—Sí... Había llegado hacía poco.

—En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar... Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Dicen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?

—¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.

—Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos?

—Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.

Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.

—Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas!

—Sí —murmuró Raskolnikof—. Me marcho. Perdóneme por haberle molestado.

—No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una verdadera satisfacción.

Y tendió la mano a Rodion Romanovitch.

—Sólo quería ver a Zamiotof.

—Comprendido. Encantado dé su visita.

—Yo también... he tenido mucho gusto en verle —dijo Raskolnikof con una sonrisa—. Usted siga bien.

Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.

Ilia Petrovitch, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujikque acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él.

—¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?

Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikof se acercó lentamente a la mesa de Ilia Petrovitch, apoyó la mano en ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo pudo proferir sonidos inarticulados.

—¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!

Raskolnikof se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilia Petrovitch, donde se leía una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se miraron en silencio. Trajeron agua.

—Fui yo... —empezó a decir Raskolnikof.

—Beba.

El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero con toda claridad, hizo la siguiente declaración:

—Fui yo quien asesinó a hachazos, para robarles, a la vieja prestamista y a su hermana Lisbeth.

Ilia Petrovitch abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikof repitió su confesión.

EPÍLOGO

.

I

En Siberia. A orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría Rodion Raskolnikof. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El culpable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se recordará, un trocito de madera unido a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la muerta y describió minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adaptaban como su contenido.

Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta entonces un enigma. Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra la conversación que ambos sostuvieron.

Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Mitri y se había escondido en el departamento desalquilado.

Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.

En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera precisar su número.

Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desperfectos al permanecer tanto tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por qué el acusado mentía sobre este punto —pues así lo creían—, habiendo confesado espontáneamente la verdad sobre todos los demás.

Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.

Además, que Raskolnikof era un neurasténico quedó demostrado por las declaraciones de varios testigos: el doctor Zosimof, algunos camaradas de universidad del procesado, su patrona, Nastasia...

Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente, un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distinto. Para decepción de los que opinaban así, el procesado no se aprovechó de ello para defenderse. Interrogado acerca de los motivos que le habían impulsado al crimen y al robo respondió con brutal franqueza que los móviles habían sido la miseria y el deseo de abrirse paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que esperaba encontrar en casa de la víctima, y que había sido su carácter bajo y ligero, agriado además por los fracasos y las privaciones, lo que había hecho de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que le había impulsado a presentarse a la justicia, contestó que un arrepentimiento sincero. En conjunto, su declaración produjo mal efecto.