—Pero, ¿no le ocurrió nada? —indaga ansiosa Yanina—. ¿No sufrió ningún daño?

—¡Contesta, idiota! —salta Sofía sin poder contener su indignación.

—Como que no le pasó nada, mi ama. Yo lo vi pasar por encima de todas las cañas prendidas y aparecer allá lejos, en el camino... Entonces, no me quedó más que echar a andar...

—¿Y por qué no volviste a casa? ¿Por qué no fuiste a darme cuenta? —reprocha Sofía furiosa—. Era más divertido dar vueltas por la calle, ¿verdad?

—No... No, mi ama. Es que yo estaba asustado... Había que ver la carrera del amo, y total para nada... Él corre que te corre para Fort-de-France, y el gobernador, que dicen que ya viene para acá... Dicen que lo mandó llamar el alcalde y que él dijo que venía para acá con su señora y con esos dos doctores que dicen que son sabios, para que todo el mundo se convenza de que no va a pasar nada. La gente se ha vuelto como loca... Están comprando pasajes para irse mañana en todos los barcos, pero dicen que el gobernador no va a dejar que nadie se vaya, que va a mandar soldados para que no dejen embarcar a nadie... Allá en la otra cuadra, en la oficina de la Compañía de Navegación de Quebec, la gente rompió la puerta y los cristales... Y hasta para llevar gente en la cubierta de ese barco que llaman el Roraima, han comprado pasajes...

—¿Quién te dijo todo eso? —inquiere Sofía intrigada.

—Lo vi por mis ojos, mi ama. Y además, el señor Noel, el notario...

—¿Dónde está ese hombre?

—Aquí mismo estaba, pero salió dice que a esperar al señor gobernador en su casa, porque tiene que hablarle primero que nadie...

—¿Primero que nadie? —se extraña Sofía sin comprender el alcance de estas palabras.

—Anda llevando unos papeles que ya mucha gente le ha firmado, y a todo el mundo le habla para que los firme, porque quiere que el señor gobernador vea que son muchos los que desean que perdone a Juan del Diablo y a los pescadores que están del lado de allá, y que les echen un puente de tabla para que salgan de ese sitio, donde hay más peligro que en ninguna parte...

—¿Qué estás diciendo, Cirilo? ¿Entendiste bien eso?

—Pues claro, mi ama. Y de este alto es el montón de papeles que lleva firmados... Para mí que el gobernador va a tener que hacerle caso...

—¡Cállate y sube al pescante! —ordena Sofía autoritaria—. Acomódate al lado de Esteban... Vamos inmediatamente a Palacio... ¡Ya veremos quién le habla primero al gobernador!

—Enciende la luz roja, Colibrí...

—¿La luz roja, patrón? ¿Para que se paren? ¿Vamos a detenernos?

—Ellos van a detenerse para esperarme... ¡Apura, Colibrí! Juan ha hundido un remo en el agua, alzando el otro para hacer girar sobre sí mismo a aquel bote tan dócil en sus manos, poniendo proa a la cercana costa... Están muy cerca de los arrabales de Saint-Pierre, en las estribaciones de la montaña que se alza al sur de la ciudad, conocida por Monte Parnaso. Una pequeña playa se abre al pie de ella, entre las rocas; alegres quintas de recreo bordean sus flancos, y en la parte más elevada, como un mirador sobre la ciudad y el mar, se alza un viejo convento de religiosas, edificado siglos atrás por la piedad de un colono enriquecido...

—¿Por qué cambias de rumbo? ¿A dónde vamos? —pregunta Mónica extrañada.

Juan no responde... Rema con todas sus fuerzas, apretados los labios, hasta que el bote se estremece al resbalar la quilla en la arena de la playa, y es entonces cuando ordena:

—Sujeta los remos, Colibrí. Vira el timón y estate atento a la marejada...

—¿Qué ocurre? —vuelve a preguntar Mónica indecisa.

—Ven conmigo...

Juan la ha tomado en brazos; ha saltado, hundiéndose hasta más arriba de las rodillas en el agua, y ha avanzado con paso firme sin aflojar la fácil carga, hasta depositarla en tierra...

—Juan... ¿Estás loco? ¿Qué pretendes?

