los peces muertos, y han pasado cientos de bandadas de aves marinas. Van mar adentro, como huyendo...

—Pero nosotros no nos vamos, ¿verdad, patrón?

—No, Colibrí, al contrario. Cuando venga la noche nos acercaremos lo bastante para poder echar un bote al agua. Quiero acercarme a la costa, quiero ver más de cerca lo que pasa... Saint-Pierre va a perecer, estoy seguro... Es como si, al pasar, me lo gritaran esas aves que huyen, como si lo escribiesen con letras de fuego las bocanadas del volcán. Algo espantoso le espera a la tierra en que he nacido, algo terrible amenaza a la mujer que amo...

—¡Hablarás, imbécil, hablarás! ¡Me dirás todo lo que sabes, o pagarás por él! ¿Entiendes? ¡No tendré compasión de ninguna clase contigo ni con nadie!

—¡Señor D’Autremont, yo no sé dónde está!

En uno de los primeros patios del Castillo de San Pedro, vetusta sede de la comandancia militar de Saint-Pierre, Renato apremia al joven marino que fuera segundo del Luzbel... Corre el sudor por las tostadas mejillas del preso... sudor copioso que brota bajo el vaho de fuego que envuelve la ciudad y empapa también la frente altiva y blanca del último D’Autremont...

—¿Te agradaría que te hiciera apalear? ¿Te gustaría pasar seis meses en un calabozo subterráneo? ¿Quieres cargar en un proceso con todas las culpas del que fue tu patrón, para que te condenen a diez años de trabajos forzados?

—¿A mí? ¿A mí? —balbucea Segundo con el espanto reflejado en su lívido rostro.

—¡Pues habla, habla de una vez! ¿A dónde fue Juan?

—¿Me pondrá usted en libertad si hablo? ¿Soltará a los que vienen conmigo si...?

—¡Te mataré ahora mismo si sigues callando! ¿Vas a hablar?

—Pues bien... Sí señor. Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de nada.

—¿Dónde están? ¿Dónde fueron?

—Iban al Luzbel, que estaba anclado frente a la caleta Sur. No tenía más que dos vigilantes; tal vez ninguno, con las cosas que están pasando...

—¡Al Luzbel! ¡Cómo no lo pensé antes! ¡El maldito barco no está en el puerto! Por culpa tuya, con tu silencio, has dado tiempo para que se escapen... Seguramente anoche mismo levaron anclas... ¡Te juro que vas a pudrirte en la cárcel!

—No pueden estar lejos, señor... El Luzbelno puede navegar mucho con tanta carga... Iban casi todos los pescadores, las mujeres, los niños, el patrón, Colibrí, los otros tripulantes, y, además, la señora Mónica...

—¡Mónica! Pero, ¿cómo es posible que ese canalla...?

—Se la llevó, señor. Yo le pedí que la dejara conmigo, pero quiso llevársela...

Tan rudamente ha zarandeado Renato al prisionero, que sus dedos rompen la burda chaqueta de marino que viste Duelos, y se asoma con ansia a las espantadas pupilas del hombre acorralado, en una ansiosa interrogación, cuya respuesta, sin embargo, teme escuchar:

—Él quiso llevársela... ¿Y ella? ¿No lloró? ¿No suplicó? ¿No le pidió que la dejara salvarse?

—No... No, señor —balbucea Segundo—. La señora Mónica como que quiere al patrón...

—¡Mientes, Villano! ¡Mientes, perro! —se enfurece Renato, abofeteando al indefenso Segundo.

—¡Basta... Basta! ¡Es inconcebible que se abuse de este modo de un hombre atado! —intercede el notario Noel, aproximándose a donde se halla Renato—. Apenas puedo creer que sea usted... usted...

—¡Déjeme en paz! —se revuelve Renato furibundo.

—¡No hay ninguna ley que autorice a interrogar en esa forma a un detenido!

—¿Quiere usted largarse al infierno, Noel? —desprecia el joven D’Autremont. Y alzando la voz, grita, al tiempo que se aleja, señalando a Segundo—: ¡Este hombre, a un calabozo subterráneo!

—Renato... Renato... —suplica Noel, yendo tras éste—: Renato, por piedad...

—¡Que alisten inmediatamente el guardacostas para zarpar en el acto! ¡Que redoble la provisión de parque y embarquen en seguida los cuarenta soldados! —ordena Renato, sin prestar atención al viejo notario—, ¡Dame esas dos pistolas, Cirilo!

—Renato, hijo. Por los clavos de Cristo —suplica el anciano Noel—. Yo no sé ya ni cómo hablarte... Parece mentira que cuando la naturaleza nos está amenazando de esta manera, no haya en los seres humanos un poco de piedad... ¿Es que no tienes ni un solo recuerdo para la voluntad de tu padre?

—¡Para la voluntad de nadie! ¿No ve usted que me estoy ahogando de celos, de dolor y de rabia?

—¡Renato! ¡Es tu hermano!

—¿Y qué me importa, si necesito toda su sangre? ¡Déjeme en paz!

Le ha apartado de un empujón, y ganando la puerta de la estancia, corre salvando los largos pasillos, bajando las desgastadas escaleras de piedra. En vano el viejo notario quiere ir tras él, detenerlo, hablarle una vez más... Cuando casi ahogándose a las puertas del Fuerte, un estrepitoso trueno, muy largo, se deja oír, y comenta como en un rezo:

—¡El Señor nos ampare! Pero, ¿cómo va a ampararnos con las cosas que pasan?

Otra vez la tierra se ha estremecido, haciendo vacilar las cansadas piernas del notario que, ya sin fuerzas, se recuesta en el viejo muro, mientras a lo largo de la calle que bordea la rada, Renato D’Autremont se aleja a galope tendido de un brioso corcel, rumbo al muelle en el que un guardacostas le aguarda...

—¡Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal... Líbranos, Señor, de todo mal...!

—¡Ana! Pero, ¿eres tú? —se sorprende Noel.

—¡Bendito y alabado! —proclama la típica sirvienta con grata sorpresa—. Ya me iba a tirar en el suelo, porque no podía dar un paso más; desde mediodía lo estoy buscando, señor don Noel. Desde mediodía, sin descansar, reza que reza, anda que anda, suda que suda, limpia que limpia las cenizas que me caen en los cabellos... Y sin encontrarlo... Pero, gracias a Dios... Gracias a Dios...

—Gracias a Dios, ¿por qué? ¿Qué quieres? ¿Para qué me buscabas?

—Yo, para nada. Pero la señora Catalina se ha empeñado en que tengo que encontrarlo, y hay que ver lo que es caminar con la calor que hace... ¿Usted no se ahoga, don Noel?

—Y puede que te ahogue a ti si no acabas de decirme qué quiere la señora Molnar —se impacienta Pedro Noel.

—La pobrecita llegó a la casa llorando... Ella tiene una carta que le mandó la Superiora... ¿Se dice Superiora, señor notario?

—Supongo que sí. Una carta de la Superiora del convento... ¿Qué le dice en esa carta? ¿Qué es lo que pasa?

—Bendito y alabado... Mire usted lo que son las cosas... Le dicen que la señora Mónica está allá, con las monjas esas con las que ella estaba...