Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría.

Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el gendarme de guardia. Raskolnikof pasó a la pieza inmediata.

«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.

Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario escribía inclinado sobre su mesa. Zamiotof no estaba. El comisario, tampoco.

—¿No hay nadie? —preguntó al escribiente.

—¿A quién quiere ver?

En esto se dejó oír una voz conocida.

—No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el cuento. Encantado de verle.

Raskolnikof empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la tercera habitación.

«Es el destino —pensó Raskolnikof—. ¿Qué hace este hombre aquí?»

—¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?

Parecía estar de excelente humor y bastante animado.

—Si ha venido usted por algún asunto del despacho —continuó—, es demasiado temprano. Yo estoy aquí por casualidad... Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor... ¡Caramba no me acuerdo del apellido! Perdóneme...

—Raskolnikof.

—¡Ah, sí! Raskolnikof. Lo siento, pero se me había ido de la memoria... Le ruego que me perdone, Rodion Ro... Ro... Rodionovitch, ¿no?

—Rodion Romanovitch.

—¡Eso es: Rodion Romanovitch! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras y las artes... Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un sombrero? Sencillamente, una cosa que se puede comprar en casa de Zimmermann. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo podrá comprar... Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que... Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?

—Sí, mi madre y mi hermana.

—Incluso he tenido el honor y el placer de conocer a su hermana, persona tan encantadora como instruida. Le confieso que lamento profundamente nuestro altercado. En cuanto a las conjeturas que hicimos sobre su desvanecimiento, todo ha quedado explicado de un modo que no deja lugar a dudas. Fue una ofuscación, un desatino. Su indignación es muy explicable... ¿Se va usted a mudar a causa de la llegada de su familia?

—No, no; no es eso. Yo venía para... Creía que encontraría aquí a Zamiotof.

—Ya comprendo. He oído decir que eran ustedes amigos. Pues bien, ya no está aquí. Desde anteayer nos vemos privados de sus servicios. Discutió con nosotros y estuvo bastante grosero. Habíamos fundado ciertas esperanzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Se le ha metido en la cabeza presentarse a unos exámenes sólo para poder darse importancia. No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor Rasumikhine. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos. Las diversiones no son nada para ustedes. Nihil esi, como dicen. Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Incluso yo, hasta cierto punto... ¿Ha leído usted las Memorias de Livingstone?

—No.

—Yo sí que las he leído. Desde hace algún tiempo, el número de nihilistas ha aumentado considerablemente. Esto es muy comprensible si uno piensa en la época que atravesamos. Pero le digo esto porque... Usted no es nihilista, ¿verdad? Respóndame francamente.

—No lo soy.

—Sea franco, tan franco como lo sería con usted mismo. La obligación es una cosa, y otra la... Creía usted que iba a decir la «amistad», ¿verdad? Pues se ha equivocado: no iba a decir la amistad, sino el sentimiento de hombre y de ciudadano, un sentimiento de humanidad y de amor al Altísimo. Yo soy un personaje oficial, un funcionario, pero no por eso debo ser menos ciudadano y menos hombre... Hablábamos de Zamiotof, ¿verdad? Pues bien, Zamiotof es un muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un establecimiento de mala fama, empieza a alborotar. Así es su amigo Zamiotof. Estuve tal vez un poco fuerte con él, pero es que me dejé llevar de mi celo por los intereses del servicio. Por otra parte, yo desempeño cierto papel en la sociedad, tengo una categoría, una posición. Además, estoy casado, soy padre de familia y cumplo mis deberes de hombre y de ciudadano. En cambio, él ¿qué es? Permítame que se lo pregunte. Me dirijo a usted como a un hombre ennoblecido por la educación. ¿Y qué me dice de las comadronas?. También se han multiplicado de un modo exorbitante...

Raskolnikof arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de desconcierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.

—Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos —continuó el inagotable Ilia Petrovitch—. Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!

Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.

—Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada posición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a mí, pregunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se ha suicidado. Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?

—Svidrigailof —respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.

Raskolnikof se estremeció.

—¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof? —exclamó.

—¿Cómo? ¿Le conocía usted?