Sin embargo, la condena fue menos grave de lo que se esperaba. Tal vez favoreció al acusado el hecho de que, lejos de pretender justificarse, se había dedicado a acumular cargos contra sí mismo. Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en consideración. El mal estado de salud y la miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en duda. El hecho de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por una parte, a un remordimiento tardío y, por otra, a un estado de perturbación mental en el momento de cometer el crimen. La muerte impremeditada de Lisbeth fue un detalle favorable a esta última tesis, pues no tenía explicación que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndose dejado la puerta abierta! Finalmente, el culpable se había presentado a la justicia por su propio impulso y en un momento en que las falsas declaraciones de un fanático (Nicolás) habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia no sólo no poseía ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera sospechaba de él. (Porfirio Petrovitch había mantenido religiosamente su palabra.)

Todas estas circunstancias contribuyeron considerablemente a suavizar el veredicto. Además, en el curso de los debates se habían puesto en evidencia otros hechos favorables al acusado: los documentos presentados por el estudiante Rasumikhine demostraban que, durante su permanencia en la universidad, el asesino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis meses sus escasos recursos, hasta el último kopek, con un compañero necesitado y tuberculoso. Cuando éste murió, Raskolnikof prestó toda la ayuda posible al padre del difunto, un anciano que era ya como un niño y del que su hijo se había tenido que cuidar desde que tenía trece años. Rodia consiguió que lo admitieran en un asilo y más tarde, cuando murió, pagó su entierro.

Todos estos testimonios favorecieron en gran medida al acusado. La viuda de Zarnitzine, su antigua patrona y madre de la difunta prometida, acudió también a declarar y dijo que en la época en que vivía en las Cinco Esquinas, teniendo a Raskolnikof como huésped, una noche se había declarado un incendio en la casa vecina, y su pupilo, con peligro de perder la vida, había salvado a dos niños de las llamas, sufriendo algunas quemaduras. Esta declaración fue escrupulosamente comprobada mediante una encuesta: numerosos testigos certificaron su exactitud. En resumidas cuentas, que el tribunal, teniendo en consideración la declaración espontánea del culpable y sus buenos antecedentes, sólo lo condenó a ocho años de trabajos forzados (segunda categoría).

Apenas comenzaron los debates, la madre de Raskolnikof cayó enferma. Dunia y Rasumikhine consiguieron mantenerla alejada de Petersburgo durante toda la instrucción del sumario. Dmitri Prokofitch alquiló una casa para las mujeres en un pueblo de las cercanías de la capital por el que pasaba el ferrocarril. Así pudo seguir toda la marcha del proceso y visitar con cierta frecuencia a Avdotia Romanovna. La enfermedad de Pulqueria Alejandrovna era una afección nerviosa bastante rara, acompañada de una perturbación parcial de las facultades mentales.

Al volver a casa tras su última visita a su hermano, Duma encontró a su madre con alta fiebre y delirando. Aquella misma noche se puso de acuerdo con Rasumikhine sobre lo que debían decir a Pulqueria Alejandrovna cuando les preguntara por Rodia. Urdieron toda una novela en torno a la marcha de Rodion a una provincia de los confines de Rusia con una misión que le reportaría tanto honor como provecho. Pero, para sorpresa de los dos jóvenes, Pulqueria Alejandrovna no les hizo jamás pregunta alguna sobre este punto. Había inventado su propia historia para explicar la marcha precipitada de su hijo. Refería llorando, la escena de la despedida y daba a entender que sólo ella conocía ciertos hechos misteriosos e importantísimos. Afirmaba que Rodia tenía enemigos poderosos de los que se veía obligado a ocultarse, y no dudaba de que alcanzaría una brillante posición cuando lograse allanar ciertas dificultades. Decía a Rasumikhine que su hijo sería un hombre de Estado. Para ello se fundaba en el artículo que había escrito y que denotaba, según ella, un talento literario excepcional. Leía sin cesar este artículo, a veces en voz alta. No se apartaba de él ni siquiera cuando se iba a dormir. Pero no preguntaba nunca dónde estaba Rodia, aunque el cuidado que tenían su hija y Rasumikhine en eludir esta cuestión debía de parecer sospechosa. El extraño mutismo en que se encerraba Pulqueria Alejandrovna acabó por inquietar a Dunia y a Dmitri Prokofitch. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pueblo, vivía de la esperanza de recibir al fin una carta de su querido Rodia. Esto pareció tan inexplicable a Dunia, que la joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Se dijo que su madre debía de presentir que había ocurrido a Rodia alguna gran desgracia y que no se atrevía a preguntar por temor a oír algo más horrible de lo que ella suponía. Fuera como fuese, Dunia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el cerebro. Sin embargo, un par de veces Pulqueria Alejandrovna había conducido la conversación de modo que tuvieran que decirle dónde estaba Rodia. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una profunda tristeza y durante mucho tiempo se la vio sombría y taciturna.

Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre ciertos puntos. Sin embargo, cada vez era más evidente que la pobre madre sospechaba algo horrible. Dunia recordaba perfectamente que, según Rodia le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su conversación con Svidrigailof. Las palabras que había dejado escapar en sueños tal vez habían dado una luz a la pobre mujer. A veces, tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulqueria Alejandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empezaba a monologar en voz alta, a hablar de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Sus fantasías eran a veces realmente extrañas. Dunia y Rasumikhine le seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero no por eso cesaba de hablar.

La sentencia se dictó cinco meses después de la confesión del culpable. Rasumikhine visitó a su amigo en la prisión con tanta frecuencia como le fue posible, y Sonia igualmente. Llegó al fin el momento de la separación. Dunia y Rasumikhine estaban seguros de que no sería eterna. El fogoso joven había concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y luego trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de riqueza que sólo esperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se instalarían en la población donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva.

Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikof se mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar a Dunia. Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía Pulqueria Alejandrovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía más.

A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al convoy de presos de que formara parte Raskolnikof. Jamás habían cambiado una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería así.