—Esto es sumamente extraño, sobre todo si tenemos en cuenta que antes no había prestado atención al peligro que para él suponía este poderoso rival. Ello se debe a que el acusado vela este peligro como algo remoto, y a él sólo le preocupan las cosas presentes. Sin duda, lo consideraba como una cosa irreal. Pero, de pronto, comprende que el reciente engaño de su amada procede del hecho de que el nuevo rival no es un mero capricho para ella, sino toda su esperanza y toda su vida, y entonces, al comprender esto, se resigna. Señores del jurado: no puedo dejar de mencionar esta actitud inesperada de Dmitri Fiodorovitch Karamazov, que experimenta de pronto una sed de verdad, la necesidad imperiosa de respetar a la mujer amada y reconocer los derechos de su corazón, precisamente en el momento en que por ella acababa de mancharse las manos con la sangre de su padre. Verdad es que esta sangre clamaba ya venganza, que el asesino, viendo perdida su alma y aniquilada su vida terrenal, debía de preguntarse en aquel momento: «¿Qué puedo ser ya para ella, para esa criatura a la que quiero más que a nada en el mundo, comparado con ese primer a "indiscutible" amante; con ese hombre que vuelve arrepentido al lado de la mujer seducida por él antaño; que vuelve con un nuevo amor, con propósitos nobles, con la promesa de una vida nueva y feliz?»

»Karamazov comprendió que su crimen le cerraba el paso, que era un asesino, que no se libraría del castigo y no merecía vivir. Esta idea lo abruma, lo aniquila. De pronto, se aferra a un plan insensato que, dado su carácter, le parece la única salida posible a su insoportable situación: el suicidio. Inmediatamente, se dirige a casa del señor Perkhotine para desempeñar sus pistolas y, por el camino, saca del bolsillo el dinero por cuya posesión se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Nunca ha necesitado tanto el dinero como ahora. Va a morir, se va a matar y lo hará de modo que todo el mundo se acuerde de él. No en vano es un poeta, no en vano ha quemado su vida como una vela encendida por los dos extremos. Irá a reunirse con Gruchegnka y organizará una fiesta por todo lo alto, una fiesta nunca vista, que se recuerde siempre y de la que se hable durante mucho tiempo. Entre gritos salvajes, locas canciones y danzas de cíngaros, levantará su copa por la nueva felicidad de su amada, y ante ella, a sus pies, se matará de un tiro en la cabeza para expiar sus faltas. Así, Gruchegnka se acordará siempre de Mitia Karamazov, comprenderá lo mucho que la ama y se compadecerá de él. Está en plena exaltación novelesca; volvemos a hallarnos ante la sensualidad y el ímpetu salvaje de los Karamazov. Pero hay algo más, señores del jurado, algo que es como un mortal veneno: la conciencia, el remordimiento, el juicio que se avecina. Pero la pistola lo resuelve todo, es la única salida. En cuanto al más allá, ignoro si Dmitri Karamazov piensa en él, si es capaz de pensar como Hamlet. Pero no lo creo, señores del jurado: Hamlet es un ser de un país lejano; aquí no tenemos todavía más que hombres como Karamazov.

Al llegar a este punto, Hipólito Kirillovitch presentó un cuadro detallado de las hazañas de Mitia. Describió sus escenas en casa de Perkhotine, en la tienda, con los cocheros; refirió una serie de conversaciones confirmadas por testigos, y convenció al auditorio. El conjunto de los hechos era impresionante. La culpa de aquel ser desorientado, al que no preocupaba su seguridad personal, saltaba a la vista.

—¿Qué le importaba ser prudente? —confirmó el fiscal—. Dos o tres veces estuvo a punto de confesarlo todo, e incluso empezó a hacerlo con alusiones, según han declarado varios testigos. Llegó al extremo de decirle al cochero por el camino: «¿Sabes que llevas en tu coche a un asesino?» Pero no podía decirlo todo: tenía que llegar a Mokroie y poner fin a su poema. No sabemos lo que esperaba encontrar en Mokroie. Lo cierto es que, al llegar a esta población, se da cuenta de que su rival no es un hombre irresistible. En fin, ya sabemos lo que ocurrió entonces, señores del jurado. El triunfo de Dmitri Fiodorovitch sobre su adversario es completo. Y entonces empezó para él una situación espantosa, la más horrible que ha conocido en su vida. No cabe duda, señores del jurado, de que las heridas morales constituyen un castigo más duro que todos los que pueda aplicar la justicia humana. Por otra parte, las penas que ésta impone alivian el sufrimiento que ocasionan las otras, y, a veces, incluso son necesarias para salvar de la desesperación al criminal. Pues no puedo imaginarme el horror y la desesperación de Karamazov al enterarse de que ella lo quería, de que rechazaba por él a su antiguo amante, de que lo invitaba a una vida honrada y feliz, cuando todo había terminado para él, cuando ya nada era posible.

