—Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a escucharle y le volvería la espalda.

—He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un error. Nunca dejaré de quererte... Y basta ya. He comprendido que debía hablarte así, darte esta explicación.

Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio.

—No sé qué te pasa, Rodia —dijo al fin—. Creía sencillamente que nuestra presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba, Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e incluso me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a emprender un viaje, ¿verdad?

—Sí.

—Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho. Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos... Pero dime: ¿adónde vas?

—Adiós.

—Pero ¿te vas hoy mismo? —exclamó como si fuera a perder a su hijo para siempre.

-No puedo estar más tiempo aquí. He de partir enseguida.

—¿No puedo acompañarte?

—No. Arrodíllate y ruega a Dios por mí. Tal vez te escuche.

—Deja que te dé mi bendición... Así... ¡Señor, Señor...!

Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida, su corazón se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el momento decisivo.

-Rodia, hijo mío, mi primer hijo -decía entre sollozos-, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el pobre ya había muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes enseguida?

—No.

—¿Volverás?

—Si.

—No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo. Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?

—Sí, muy lejos.

—¿Tendrás allí un empleo, una posición?

—Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.

Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un espantoso sufrimiento.

—Basta, mamá.

En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.

—No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?

—Si, si. Adiós.

Y huyó.

La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el camino.

Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.

«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el odioso Porfirio.

Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano: expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.

—¿Debo entrar o marcharme? —preguntó el joven en un tono de desafío.

—He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.

Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.

—Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.

Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.

—¿Dónde has pasado la noche? —preguntó Dunia.

—No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he decidido.

Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Dunia—. Eso era precisamente lo que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees en la vida. ¡Alabado sea Dios!

Raskolnikof sonrió amargamente.

—No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.

—¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? —exclamó Dunetchka, aterrada—. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?

—No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre vil, Dunia.

—Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?

-Sí: iré enseguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunia?