—Entonces, ¿es verdad que el señor sale ahora mismo para Fort-de-France? Pero antes necesitará descansar un poco, cambiar de ropa, comer algo...

—Sería lo razonable, pero el tiempo apremia... Tomaré un baño, me cambiaré de ropa... Haz que me preparen café bien fuerte... ¿Qué tienes en la mano? ¿Qué es ese sobre?

—El de los papeles que recibió, señor. Estaba esperando que lo firmara... Lo exige el mensajero...

—¡Oh, sí, claro! Y he de agregar una palabras de gratitud. Tendré que escribir una carta... No... En realidad, debo ir yo mismo... Es lo menos que puedo hacer... Su Ilustrísima me ha servido de un modo admirable... No hay más remedio... Pasaré un momento antes de salir para Fort-de-France... Retén al mensajero... Que le den una copa y una buena propina... Haz que lo preparen todo... Luego, hablarás con mi madre... Avisa también a Cirilo...

—¿Hará el viaje a caballo, señor? Me parece... Perdón, señor, pero me parece que usted no puede más...

—Es cierto, Yanina... El caballo es más rápido, pero tengo que medir mis fuerzas. En el coche puedo descansar algo... Dile a Cirilo que ensille el coche pequeño, el de dos asientos... que le ponga el tronco nuevo de alazanes...

—¿Para el coche pequeño?

—¿No entendiste que necesito volar en vez de correr? Anda... Anda...

Ha obedecido la doncella, estremecida en el dolor de su amor de esclava mientras las trémulas manos de Renato oprimen contra el pecho aquel grueso tarrago de papeles sellados que tanto significan para él, y exclama jubiloso:

—¡Mónica mía, ya está roto el último lazo que te ataba!

—Entonces, ¿esta noche, Juan?

—Sí... Creo que podrá ser esta noche, si al salir la luna, el mar se calma...

—¿Y no será más peligroso que puedan vernos a la luz de la luna?

—Sí, claro... Pero no hay bote que pueda despegar de aquí con este oleaje. En este tiempo, el mar suele calmarse cuando asoma la luna... Es luna nueva... No alumbra demasiado... y en una empresa donde son tantas las dificultades, no pueden eludirse todas... Hay que escoger las que menos puedan perjudicar...

Juan y Mónica están solos en el oscuro mirador de rocas, aquel que se empina sobre las olas encrespadas... Y en la casi absoluta oscuridad de aquella noche extraña, son apenas, en la sombra, como dos figuras más densas, que una a otra se aproximara, levemente iluminadas de cuando en cuando por la bocanada rojiza que lanza contra el cielo el volcán...

—Todo está preparado, ¿verdad, Juan?

—Están acabando de prepararlo. Fue preciso obrar con mucha cautela, pues esas gentes no cesan de espiarnos. Tras el golpe que nos dieron, esperaban que nos rindiéramos totalmente desesperados. Nuestro silencio puede hacerles sospechar que tenemos una salida, que tramamos algo, y en ese caso... Que mejor no pensarlo, Santa Mónica... Hay tantos cañones en los Fuertes de Saint-Pierre, que miran hacia el mar... Pero no hay que pensar en lo peor... No quiero verte preocupada... Te he dicho Santa Mónica para enojarte y devolverte con ello los ánimos, pero no te das por ofendida. ¿Es que estás empezando a aceptar que más que de mujer, tienes de santa?

Ha aguardado la protesta, que no llega. Mónica no responde. Acaso tiembla demasiada ternura en las palabras con que él falsamente pretende burlarse; acaso, aun en silencio, estén demasiado cerca sus corazones apasionados, y latan juntos sin confesárselo, al mismo ritmo con que las recias olas se estrellan contra el acantilado... De pronto, Mónica advierte asustada:

—Otra vez ese ruido... ¿No has oído?

—Tendría que estar sordo... Y mira cómo se enciende el volcán... Derrama ríos de lava... Los valles de aquel lado deben estar asolados, quemados por ese fuego, y si canaliza hacia el río grande, arrastrará los molinos y fábricas... Sería gracioso...

—¿Gracioso? ¿Cómo puedes decir eso, Juan?

