Innokenty se estiró en el sofá de cuero y se quedó inmóvil. Era como si esperara extraer ayuda del sofá; alguna especie de tranquilidad a todo lo largo de su cuerpo.

¿Estaba, en verdad, sucediendo todo esto? ¿Sería él? ¿Era él realmente quién habló por teléfono a Dobroumov anteayer? ¿Cómo se atrevió? ¿Dónde había encontrado semejante coraje?

¿Y por qué lo había hecho? Esa mujer estúpida. ¿Y quién es usted? ¿Cómo puede probar que está diciendo la verdad?

No debió haber telefoneado. Estaba muerto de pena por sí mismo. ¡Terminar la vida a los treinta años!

No, no lamentaba haber telefoneado. Tuvo que hacerlo. Era como si alguien hubiera guiado su mano.

No, no era eso... No le quedaba bastante voluntad para arrepentirse ni dejar de hacerlo. Estaba tendido allí, respirando apenas, esperando que todo terminara pronto.

Nadie llamó a la puerta; nadie quiso entrar. El teléfono no sonó.

Innokenty se durmió. Entonces, sueños pesados y absurdos, le dilataban la cabeza para que despertara. Despertaba aún más oprimido que antes, torturado por la sensación de que habían venido a arrestarlo, o que ya estaba arrestado. No tenía fuerzas para levantarse, para sacudir sus pesadillas, ni siquiera para moverse. La terrible impotencia somnolienta lo embargó otra vez y por último se quedó dormido como una piedra. Lo despertaron los ruidos de la hora del té en el corredor, y advirtió que de su boca abierta e insensible caía la saliva sobre el sofá.

Se levantó, abrió la puerta de la oficina y salió a lavarse.

Le trajeron té y sandwiches.

Nadie vino a arrestarlo. Sus colegas lo saludaron en el corredor como siempre lo hacían. Nadie cambió su actitud para con él.

Eso no probaba nada. Ninguno de ellos podía estar enterado.

Pero se sintió reconfortado por sus rostros y voces familiares. Le pidió a la muchacha té más fuerte y más caliente y bebió dos vasos, lo que lo hizo sentirse aún mejor.

Sin embargo, todavía no se decidía a entrevistar al jefe y enterarse de la verdad.

Por un simple sentido de autopreservación, por compasión hacia sí mismo, el camino más acertado hubiera sido ponerle fin a su vida. Pero tenía que asegurarse definitivamente de que iban a arrestarlo.

¿Y si no era así?

De pronto sonó el teléfono. Innokenty comenzó a temblar y podía oír los latidos de su corazón.

Llamaba Dotty. Su voz afectuosa lo hizo volver a la normalidad, recuperarse. Ella preguntó cómo iban las cosas y le propuso salir, esa noche a alguna parte.

Otra vez Innokenty sintió una oleada de calor y gratitud hacia ella. Fuera una buena o una mala esposa, estaba más cerca de él que ninguna otra persona en la tierra.

No le dijo nada acerca del aplazamiento de su designación. Se imaginaba descansando en la seguridad del teatro esa noche... después de todo, no arrestaban a nadie en sala llena de gente.

—Bien, compra las entradas para algo alegre —respondió.

—¿Una opereta? — preguntó Dotty—. Hay algo llamado Akulina, nada más. En el teatro del Ejército Rojo hay una premier: "La Ley de Licurgo" en la sala pequeña y "La voz de América" en la sala grande. En el Teatro del Arte, "El Inolvidable 1919".

"La Ley de Licurgo" suena demasiado atractivo. Las peores piezas tienen los mejores nombres. Supongo que será preferible que compres localidades para ver Akulina. Después iremos a un restaurante.

—¡Muy bien! — asintió Dotty riendo.

Pasaría toda la noche afuera para que no lo encontraran en su casa.

Siempre llegaban de noche.

Lentamente volvía la voluntad de Innokenty. Bien, suponiendo que yo estuviera bajo sospecha, ¿qué pasaba con Shchevronck y Zavarzin? Ellos estaban directamente involucrados en todos los detalles; las sospechas debían haber recaído en ellos aun con anterioridad. Sospechar no es probar.

Suponiendo que se hubiera ordenado su arresto, ¿no había manera de eludirlo u ocultar algo? No tengo nada que ocultar, ¿para qué preocuparme?

Ya se sentía bastante recuperado como para razonar otra vez.

¿Y qué sucedería si lo arrestaban? Podría no ser hoy, ni siquiera esta semana. En consecuencia, ¿debía quitarse la vida o vivir sus últimos días con toda la intensidad que pudiera?

¿Por qué estar tan aterrado? ¡Al diablo con ello! Había defendido con tanto fervor a Epicuro anoche... ¿Por qué no poner en práctica algunas de sus enseñanzas? Había dicho cosas bastante sabias...

Recordando haber copiado algunas cosas de Epicuro cierta vez y pensado que debía revisar su viejo cuaderno de todas maneras, para ver si había algo que debiera destruir, comenzó a hojearlo. Lo primero que encontró fue: "Los sentimientos interiores de satisfacción o insatisfacción constituyen el criterio más alto del bien y del mal.

La mente aturdida de Innokenty no podía comprenderlo y siguió: —Temen a la muerte sólo porque temen los sufrimientos más allá de la tumba.

¡Qué tontería! La gente teme a la muerte porque detesta despedirse de la vida. ¡Una interpretación muy elaborada, Maestro!

Innokenty se imaginó en un parque en Atenas: Epicuro de setenta años, moreno, en una túnica, hablando desde los peldaños de mármol; el mismo Innokenty se vio a sí mismo en su traje ordinario, reclinado naturalmente contra un pedestal, como un norteamericano, escuchándolo.

"Pero uno debería saber", siguió leyendo, "que no hay inmortalidad. No hay inmortalidad y, por lo tanto, la muerte no es un mal para nosotros; simplemente no nos debe inquietar: mientras existimos no hay muerte y cuando llega la muerte nos hemos ido".

¡Qué bueno es eso!, — pensó Innokenty reclinándose—. ¿Quién fue el que dijo lo mismo hace poco? ¡Ah, sí!, en la reunión de ayer ese individuo ex militar!

"La fe en la inmortalidad nace del ansia de la gente insatisfecha que hace mal uso del tiempo que la naturaleza nos ha otorgado. Pero el hombre sabio encuentra el lapso de su vida suficiente para completar todo el círculo de placeres accesibles y cuando llega el momento de la muerte, abandonará la mesa de la vida, satisfecho, dejando un lugar para otros invitados. Para el hombre sabio, una vida humana es suficiente y el hombre necio no sabría qué hacer con la eternidad".

¡Hermosamente dicho! El único problema es: ¿Qué pasa si no es la Naturaleza la que retira a uno de la mesa a la edad de setenta años, sino gente con pistolas, a los treinta años...?.

"No debe temerse a los sufrimientos físicos. Quien quiera que conozca el límite del sufrimiento es inmune al miedo. El sufrimiento prolongado es insignificante; el sufrimiento que importa es siempre breve. El hombre sabio no perderá su calma espiritual ni siquiera durante la tortura. La memoria le recordará sus anteriores sentimientos, satisfacciones espirituales y, sensuales, en contraste con el sufrimiento corporal de hoy; restablecerá el equilibrio del alma.