»Hemos registrado inútilmente la fonda de Mokroie. Es posible que el dinero esté allí todavía; acaso desapareció al día siguiente y el acusado lo tenga ya en su poder. Lo cierto es que, cuando se le detuvo, estaba de rodillas al lado de su amante, que se había echado en un sofá. Dmitri Karamazov se había olvidado de todo hasta el punto de que no oyó a los que llegaban para detenerlo. Lo cogieron desprevenido y no tuvo tiempo de inventar ninguna respuesta.

»Y ahora vedlo ante sus jueces, ante los que van a decidir su futuro. Señores del jurado: en el ejercicio de nuestras funciones hay momentos en que incluso a nosotros nos da miedo la humanidad. Esto nos ocurre cuando advertimos el temor animal del culpable, que se ve perdido, pero que no cesa de luchar; esto nos sucede cuando se despierta en el criminal el instinto de conservación, y el desgraciado fija en nosotros una mirada penetrante, llena de ansiedad y angustia, tratando de leer en nuestro semblante, en nuestro pensamiento, y preguntándose desde qué punto partirá el ataque. En medio de su confusión, urde en un instante mil respuestas, pero no se atreve a dar ninguna: teme delatarse. Estos momentos de cruel humillación para el alma humana, este calvario, esta avidez irracional de salvación es algo verdaderamente espantoso, algo que hace temblar a veces a los miembros de un tribunal de justicia y despierta su compasión.

»Primero, aturdido y aterrado, deja escapar unas palabras comprometedoras. «¡Sangre! ¡Merezco este castigo!» Pero enseguida se contiene. No sabe todavía qué decir y sólo puede responder con una vana negativa: «¡No soy culpable de la muerte de mi padre!» Es el primer parapeto. Tras esta defensa, abre nuevas trincheras el acusado. Sin esperar a que se lo preguntemos, trata de explicar sus primeras exclamaciones comprometedoras, diciendo que sólo se considera culpable de la muerte del viejo criado Grigori. «He agredido a Grigori, pero ¿quién ha matado a mi padre?, ¿quién ha cometido este crimen que no he cometido yo?» Observen el detalle. Nos dirige esta pregunta a nosotros, que estamos aquí precisamente para hacérsela a él. ¿Comprenden el motivo de que se anticipe a decir que no es el autor del crimen? Es una trapacería, una ingenuidad, un acto de impaciencia digno de un Karamazov. Con ello pretende alejar de nosotros la creencia de que el culpable es él. Luego se apresura a manifestar: «Deseaba matarlo, señores, pero no lo he hecho: soy inocente.» Confiesa que deseaba cometer el crimen. Pero ¿con qué fin hace esta confesión? Con el de convencernos de que es sincero, ya que, si nos convence, habremos de creer en su inocencia. En estos casos, el criminal suele demostrar un aturdimiento y una candidez inauditos. Cuando se instruyó el sumario, se le hizo, con aparente indiferencia, esta pregunta: «¿No será Smerdiakov el asesino?» Y sucedió lo que esperábamos: el acusado se enojó al ver que nos habíamos adelantado a sus planes, cogiéndolo desprevenido y no dándole tiempo a elegir el momento más favorable para acusar a Smerdiakov. Su temperamento le lleva en el acto a adoptar una actitud extrema y afirma enérgicamente que Smerdiakov es incapaz de cometer un asesinato. Sin embargo, no hay que creerlo: es sólo una astucia. El acusado no renuncia a acusar a Smerdiakov, puesto que no hay otro al que poder achacar el crimen; pero lo hará más adelante, ya que por el momento su plan ha fracasado. Al día siguiente, o varios días después, dirá: «Ya saben ustedes que yo fui el primero en negar que el asesino fuera Smerdiakov. Ahora no tengo más remedio que aceptar que no puede haber sido nadie más que él.»

»Por el momento se limita a negar con vehemencia, y la cólera y la excitación nerviosa le sugieren las explicaciones más absurdas. Dice que observó a su padre a través de la ventana y que luego se alejó prudentemente. Ignoraba la importante declaración que iba a hacer Grigori. Cuando inspeccionamos sus ropas, esta operación lo exaspera, pero se tranquiliza al ver que sólo se encuentran mil quinientos de los tres mil rublos. Entonces, en estos momentos de indignación reprimida, acude a su mente por primera vez la idea de la bolsita. Sin duda, se da cuenta de la inverosimilitud de su revelación y trata de hacerla más aceptable inventando una novela que tenga más visos de realidad. En estos casos los magistrados no deben dar al culpable tiempo para reponerse; deben lanzar inmediatamente sobre él una serie de rápidos ataques: sólo así conseguirán que revele sus pensamientos más íntimos. El mejor procedimiento para hacer hablar a un criminal es revelarle de pronto, y como sin intención alguna, un hecho de extrema importancia que para él resulte una novedad por no haberlo advertido. Nosotros teníamos preparado un hecho de esta índole: la declaración del criado Grigori respecto a la puerta abierta por donde acababa de salir el acusado. Él se había olvidado de esta puerta por completo y no creía que Grigori se hubiera fijado en ella. El efecto de la alusión a la puerta fue extraordinario. Karamazov se levantó en el acto y exclamó: «¡Es Smerdiakov el asesino! ¡Estoy seguro de que es Smerdiakov!» Así expresa un íntimo pensamiento nacido del deseo de salvarse, idea absurda, pues no cae en la cuenta de que Smerdiakov, para cometer el crimen, tenía que haber esperado a que él abatiera a Grigori y huyese. Esto explica que Karamazov quedara paralizado de espanto cuando supo que Grigori había visto la puerta abierta antes de que él lo agrediera, y que el criado, al levantarse de la cama, había oído a Smerdiakov gemir al otro lado del tabique. Mi colega, el honorable e inteligente Nicolás Parthenovitch, me ha contado que en aquel momento su emoción fue tan profunda, que le faltó poco para echarse a llorar.

»Entonces, para salir del apuro, el acusado nos cuenta la historia de la famosa bolsita. Señores del jurado: ya he explicado a ustedes por qué esta historia me parece completamente absurda, la más extravagante que se pueda concebir en el caso que nos ocupa. Ni siquiera en una competición para premiar al joven que tuviera la idea más disparatada, habría surgido una idea como ésta. En estos momentos se puede confundir al triunfal narrador con los detalles, esos detalles que la realidad nos ofrece a montones y que el involuntario y desdichado farsante desdeña siempre, porque los cree inútiles e insignificantes. No cabe duda de que piensa así. Él tiene planes grandiosos y se le refutan con bagatelas. Pues bien; éste es el punto débil de la coraza. Se pregunta al acusado:

»—¿De dónde sacó usted el material para la bolsita y quién se la cosió?

»—Me la cosí yo mismo.

»—Pero ¿de dónde sacó la tela?

»Esto molesta al acusado hasta el punto de que le es difícil disimularlo. Sí, se siente realmente ofendido. En estos casos todos son iguales.

»—Corté un trozo de una de mis camisas.

»—Perfectamente. Por lo tanto, mañana encontraremos entre su ropa interior esa camisa a la que le falta un trozo de tela.

»Desde luego, señores del jurado, si se encontraba esta camisa, ello constituiría una prueba decisiva de la exactitud de la declaración del acusado, ya que si decía la verdad, la camisa tenía que estar en su cómoda o en su maleta. Pero él no se da cuenta de este detalle.

»—Es que no recuerdo bien si corté el trozo de tela de una de mis camisas o de una cofia de mi patrona.

»—¿De una cofia?

»—Sí; la encontré abandonada como un trapo viejo.