—Por no decir que sería magnífico, Mónica. Si eso ocurre, todo el mundo correrá hacia aquel lado. Puede que hasta nuestros guardianes se distraigan. Por el momento, somos el punto de atención de toda la ciudad; pero si en otro lado hay una catástrofe...

—No hables así, Juan.

—Esa es la vida, Mónica. Una catástrofe para otros, podría ser la salvación para nosotros, y raro es el momento de felicidad que no le cuesta a alguien lágrimas o sangre...

—No digas eso. La verdadera felicidad es la que no hiere ni maltrata a nadie. De poco vale la que logramos atormentando a los demás...

—Vivimos en un mundo de atormentados, Mónica. De sufrir, nadie puede librarnos...

—¿Por qué hablas siempre de un modo tan amargo?

—Porque llegué al fondo de muchas cosas. Pero también he aprendido otras, Mónica, y no me importa decirte que algunas de ellas las aprendí a tu lado. Casi no importa sufrir, ya que parece que para sufrir nacimos, siempre que pueda sufrirse con dignidad. Conservar nuestro derecho de hombres, alzar la frente como seres humanos, como ya una vez te dije, mantenernos duros y erguidos sobre la tierra áspera y amarga... Es lo único que me consuela de haber llevado a estos hombres acaso a la muerte... Tal vez mueran por su rebeldía; pero, al rebelarse, han conquistado su derecho a vivir...

—¡Qué horror! ¿Oíste? —exclama Mónica cuando un fortísimo trueno retumba imponente.

—Sí... Ruge la tierra, pero el mar va calmándose, es el camino del mar el que hemos de recorrer nosotros... Si hubiera un terremoto, si esta ciudad de amontonadores de oro se sacudiera hasta las entrañas, caería todo, y todo quedaría a la misma altura. A veces, ése a quienes ustedes llaman Dios, debería pasar la mano sobre el mundo y hacer tabla rasa...

—Estás lleno de odio, Juan —se queja Mónica con profundo dolor.

—No lo creas... Antes, sí... Antes, las raíces de mi odio se mojaban en hiel, aun cuando parecía sólo un alegre marinero dispuesto a reír y a emborracharse en cada puerto... Ahora hay algo dentro de mí que ha cambiado, y acaso tú tengas la culpa, Santa Mónica... Ahora, mi odio es como una indignación contra todo lo injusto, contra todo lo malo... Una ira contra los que aplastan a los que están bajo sus pies, contra los que manejan un látigo en las plantaciones o en el cuartel, desde el palacio del gobernador o desde el caballo del capataz... Y con la ira, un ansia de remediar el mal y de cambiarlo, un deseo salvaje de imponer la justicia... a puñetazos... Sí, Mónica, estoy lleno de algo que me hormiguea en la sangre... Antes, fue odio, fue rencor; ahora, es algo más noble: es un ansia de luchar porque sea mejor esta tierra que habitamos, una esperanza de que el día de mañana...

—El día de mañana, ¿qué?

—¡Bah! ¡Locuras...!

—Aunque sean locuras, dímelas, Juan, para asomarme a tu alma, para saber qué guardas en ella, qué anhelas...

—¿Te reirías si te dijera que quisiera tener un hijo? No uno... Más... Hijos... muchos hijos, y que cuando llegaran, hallaran un mundo mejor, logrado por el esfuerzo de estas manos...

—¡Eres el mejor hombre de la tierra, Juan del Diablo!

Los blancos dedos de Mónica han acariciado un instante aquellas recias manos tostadas que Juan ha juntado con un gesto de fuerza y de ternura; han resbalado por aquella cicatriz que un día besaran sus labios, la huella del puñal de Bertolozi, y luego se han alzado para acariciar los hirsutos cabellos del marino, como si repentinamente dejara de ver en él al hombre fuerte y duro, erguido contra la adversidad, para mirarlo como al triste niño desamparado, maltratado y herido, víctima de una oscura venganza. Otra vez, como entonces en la luminosa mañana de la cubierta del Luzbel, sus ojos se han llenado de lágrimas... Es el momento decisivo en que la misma emoción invade las dos almas, la hora bendita, cien veces esperada, en que tiemblan para caer las máscaras del orgullo, y con esfuerzo, Juan se defiende hasta el último instante:

—Ha salido la luna y el mar está aquietándose... Embarcaremos cuanto antes... Nos jugaremos el todo por el todo...