—Tú eres un señorito —le decían—. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho para ti.

—No son cosas para la gente bien.

La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus compañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.

—Tú eres un ateo; tú no crees en Dios —le gritaban—. Mereces que te maten.

Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikof le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se moviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en intervenir, habría corrido la sangre.

Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos tanto a Sonia? Ella no hacía nada para atraerse sus simpatías. Los penados sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adonde iba a reunirse con Raskolnikof. Sin embargo, todos la conocían y todos sabían que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y conocían su dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio. Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos: pasteles y panes rusos.

Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonia fueron estrechándose. La muchacha escribía cartas a los presos para sus familias y después las echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad para verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikof a los lugares donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban el gorro y la saludaban.

—Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita —decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil mujercita.

Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.

Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la pequeñez de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban cuando estaban enfermos.

Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas microscópicas de una especie desconocida se introducían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo —cosa extraña—, jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal desazón y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se retorcían las manos, lloraban... No se ponían de acuerdo sobre las sanciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros.

En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.

Raskolnikof estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión que le había causado aquel sueño absurdo. Era ya la segunda semana de pascua. Los días eran tibios, claros, verdaderamente primaverales. Se abrieron las ventanas del hospital, todas enrejadas y bajo las cuales iba y venía un centinela. Durante toda la enfermedad de Rodia, Sonia sólo le había podido ver dos veces, pues se necesitaba para ello una autorización sumamente difícil de obtener. Pero había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al patio del hospital para verlo desde lejos, un momento y a través de las rejas.

Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikof se durmió. Al despertar se acercó distraídamente a la ventana y vio a Sonia de pie junto al portal. Parecía esperar algo. Raskolnikof se estremeció: había sentido una dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la ventana. Al día siguiente Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de que la esperaba ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compañeros le informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma. Profundamente inquieto, Raskolnikof envió a preguntar por ella. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia. Sonia, al saber que su estado preocupaba a Rodia, le escribió una carta con lápiz para decirle que estaba mucho mejor y que sólo padecía un enfriamiento. Además, le prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba. El corazón de Raskolnikof empezó a latir con violencia.

Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instalado a la orilla del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno de ellos se fue a la fortaleza, acompañado de un guardián, en busca de una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikof salió del cobertizo, se sentó en un montón de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y desierto. Desde la alta ribera se abarcaba con la vista una gran extensión del país. En un punto lejano de la orilla opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso. Allí, en la estepa infinita inundada de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña de los nómadas. Allí reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en la época de Abraham y sus rebaños. Raskolnikof contemplaba el lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. No pensaba en nada: dejaba correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una vaga inquietud.