—¿El señor no sabe cómo empezaron las cosas? No, claro... Eso lo contaron después. Bautista le prendió fuego a la cabaña de Kuma, sin dejarla salir. Dicen que se reía cuando los vigilantes le tiraban piedras cada vez que asomaba...

—¡Es inaudito! ¿Qué estás diciendo?

—Cuando al fin la dejaron escapar, terriblemente quemada y medio ahogada por el humo, la arrastraron hasta el muro grande, el que queda más allá del desfiladero. Allí la dejaron como a un animal, amenazándola con los rifles si trataba de volver a entrar... y allí la hallaron muerta los que salieron con las carretas a la mañana siguiente. Por eso se levantaron todos contra Bautista, por eso quemaron la casa...

—¿Sabe eso mi madre? —pregunta Renato, que se ha puesto de pie, intensamente pálido.

—Sí, señor, lo sabe. El propio Bautista se lo dijo delante de mí, aunque no tan claro... y dijo que todo era por orden de usted...

—¿Orden mía? ¿Cómo podía yo ordenar una cosa semejante?

—Es lo que yo me atreví a decir, señor. Que usted no podía haber mandado hacer eso... Pero ni la señora ni él me dejaron hablar... Ahora, él pagó su deuda...

—Y tú pareces satisfecha de que la haya pagado —reprueba Renato en tono lento y suave—. Sin embargo, Bautista era tu pariente, tu sangre...

—No era mi sangre... Y Kuma sí era mi amiga...

—Kuma... Es verdad...

Renato se ha mordido los labios, recordando, mirando de arriba abajo a la extraña muchacha, que se transfigura bajo su mirada... Arden sus ojos, tiembla su oscura carne...

—Tú le compraste a Kuma un filtro de amor... ¿Crees en la eficacia de esos brebajes?

—Kuma tenía poder, señor, y bien claro lo ha demostrado: los tres hombres que la maltrataron están muertos ya...

—Pero no por el poder de esa infeliz, Yanina...

—¿Y por qué no, señor? Kuma nunca maldijo a nadie sin razón, y nunca maldijo a nadie en vano... Poder de amor, y poder de muerte tenía...

—Poder de amor... —repite Renato en un murmullo. La idea ha pasado por su mente como un relámpago, pero la rechaza de inmediato—: Basta de tonterías... Tráeme una botella de coñac y cuida de que no me molesten por nada ni por nadie... Sólo que...

—Sí, señor... Recuerdo la orden... Sólo que traigan esos papeles del Obispado, que está usted esperando...

Renato ha apurado hasta el fondo una copa más, y queda inmóvil, con la cabeza baja y los ojos entrecerrados... Bebe para aturdirse, pero no consigue apagar la chispa ardiente de su pensamiento, aflojar el ansia de aquella espera tensa, interminable... De un nuevo sorbo ha tomado lo poco que en la botella quedaba, y la echa a un lado, poniéndose de pie con paso vacilante al oír sordas detonaciones como de trueno...

—¡Oh...! ¿Qué es eso? —Y alzando la voz, llama—: ¡Yanina! ¡Yanina...!

—Aquí está el coñac, señor —muestra Yanina, acudiendo con paso rápido.

—¿Qué es ese ruido? ¿Ésos cañonazos?

—Están sonando hace varios días, señor. ¿No recuerda? Dicen que es el volcán... A esta hora se pone el cielo rojo y está volviendo a caer ceniza como la otra tarde... Ya los techos y los árboles están blancos... Dicen que así es la nieve...

Renato ha pasado los dedos por el alféizar de la abierta ventana, recogiendo aquella ceniza finísima, que va cayendo espesa y cálida, y comenta despectivo:

—¿La nieve? ¡Bah! Nieve caliente... Casi quema, y apenas deja respirar... Pon ahí esa botella y no vuelvas a entrar si no es para darme los papeles que estoy esperando... ¡Uh...! ¡Hace un maldito calor de infierno!

Ha bebido un trago, otro y otro... En realidad, el aire se va volviendo irrespirable... Es un vaho de fuego lo que penetra por la abierta ventana... Mientras se retira muy despacio, vuelve Yanina la cabeza para mirarlo con dolor... Renato ha vuelto a caer en la butaca. En su mente se mezclan las imágenes... La biblioteca se puebla de sombras que no existen... Una destaca entre las demás: tiene los ojos negros y los labios como de llama... Sonríe... sonríe mientras le ofrece una copa de champaña, y oye, como dentro de sí, las palabras que proféticamente le dijera un día Aimée:

"Llorarás... Llorarás por ella, y yo me reiré de tus lágrimas... Me reiré de verte caer cada vez más bajo... cada vez más bajo, hasta el infierno donde te aguardo..."

—¡No es verdad... No es verdad! —grita Renato, como despertando de su letargo—. ¡No estás aquí...! ¡No existes! ¡Eres un fantasma... nada más que un fantasma...!

—¡Señor Renato... Señor Renato...! —irrumpe Yanina en la biblioteca, espantada.

Renato se ha estremecido, volviendo a la realidad... Frente a él, Yanina alza una lámpara cuya luz disipa tinieblas y fantasmas... Tras ella, un lacayo vestido de blanco, en cuyas manos mantiene un ancho sobre lacrado...

—Trae acá... Ya puedes decir que lo entregaste en propia mano —advierte Yanina al sirviente, arrebatándole el sobre. Y dirigiéndose a Renato—: Se empeñó en entrar él mismo, en verle a usted, señor...

Renato ha hecho saltar el sello de lacre con el escudo de la sede episcopal de Saint-Pierre, y ha comenzado a leer con ansia las palabras que bailan ante sus ojos inyectados de alcohol, mientras Yanina retrocede de espaldas, empujando al curioso mensajero:

—Puedes irte... Yo te llevaré el sobre firmado...

—¡Libre! ¡Libre! ¡Concedida la petición! ¡Aprobada! ¡Libre! ¡Ya Mónica no es de Juan del Diablo!

Casi fuera de sí, temblándole las manos en que sostiene aquellos papeles tan deseados, casi sin dar crédito a los ojos que miran lo que tan ansiosamente ha luchado por conquistar, Renato D’Autremont repite, como arrastrado por el delirio de una obsesión, aquella palabra que significa todo para él en esos instantes:

—¡Libre! ¡Libre!

Desde la puerta, clavados sus grandes ojos negrísimos en el hombre blanco, Yanina saborea hasta las heces de aquel dolor, de aquella angustiada desesperanza con que vive siempre junto al objeto de su amor imposible... A la sacudida de aquella emoción enorme, la oscurecida mente de Renato se ha despejado de un golpe violento; las nieblas del alcohol, la tortura del remordimiento, el negro mundo de sombras en que su pensamiento yaciera sepultado, todo se filtra como a través de un cedazo de plata, todo vibra de nuevo como una campana de cristal, y alegremente comenta:

—Yanina, ¿no te parece maravilloso? ¡Estas cosas, a veces, tardan años!

—Sí, señor... Es muy raro —asiente Yanina lenta y tristemente—. Pero como su Ilustrísima es pariente de la señora, y, por consiguiente, de usted... Como, además, él tiene tan buenas amistades en el Vaticano...

—Con todo eso contaba. Pero, de todos modos...

—El señor estaba seguro de recibir hoy esos papeles, ¿verdad?

—¿Cómo podía estar seguro, Yanina? Estaba desesperado... Era el plazo que mi necesidad había puesto a mi esperanza... No era posible esperar que las gentes del Cabo del Diablo resistieran más. Tenían que rendirse, que entregarse, y para que Mónica no cayese enredada con esos bandidos era preciso romper este maldito lazo, tener en las manos la constancia de mis palabras. De sobra sé lo que significaba el viaje del gobernador a Fort-de-France... No quería comprometerse, no quería verse obligado a ir abiertamente contra mí ni contra las leyes. Con estos papeles iré a buscarlo...

—¿Ahora? Pero, la señora...

—Es cierto... Mamá... Campo Real... De pronto, no recordaba todo eso...

Se ha llevado las manos a las sienes, oprimiéndolas allí donde un martilleo sordo y tenaz parece golpear. Es la resaca del alcohol, a la que no logra vencer del todo su entusiasmo... Sus pies vacilan, su vista no está clara, pero su corazón late con latido triunfante, su impaciencia parte los obstáculos para llegar al fin deseado...

—Iré mañana a Campo Real... O pasado mañana... Tan pronto como pueda... Le hablaré al gobernador de las dos cosas... Eso es... Le hablaré de las dos cosas... Dile eso a mi madre, Yanina, dile que he salido en busca del gobernador y que estoy decidido a arreglar también el asunto de Campo Real... Entra a decírselo, tranquilízala, procura que se calme... Dile que yo... No sé qué decirle...