—Colibrí podría hacerlo, si realmente lo necesitara; pero no hace falta. Iremos muy despacio... Es lo más prudente... Pero no te apartes... Estamos bien así...

—Sí... estamos bien... La vida es tan extraña...

Ha estado a punto de repetir aquella frase que él jamás olvida, pero un profundo rubor la hace callar... Sí, la vida es muy extraña... tan extraña que ella se siente locamente feliz, con una felicidad honda y ardiente, como si también su corazón se desbordara en ríos de lava, como si aquel minuto valiera por toda una vida, como si aquella hora de sombras, que oscila como un péndulo de las orillas de la muerte a las de la vida, tuviera fuerzas de eternidad...

—Juan, ¿no te duele la herida? —inquiere Mónica, sintiéndose emocionada—. ¿En qué piensas?

—En los hombres que quedaron de aquel lado...

—Es increíble que Segundo hiciera una cosa semejante. Pero no te atormentes por ellos... fueron traidores...

—Sufren, Mónica, y a veces, al sufrir demasiado, se peca de torpe y de desleal... Mira, ya se ven las luces más claras, pero todavía estamos lejos.. Pasará cerca de media hora antes de cruzar por frente a tu casa...

Como una marejada, suben los recuerdos a la garganta de Mónica; como un golpe de mar, rudo y amargo, y repentinamente se separa de Juan, que pregunta extrañado:

—¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando? Dime en qué estás pensando...

—En Renato...

—Debí suponerlo. Te preocupa lo que pueda decir, lo que pueda pensar... Acaso debiste...

—¡Calla! No acabes de romper el encanto...

—¿Qué? ¿Qué dices?

—Nada... Que quisiera llegar cuanto antes al Luzbel... a cualquier parte...

Juan no responde. Sólo hunde con fuerza los remos en el agua, y la pequeña barca parece volar sobre las oscuras olas, mientras sangra gota a gota la herida mal cerrada...

—¿Qué pasa? ¿Por qué no seguimos?

—Creo que no se puede, madrina. El camino está cerrado... Hay mucha gente... No dejan pasar —responde Yanina. Y alzando la voz, pregunta a su vez—: Esteban... Esteban... ¿Qué pasa?

Sin aguardar la respuesta de Esteban, Yanina ha saltado del gran coche cerrado con cristales, en el que, con mil dificultades, Sofía D’Autremont ha llegado hasta el cruce del camino de Carbet. Soldados de uniforme detienen el paso en aquel lugar, conteniendo la avalancha de curiosos que pretenden acercarse al sitio del desastre. A lo lejos, apenas se distinguen las ruinas humeantes de lo que fuera el ingenio; la ceniza, aún caliente, borra los cambios y agobia los árboles, pero, por todos los senderos que van a Saint-Pierre, ruedan hacia la ciudad coches y carretones, y marchan gentes a pie y a caballo, en un éxodo improvisado y repentino. Temblando de impaciencia, Sofía D’Autremont abre también la puerta del coche, para indagar:

—Por fin, ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué pasa? ¡Esteban... Yanina...!

—No podemos seguir, madrina. Por aquí no dejan pasar a nadie —explica Yanina.

—Pero, mi hijo...

—Tal vez pasó antes... Tal vez tuvo también que regresar... Es lo más probable, madrina. No pudo llegar a tiempo... No pudo llegar antes...

—¿Y si llegó en el preciso momento de la catástrofe? —se angustia Sofía.

—¡Oh, no... no, madrina! Esas gentes dicen que sólo los trabajadores del ingenio, el administrador y sus familiares, fueron las víctimas... Lo cuentan de mil modos, pero en ese punto todos están acordes. Dicen que la lava encendida cayó como una catarata y se llevó el ingenio y las casas... Luego, cayó en el río y por eso no quemó a nadie más... Dicen que aquí cambió de rumbo, que en el camino no quemó a nadie. El señor Renato tiene que haber seguido viaje... Estaba tan desesperado...

—¿Desesperado?

—Sí, madrina. Estaba mal, muy mal... Antes le dije que había bebido mucho... Estaba como enloquecido, como trastornado... Hablaba solo, como un loco, cuando yo entré en la biblioteca... Hablaba solo... o con un fantasma, madrina. Nombraba a la señora Aimée... Le oí nombrarla...

