—Sí, Rodia.

En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.

—No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado —dijo, mirando a su hermana con una sonrisa horrible.

—¡Basta, Rodia! —exclamó la joven con un gesto de dolor.

Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo. Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se levantó.

—Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.

Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.

—Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.

—¿Lo dudas?

Lo estrechó fuertemente contra su pecho.

—Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? —exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.

—¿Mi crimen? ¿Qué crimen? —exclamó el joven en un repentino acceso de furor—. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: «¡Has cometido un crimen!» ? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo por cobardía y por debilidad voy a dar este paso..., o tal vez por el interés de que me habló Porfirio.

—Pero ¿qué dices, Rodia? —exclamó Dunia, consternada—. Has derramado sangre.

—Sangre..., sangre... —exclamó el joven con creciente vehemencia—. Todo el mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.

—Pero ¿qué dices, Rodia?

—Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos. El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo comprendo menos, cuál es mi crimen.

Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.

—Querida Dunia, si soy culpable, perdóname..., aunque esto es imposible si soy verdaderamente un criminal... Adiós; no discutamos más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía por casa de ... Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico. Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.

Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.

—¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver... ¡Ah, espera! Se me olvidaba.

Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia.

—Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé —dijo, recordando—. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.

Después volvió a sus inquietudes.

—Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente a semejante vida...? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.

Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.

Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.

«Soy duro, soy malo; no me cabe duda —se dijo avergonzado de su brusco ademán—; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa... Miradlos llenando las calles en interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio!»

Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.