»He aquí un detalle que explica el estado de ánimo del acusado en aquel momento: la mujer que era objeto de su amor se mantuvo inaccesible para él, aun dándose cuenta de la vehemencia con que la amaba su pretendiente, hasta el final, es decir, hasta el momento en que Karamazov fue detenido. ¿Por qué no se había suicidado Dmitri Fiodorovitch cuando se veía despreciado por su amada? ¿Por qué había renunciado a este propósito e incluso se había olvidado de su pistola? Su ávida sed de amor y la esperanza de saciarla enseguida lo frenaron. En la embriaguez de la gesta, se aferra a su amada, que se divierte con él, más seductora que nunca. No la deja ni un momento y la admira tanto, que se deja eclipsar por ella. Esta pasión pudo incluso ahogar por un instante su remordimiento y el temor de ser detenido. ¡Pero sólo por un instante! En mi imaginación veo el estado de ánimo del criminal bajo el dominio de tres elementos de los que no puede liberarse. Uno es la embriaguez, las nubes de alcohol mezcladas con el bullicio de la danza y los cantos; otro ella, con la tez encendida por las libaciones, sonriéndole, cantando y bailando, ebria también; y, en fin, la idea consoladora de que el fatal desenlace está todavía lejos, que no lo prenderán hasta la mañana siguiente. Varias horas de tregua es mucho. En este tiempo pueden ocurrir infinidad de cosas. Sin duda, experimenta la sensación del condenado al que conducen al patíbulo. Hay que recorrer lentamente una larga calle ante millares de espectadores. De esta calle se ha de pasar a otra, al final de la cual está la plaza fatídica. Al principio del trayecto, el reo, en la ignominiosa carreta, se figura que aún le queda mucho tiempo de vida. Las casas se suceden, la carreta avanza; pero ¿qué importa? El patíbulo está todavía lejos, en la última esquina de la segunda calle. Mira con arrogancia a derecha a izquierda, a los miles de espectadores que lo observan con indiferencia, y le parece que es una persona como cualquiera de las que lo están mirando. La carreta entra en la segunda calle, pero el condenado no se inquieta: todavía falta un buen trecho para llegar. Ve desfilar las casas, pero se repite que el final está todavía lejos. Y ésta es su actitud hasta que llega a la plaza donde está preparada su ejecución. Esto es, sin duda, lo que experimenta Karamazov. Se dice: «Todavía no han descubierto el crimen. Aún tengo tiempo para urdir un plan de defensa. Ahora, ¡viva la vida! ¡Es tan deliciosa!...»

»Está trastornado e inquieto. Sin embargo, puede apartar la mirada de los tres mil rublos que ha robado de debajo de la almohada de su padre. Ya en Mokroie, adonde ha ido a divertirse, entra en una vieja casa de madera, de la que conoce todos los rincones. A mi juicio, poco antes de que lo detuvieran debió de ocultar esa parte de su dinero en alguna grieta, bajo una tabla del entarimado, en algún rincón, en cualquier lugar de la casa. Se me preguntará qué motivos tenía para obrar así. He aquí mi respuesta. Se avecina una catástrofe; no hemos pensado en afrontarla, por falta de tiempo; las sienes nos laten con violencia; ella nos atrae como un imán... Pero el dinero siempre es necesario; uno es siempre alguien si tiene dinero. Esta previsión en tales momentos tal vez les parezca a ustedes extraña; pero piensen que el propio acusado ha dicho que un mes atrás, en circunstancias igualmente criticas, apartó y guardó en una bolsita la mitad de tres mil rublos. Aunque esto sea una invención, como enseguida demostraré, es lo cierto que Karamazov lo ha pensado y se ha familiarizado con este pensamiento. Es más, al manifestar al juez de instrucción que había escondido mil quinientos rublos en una bolsita (que nunca ha existido), tal vez improvisó esta mentira precisamente porque hacía dos horas había ocultado la mitad de lo que poseía en algún lugar de la fonda de Mokroie, obedeciendo a una inspiración súbita, para no llevarlos encima, y pensando recogerlos a la mañana siguiente. Recuerden, señores del jurado, que Karamazov puede contemplar dos abismos a la vez.