—No puedo arrastrarte a lo que casi es una muerte segura, Mónica. No le faltó razón a Segundo al temer que el Luzbelno resista la carga. Por egoísmo te arrastré conmigo... Me faltaba el valor para desprenderme de ti, para arrancarme de tus brazos.. He sufrido, he luchado con todas mis fuerzas para dejar de ser lo que soy. Locamente soñé ser otro hombre, hacer que mi vida cambiara, lograr el milagro de salvar la distancia que nos separa...

—¿Qué distancia, Juan?

—La que tú bien conoces. Que tu piedad no mienta en este momento decisivo.

—Es que no comprendo nada —se desespera Mónica, confusa—. ¿Pretendes dejarme aquí? ¿Abandonarme?

—Muy cerca de un convento... Allí puedes pasar la noche, y después, en cualquier forma, trasladarte a Saint-Pierre...

—Pero, ¿qué dices? ¿Qué hablas? ¡No quiero dejarte, Juan!

—Y yo no quiero arrastrarte a la muerte. ¿Para qué me obligas a decirte la horrible verdad? ¡Estoy perdido, Mónica!

—¡No puede ser! —se niega Mónica a aceptar lo que Juan le dice.

—A estas horas, Segundo y los hombres que quedaron con él, seguramente han sido apresados. Les obligarán a hablar, dirán dónde estamos, saldrán en nuestra búsqueda... y yo no voy a entregarme, Mónica. Me haré a la mar, aun sabiendo que no podré llegar muy lejos...

—Pero entonces, mentiste... ¡Me mentiste!

—He callado mientras luchaba con mi conciencia, pero la razón ha ganado. No fue mentira...

—¡Fue mentira! Y no sólo a mí, sino que mentiste también a esos desdichados...

—Para ellos no hay engaño. Saben bien su destino. Tienen mi misma suerte: la desgracia, o un poco de esperanza. La esperanza de una vida miserable, que no es para ti, Mónica de Molnar...

—¿Y si yo la aceptara?

—No me hagas entrever un paraíso que no existe. Calla, Mónica, calla, pues si siguiera escuchándote tal vez no tendría fuerzas para hacer lo que es necesario... porque te amo tanto... ¡tanto...!

La ha estrechado en sus brazos, ha puesto en sus labios un beso de fuego; luego, bruscamente, se desprende, rompiendo el tierno lazo, para correr al bote contra el que se estrellan las olas, mientras Mónica, en un grito desgarrador, clama y suplica:

—¡Juan! ¡No! ¡No! ¡No me dejes! ¡Llévame contigo! ¿Qué me importa la muerte?

El grito de Mónica se pierde en la noche, se hunde en las oscuras aguas cada vez más inquietas, que se alzan encrespándose y llegan a golpear con sus gotas de espuma sus manos extendidas, sus ojos que miran sin ver, sus labios en los que arde, como una llamarada, la huella de aquel beso imborrable, el beso que Juan dejara en ellos, fuerte como el abismo que los separa: beso amargo y, a la vez, henchido de dulzura infinita... El primero, el único beso de amor que Mónica recibiera jamás...

Una ola gigante le ha bañado totalmente, pero ella no se mueve... Queda como clavada en aquella playa, a la vez destrozada y deslumbrada el alma, como si un instante hubiera visto brillar una estrella en sus manos y ésta hubiese dejado en ellas sólo el ardor de la quemadura, sólo el ansia de apresar lo que un momento tembló entre sus dedos... Don supremo y soñado que, por segunda vez, la vida le arrebata... Y la más triste frase que jamás escapara de labios humanos, sube a los suyos en hervor de sollozos:

—Juan, ¿por qué me abandonaste?

De pie en la playa, todavía mira el horizonte, todavía registra con ansia, esperando que la luz del día que nace le ayude a encontrar la vela del Luzbel, los henchidos manteles de la audaz goleta marinera, que se ha ido lejos con su pesada carga que significa la perdición y naufragio, con su audaz capitán cuyas últimas frases aún suenan en los oídos de Mónica subyugadoras y torturantes... Juan de Dios... Juan del Diablo... Aquel que locamente apareciera en su vida como flecha de luz y de fuego, perfumándola y desgarrándola... aquel que, al fin, dejó escapar su secreto al borde de la despedida brutal... aquél a quien todavía reclama, con blando reproche doloroso, los tiernos labios de la ex-novicia: