—Dicen que un río de fuego se llevó el ingenio de Fernando Clerc, la refinería, las casas... que arrasó los cañaverales y corre sobre el camino de Carbet —explica Yanina, regresando donde se encuentra su ama.

Sofía D’Autremont se ha sostenido agarrándose al marco de la puerta con las manos crispadas, ahogándose, tratando en vano de respirar aquel aire espeso y ardiente que envuelve la ciudad bajando como un vaho rojizo de la alta cumbre del siniestro volcán. Desde sus mil trescientos cincuenta metros de altura, el Mont Pelée arroja aquel río candente que va volviéndose más pálido, como si se apagara, aunque el rumor de mil voces que gritan, de millares de pies que corren presurosos, de cientos de coches que ruedan, se alza de la ciudad bruscamente sacudida por la noticia de la catástrofe...

—Hay más de veinte muertos, madrina... Y heridos con quemaduras horribles...

—Es preciso ir, buscar a Renato, encontrarlo...

—Aun quedan tres caballos en las caballerizas, y el coche grande. Esteban puede llevarme...

—¡Nos llevará a las dos, Yanina! ¡Corre, corre y da las órdenes necesarias!

Apoyándose en las paredes, Sofía D’Autremont entra al ancho patio de su casa y resbala su cuerpo cansado hasta quedar de hinojos, juntas las manos, mientras musita llorando en voz baja:

—He humillado a mi hijo, le he rechazado y Dios me hiere con el dolor más hondo, con el espantoso miedo de que me lo arrebate...

De pie en el pescante, sujetando con todas sus fuerzas las riendas de los caballos encabritados, Cirilo, el más fiel cochero de los D’Autremont, ha logrado desviar el pequeño y frágil coche, apartándolo de la vertiente donde, en arroyuelos de fuego, se desparrama la ardiente lava que cayese como un alud desde la cumbre de Mont Pelée hasta la cuenca del río Blanco, extendiéndose luego como una sábana candente sobre laderas, caminos y sembrados. También Renato se ha puesto de pie para recorrer el terrible panorama con ojos agrandados por la sorpresa: el nuevo camino de Carbet ha desaparecido, la floreciente fábrica de azúcar de Fernando Clerc es sólo un montón de ruinas humeantes. Nada de la refinería, de la casa de los colonos... Pero como una espuela implacable, que se clavara en su voluntad, le aguijonea el ansia de seguir...

—¡Pronto! Dobla por la derecha, Cirilo. ¡Si apuras los caballos, cruzaremos el valle antes de que nos alcance la lava!

—¿Cruzar el valle? Los caballos están espantados... conocen el peligro, no obedecen al freno... ¡Mírelos, mi amo!

—¡Sujeta bien las riendas, estúpido! ¡Dobla a la derecha, te digo!

—¡No puede ser, señor! ¡Hay que volver atrás... atrás...!

—¡Hay que llegar a Fort-de-France, cueste lo que cueste! ¡Trae acá! ¡Suelta! ¡No eres más que una carga inútil! ¡Vuelve solo a Saint-Pierre, si quieres!

Renato ha saltado al pescante, ha tomado las riendas, empuja bruscamente al cochero haciéndole caer a tierra, y lanza al galope a los briosos animales bajo la lluvia de ceniza ardiente que arroja el volcán... Súbitamente, la llamarada que coronaba el Mont Pelée se ha apagado. Palidece la lava enfriándose y un áspero soplo de aire de mar barre las nubes color de hollín, despejando otra vez la luna nueva, que brilla como un aro de plata...

—¡Allí está la ciudad!

De pie sobre el pequeño y fuerte bote que sirve de guía a la expedición, Juan del Diablo extiende la mano señalando las luces de Saint-Pierre, que brillan en la distancia, al pie de la masa más oscura de las altas montañas. Están lejos, muy lejos de la costa, totalmente desviados de la ruta que propusieran seguir, debido a la terrible marejada que se alzara arrastrándolos. Pero nada grave les ha ocurrido. A cincuenta metros escasos, puede ver las tres barcazas uniéndose de nuevo. El golpe de mar rompió las tablas y las cuerdas tendidas entre ellas para no separarse, pero no arrastró a sus profundidades a ninguno de sus tripulantes, y sobre el mar, que ha vuelto a estar en calma, los ojos de Juan localizan el lugar...

—¿Sabes dónde estamos, Juan? —indaga Mónica.

—Muy cerca de la desembocadura del río Carbet, totalmente al sur de la rada de Saint-Pierre. ¿Ves aquellas lucecitas, aquellas cabezas de alfiler que brillan en la oscuridad?

—Sí. Las veo un momento, cuando las olas bajan.

—Hacia allá enfilaremos la proa —explica Juan. Y alzando la voz, ordena—: Enciende el farol, Colibrí. Aquí ya no hay peligro. Enciende el farol y álzalo del lado del cristal verde. Es la señal convenida para que comiencen a remar detrás de nosotros.

¡Qué oscura está la noche y qué lejanos los puntitos de luz! Repentinamente, se ha apagado aquella llamarada rojiza que iluminara el firmamento. Todo rastro de fuego ha palidecido hasta desaparecer, como si el terrible y viejo volcán volviera a hundirse en su letargo, y parece más honda y solemne la imponente soledad de la noche, extendida sobre el doble abismo del cielo y el mar. El muchachuelo negro obedece con destreza. Apoyando las manos en los remos, Juan ha vuelto a sentarse. Apenas ve a Mónica, pero, ¡qué profundamente percibe aquella presencia que le embriaga; qué terrible y repentino anhelo le invade de acercarse a su corazón, de asomarse a su alma!

Ha extendido la mano hasta tocar la de ella, húmeda y helada, y no puede soltarla. La retiene con una angustiada ternura en la que se enciende lentamente la pasión, y pregunta con suavidad:

—Mónica, ¿tienes miedo?

—¿Por qué he de tener miedo?

—Estás temblando, y bien puedes tenerlo. Tal vez no debería decirte que estamos en peligro...

—Lo sé aunque no lo digas, Juan. Pero, no tiemblo. Me estremeció ese soplo de aire helado que pasó de pronto.

—Sí... Es el que barrió la nube negra... Estuvo a punto de envolvernos, y acaso hubiera sido el final...

—Sí... claro... Ocurrió algo en Saint-Pierre, ¿verdad?

—Seguramente ocurrió algo. Todavía brillan a todo lo largo las luces de la ciudad, se ven también las de los barrios de la montaña. Sin embargo, algo debe haber pasado por el río Blanco. Probablemente desembocaron en él las lavas, y llegaron hasta el mar. Por eso se salvó la ciudad, por eso estuvimos a punto de perecer. Fue milagroso que esa ola enorme nos arrastrara, nos quitara de en medio. Fue probablemente la misma fuerza de la lava al caer desde lo alto... ¿Sabes que parece lo que ustedes llaman milagro, Mónica?

—Sí, Juan, es un milagro. Esta noche todo es como un milagro...

La sombra de la muerte parece borrarse. ¿Acaso no siente entre sus manos la de Juan, ancha y cálida, río de vida, sostén invencible, prenda de esperanza? ¿Acaso no está cerca de aquél a quien desesperadamente ama con un amor que no encuentra palabras con qué expresarse? ¿Acaso no parece que él también calla, porque un nudo de emoción se aprieta en su pecho? ¿Acaso no brillan en la sombra sus grandes ojos, como dos ascuas de pasión inconfesada? ¿Acaso no siente estremecerse la mano viril, aunando al de su propio corazón los latidos de aquella sangre?

—Ahora eres tú el que tiembla, Juan.

—Tal vez... pero no de frío. Tú me haces temblar, Mónica. Tu presencia en esta noche, que puede ser la última de nuestras vidas...

—No digas eso, Juan. Yo... yo... —balbucea Mónica turbada. Y cambiando de pronto, sorprendida, exclama—: Pero, ¿qué es esto? ¡Tu camisa está empapada de sangre! Es tu herida, que ha vuelto a abrirse. Es absurdo... No puedes remar con ese brazo...

—Este brazo, aunque sangre, sabrá defenderte y ampararte...

—Dame un momento para vendar tu herida de nuevo...

—Cuando estemos en el Luzbello harás. Es peligroso detenernos aquí... Puede venir otra avalancha... Y no te preocupes... Sólo es la sangre que me sobra, la que estoy derramando...

Sin saber cómo, ella ya está a su lado y las dos manos blancas se apoyan en el remo...

—¡Juan... Juan...! Voy a ayudarte...