Pero la conciencia renacentista no podía reconciliarse con la idea de que a hombres sabios se los amontonase con toda clase de pecadores y condenados a torturas físicas.

Entonces Dante imaginó un lugar especial para ponerlos en el infierno. Si usted me permite... Es el Cuarto Canto y dice así:

Un castillo encontramos...

—¡Mire aquí los viejos arcos!

...rodeado con siete muros de soberbia altura,

—Usted vino aquí en el Negra María, por eso no vio las puertas.

...Vi cuatro grandes sombras por delante,

que ni dolor mostraban ni alegría.

“... quiénes tienen tal honra, y ¿en qué nombre

de las almas la vida así se parte?"

—¡Ah!, Lev Grigorich, usted es demasiado poeta —dijo Valentina Pryanchikov. Le voy a explicar de la manera más accesible al camarada lo que es la sharashka. Usted solamente necesita recordar el recorte del diario que dice: "Se ha comprobado que el alto rendimiento de lana de una oveja depende del cuidado y de la alimentación que se le da al animal".

UNA NAVIDAD PROTESTANTE

El árbol de Navidad consistía en una ramita de pino insertada en la ranura de un banco. Una guirnalda de pequeñas luces multicolores sobre los cables cubiertos de un plástico color lechoso y doblemente enrollados, descendía hasta una batería en el piso. El banco estaba en un rincón del cuarto, entre cuchetas dobles y uno de los colchones de la cucheta alta protegía todo el rincón y el pequeño árbol de Navidad, de las brillantes luces del techo.

Seis hombres vestidos con gruesos over-allazul oscuro se hallaban de pie junto al árbol; escuchando, con las cabezas gachas, mientras uno de ellos, cetrino, de cara enjuta: Max Richtman, recitaba una oración protestante de Navidad.

No había nadie más en la amplia habitación, abarrotada de cuchetas dobles unidas entre sí. Después de la comida y de una hora de caminata, todo el mundo se había retirado a su trabajo nocturno.

Max terminó la oración y los seis tomaron asiento. Cinco de ellos estaban llenos de agridulces recuerdos de su patria. Su querida, bien ordenada Alemania, debajo de cuyos techos de pizarra, esta fiesta, la más importante del año, era tan luminosa y conmovedora. El sexto del grupo, un hombre grandote, con la espesa barba negra de un profeta bíblico, era judío y comunista.

El destino de Lev Rubín se había entrelazado con Alemania, tanto con ramas de paz como con varillas de guerra.

En tiempo de paz fue un filólogo especializado en lenguas germanas, conversaba en perfecto Hochdeutschy podía, cuando la ocasión lo requería, saltar a los dialectos del medio alto y antiguo alto germano.

Podía recordar cualquier escritor germano que hubiera sido publicado como si hubiese gozado de su amistad personal. Podía hablar de ciudades de poca, importancia sobre el Rin, como si a menudo hubiese caminado por sus bien regados y sombreados senderos

Pero había estado únicamente en Prusia y sólo durante la guerra.

Había sido mayor del Soviet en la "Sección para la desintegración de las fuerzas armadas enemigas". Del campo de prisioneros de guerra elegía alemanes que querían ayudarlo. Los sacaba de ahí y los mantenía, sin privaciones en una escuela especial. A algunos los hacía pasar a través del frente con explosivos de trinitrotolueno, marcos falsos, documentación falsa y falsos papeles de identificación del ejército. Podían volar puentes y merodear hasta sus casas para divertirse, hasta que los agarrasen. Con otros discutía sobre Goethe y Schiller y panfletos de propaganda, persuadiendo a los hermanos combatientes por medio de altoparlantes, de volver sus armas contra Hitler. Y más aún, con otros, cruzó la frontera y copó lugares estratégicos puramente a fuerza de persuasión, salvando así batallones soviéticos.

Pero no había sido capaz de convertir alemanes sin convertirse él, en uno de ellos, sin llegar a amarlos y desde el día de su derrota, sin sentir lástima por ellos. Por esta razón Rubin había sido arrestado. Enemigos, en su propia administración, lo acusaban de agitar, después de la ofensiva de enero de 1945, contra "sangre por sangre y muerte por muerte".

Los cargos eran verdaderos y no los desmentía. Sin embargo, la situación era inconmensurablemente más complicada de lo que se podía escribir en los diarios o de lo que fue escrito en su acta de condena.

Se habían empujado dos mesas de luz contra el banco sobre el cual se hallaba el árbol de Navidad, para hacer una mesa de comedor. Comenzaron disfrutando productos envasados de la gastronomía (a los zeks de la sharashkase les permitía encargar a almacenes moscovitas y pagar con los fondos de sus cuentas bancadas) con café tibio, y torta casera. Se inició una discusión seria; Max fue conduciéndola con firmeza hacia temas pacíficos: costumbres de los paisanos, cuentos emotivos de Nochebuena. Alfredo, que usaba anteojos —un estudiante vienes de física que no había podido completar sus estudios— conversaba en forma muy entretenida en su acento austríaco. Gustavo, un joven de la Hitlerjugend, que había sido tomado prisionero una semana después que terminara la guerra, permanecía sentado allí, con su cara mofletuda, sus rosadas orejas trasparentes, como las de un lechón, miraba como hipnotizado, con sus ojos bien abiertos, las luces del árbol, atreviéndose apenas a participar en la conversación de los mayores.

No obstante, la conversación derivó hacia la guerra. Alguien recordó la Navidad de 1944, cinco años antes, cuando cada alemán se enorgullecía en la ofensiva de Ardenas y como en la antigüedad, los vencidos perseguían a los vencedores. Recordaban cómo, en esa víspera de Navidad, Alemania había escuchado a Goebbels.

Rubin, tirando de las cerdas de su barba negra e hirsuta, lo confirmaba. Él recordaba ese discurso, había sido efectivo, Goebbels había hablado con profunda angustia, como si hubiese asumido personalmente las cargas que oprimían a Alemania. Posiblemente presentía ya su propio fin.

SS ObersturmbannführerReinhold Zimmel, cuyo largo cuerpo apenas tenía cabida entre la mesa y la cucheta doble, no apreció la refinada cortesía de Rubin. Le resultaba intolerable pensar que este judío osara juzgar a Goebbels. Jamás se hubiera dignado sentarse en la misma mesa, de haber tenido la fuerza de voluntad de renunciar a pasar la Nochebuena con sus compañeros. Pero todos los otros alemanes habían insistido que Rubin estuviese allí, pues, para la diminuta colonia germana, nacida al azar dentro de la jaula de oro de la sharashka, en el corazón de este, frío y salvaje, para ellos, país, la única persona comprensible a mano era este mayor del ejército enemigo que se había pasado durante toda la guerra difundiendo la destrucción y la discordia entre ellos. Sólo podía él, interpretar y contarles las maneras y costumbres de allí, aconsejándoles cómo comportarse y traduciéndoles del ruso, las últimas noticias internacionales.