Yanina ha entrado muy despacio en el coche, soplándose junto a doña Sofía, y un instante se miran las dos mujeres desoladas. Luego, aquella chispa de energía que tan fieramente sostiene la voluntad de Sofía D’Autremont, arde en sus ojos claros, al decir:

—Lo buscaremos por todas partes. ¡No volveré a casa sin haberlo encontrado!

Como un reguero de pólvora, sobre el que corriese una llama, van de boca en boca por Saint-Pierre los relatos confusos o exagerados de aquella catástrofe preliminar... A medida que el coche de los D’Autremont va avanzando a través de las calles, es más denso el gentío que paulatinamente va llenándolas... Hacendados, trabajadores y comerciantes de todos los alrededores, acuden a la capital, unos en busca de noticias, otros huyendo por anticipado del nuevo desbordamiento de lava que algunos anuncian ya... Los cafés y restoranes están atestados, desborda la gente en los portales de la plaza... Han obligado a las agencias de vapores a abrir sus oficinas, y rápidamente se agotan los pasajes en los barcos que deben zarpar al día siguiente...

—¿Qué ocurre aquí? —quiere saber doña Sofía.

—Van a leer un bando del alcalde. Sí, madrina... Son los pregoneros del Municipio —explica Yanina. Y dirigiéndose al cochero, alza la voz—: Acércate más, Esteban, acércate más...

El murmullo de la muchedumbre ha ido apagándose suavemente, y ahora sólo se oye la voz del pregonero que va desgranando el bando cómo una cantinela:

—Vecinos de Saint-Pierre... Desechen todo temor y toda alarma. Lo que había de ocurrir, ocurrió ya, y ningún peligro amenaza a lo que es propiamente la ciudad. Se ha aconsejado la evacuación de los campos y poblados situados en las faldas del Mont Pelée, únicos que pueden sufrir en último caso, y ello se está llevando a cabo en forma espontánea y con la mayor rapidez. En este momento, según nuestros cálculos, la ciudad ha recibido ya a más de diez mil personas de los alrededores, y siguen llegando. Sólo las gentes del vecino poblado de Pescador han quedado aisladas, pero se les está prestando oportunos auxilios. Duerman tranquilos, vecinos de Saint-Pierre, y reanuden mañana sus ocupaciones habituales. Si las lavas vuelven a desbordarse, tomarán como antes el camino del mar. No hay ningún peligro para la ciudad. Firmado, Fouchet, Alcalde Municipal de la Ciudad de Saint-Pierre de la Martinica, a seis de Mayo de mil novecientos dos...

El coche de los D’Autremont ha reanudado la marcha, y de pronto, con gratísima sorpresa, Sofía exclama señalando hacia el café frente al cual están cruzando en estos momentos:

—¡Cirilo! ¿No es aquél Cirilo?

—¡Oh, sí! —corrobora Yanina con alborozo—. Para el coche, Esteban... ¡Para!

Yanina ha saltado del carruaje sin aguardar siquiera que éste pare, y corre hacia el cafetín abierto sobre la calle, hormigueante de público como si fuese pleno día, hasta poner las manos en el brazo del hombretón color de ébano, que ostenta la impecable librea de lino blanco, típica de los sirvientes del feudo de los D’Autremont...

—Cirilo... Cirilo... ¿Dónde está el amo? ¿Dónde lo dejaste? Horas llevamos la señora y yo desesperadas buscándoles a ustedes... ¡Horas! ¿Entiendes? ¿Dónde está el amo?

—No anda conmigo... Siguió viaje...

Sofía D’Autremont no ha tenido paciencia de aguardar. Ha saltado también del coche, que detenido en medio de la estrecha calle obstruye el paso, hasta llegar al sirviente cada vez más turbado, y pregunta:

—Siguió viaje, ¿a dónde? ¿Qué le ha ocurrido a mi hijo?

—Al señor Renato, que yo sepa, no le ha ocurrido nada.

—Pero, ¿dónde está? —Persiste Yanina.

—Ya debe estar llegando... ¿No te digo que siguió viaje?

—¿Para Fort-de-France? —pregunta Sofía.

—Sí... Si, señora —confirma Cirilo—. Yo iba con él, pero me quitó las riendas de las manos porque no quise arrear a los caballos por sobre la candela. Me sacó del pescante de una patada, y a todo galope cogió por el camino viejo, el que da vuelta por detrás del pitón de Carbet...