En una nueva carta, Sonia manifestó que Rodia estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado al hospital del presidio.

II

Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de llevar la cabeza rapada e ir vestido de harapos lo que había quebrantado su naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba, al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante. Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonia? Sonia le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para vengarse, la trataba grosera y despectivamente.

Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese podido hacerse a sí mismo alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso el deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Lo único que se reprochaba era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo el mundo. Se sentía humillado al decirse que él, Raskolnikof, estaba perdido para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un poco de calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio continuo y estéril en el porvenir: he aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra. Vano consuelo para él poder decirse que, transcurridos ocho años, sólo tendría treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre habla querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.

Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con qué satisfacción lo habría recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su necedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época trágica de su vida.

«¿Qué tenía mi idea —se preguntaba— para ser más estúpida que las demás ideas y teorías que circulan y luchan por imponerse sobre la tierra desde que el mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia de criterio, desprenderse de los prejuicios para que mi plan no parezca tan extraño. ¡Oh, pensadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio camino...? ¿Por qué mi acto os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un crimen? ¿Qué quiere decir la palabra "crimen"? Tengo la conciencia tranquila. Sin duda, he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto concluido! Pero en este caso, no pocos bienhechores de la humanidad que se adueñaron del poder en vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al suplicio. Lo que ocurre es que estos hombres consiguieron llevar a cabo sus proyectos; llegaron hasta el fin de su camino y su éxito justificó sus actos. En cambio, yo no supe llevar a buen término mi plan... y, en verdad, esto demuestra que no tenía derecho a intentar ponerlo en práctica.

Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse entregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había suicidado? ¿Por qué habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse, prefirió ir a presentarse a la policía? ¿Tan fuerte y tan difícil de vencer era el amor a la vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía a la muerte.

Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender que en el momento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba en el suicidio, acaso presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones. No comprendía que este presentimiento podía contener el germen de una nueva concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.

En vez de esto, se decía que había obedecido a la fuerza oscura del instinto: cobardía, debilidad...

Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este sentimiento era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban de la libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían soportado algunos de aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos hombres, más cosas inexplicables descubría.

Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba, eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrededor. Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya existencia jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una raza y ellos a otra. Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él conocía y comprendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse que tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y los despreciaban. Raskolnikof no compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos (un oficial y varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal, y Raskolnikof los consideraba igualmente equivocados.

A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se mofaban de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes más graves.