Shikin había decidido devanar este rico y nuevo hilo, hoy, lunes, descuidando las dos denuncias que habían sido formuladas esa mañana sobre el "El juicio del príncipe Igor". Llamó al portero pelirrojo antes del almuerzo y Spiridón llegó desde el patio tal como estaba, con su capote y su cinturón de tela gastado. Se había quitado la gorra con grandes orejeras y la apretaba con aire culpable entre sus manos, como el clásico campesino ruso que viene a pedir un pedazo de tierra a su señor. Tuvo cuidado de no ensuciar la alfombra, restregando sus pies en el felpudo de goma. Echando una ojeada de desaprobación sobre las botas húmedas del portero y mirándolo con severidad, Shikin dejó que permaneciera de pie mientras él se sentaba en el sillón y, silenciosamente, miraba algunos papeles. De tiempo en tiempo, como si estuviera asombrado por lo que estaba leyendo acerca de la naturaleza criminal de Yegorov, lo miraba atónito, como se podría mirar a una bestia sanguinaria que al fin hubiera sido enjaulada. (Todo esto lo hacía de acuerdo al sistema, y tenía la intención de producir un impacto aniquilador en la psiquis del prisionero). Una media hora pasó en el despacho cerrado en absoluto silencio. La campana del almuerzo sonó con claridad. Spiridón esperaba recibir la carta de su casa, pero Shikin ni siquiera oyó la campana; revisaba con rapidez y en silencio los gruesos legajos, sacó algo de una caja y la puso en otra, ojeó ceñudo otros papeles y otra vez, brevemente, miró sorprendido al desalentado y culpable Spiridón.

Toda el agua de las botas de Spiridón había goteado sobre el felpudo de goma, y se había secado, cuando por fin Shikin habló:

—Bien, ¡acérquese! — Spiridón se acercó.— Deténgase. ¿Lo conoce? — Y empujó hacia él la fotografía de un joven vistiendo uniforme alemán, sin gorra.

Spiridón se inclinó, miró furtivamente, lo examinó y dijo disculpándose:

—Como usted sabe, ciudadano Mayor, soy un poco ciego. Déjeme verlo más de cerca.

Shikin lo dejó mirar. Todavía sosteniendo su astrosa gorra de piel en una mano, Spiridón tomó la fotografía por los bordes, con todos sus cinco dedos y llevándola hacia la luz de la ventana, la puso frente a su ojo izquierdo, como para examinarla en todos sus detalles.

—No —dijo con un suspiro de alivio—. Nunca lo he visto. Shikin volvió a tomar la fotografía.

—Muy malo, Yegorov —dijo en forma aplastante—. Negarlo sólo hará que las cosas resulten peor para usted. Bien, qué diablos, tome, asiento —y señaló una silla más distante—. Tenemos que conversar mucho; se le cansarían los pies.

Otra vez guardó silencio, afanándose con los papeles.

Spiridón retrocedió y se sentó. Puso su gorra en una silla próxima, pero observando cuán limpia estaba la silla de cuero suave, la sacó y la puso sobre sus rodillas. Metió la cabeza redando entre los hombros y se inclinó hacia adelante; toda su apariencia expresaba arrepentimiento y sumisión.

Con completa calma pensó. "¡Víbora! ¡Perro! ¿Cuándo recibiré la carta? ¿No la tendrás tú?

Spiridon había soportado en su vida dos investigaciones y una reinvestigación, y conocido a miles de prisioneros que sufrieron investigaciones. Conocía perfectamente el juego de Shikin, pero sabía qué tenía que simular creer en él.

—Ha llegado nuevo material contra usted —dijo Shikin, suspirando con pesadez—. ¡Parece que ha hecho sus jugarretas en Alemania!

—¡Quizás no se trate de mí! — lo tranquilizó Spiridon—. Los Yegorovs eran como moscas en Alemania. ¡Decían que hasta había un general Yegorov!

—¿Qué quiere decir que no era usted? ¡Que no era usted...! Spiridon Danilovich es el nombre que tengo, aquí —dijo Shikin y señaló con el dedo uno de los legajos—. Y el año de nacimiento, y todo lo demás, — ¿Año de nacimiento? ¡Entonces no era yo! — respondió Spiridon con convicción—. Porque, para hacer las cosas más fáciles con los alemanes, me agregué tres años.

—¡Ah, si Shikin recordó. Entonces su rostro se encendió y la fatigosa necesidad de conducir una investigación se desvaneció de su voz. Dejó a un lado los papeles.— Antes que me olvide. ¿Recuerda, Yegorov, hace diez días, cuando ayudó a llevar el torno? Bajando la escaleta hasta el sótano...?

—¡Sí!.

—¿Dónde ocurrió el golpe? ¿Fue en la escalera o cuando ya estaban en el corredor?

—¿Golpearon a quién? — respondió sorprendido Spiridon—. No nos hemos peleado.

—¡El torno!

—Buen Dios, ciudadano Mayor, ¿por qué había de golpear el torno? ¿Es que nos hizo algún daño? ¿Por qué?

—Eso es lo que me sorprende, también... ¿por qué lo rompieron?

¿Quizás se les cayó?

—¿Qué quiere decir con eso de que se nos cayó? Lo teníamos por los pies, con cuidado, como a un niñito.

—Y tú, personalmente, ¿de dónde lo supiste?

—¿De dónde? De aquí.

—¿De dónde?

—De mi lado.

—¿Sí, pero de dónde lo tomaste, de debajo del mandril posterior o

de abajo del eje?.

—Ciudadano Mayor, no entiendo de mandriles, ni de ejes

¡Le mostraré cómo lo hice! — Puso la gorra en la silla próxima, se levantó y dio vuelta como si estuviera tratando de hacer pasar un torno a través de la puerta a la oficina. Yo venía hacia acá, en esta forma. Hacia atrás. Y dos de ellos se atascaron en la puerta... ¿comprende?

—¿Cuáles dos?

—¿Cómo puedo saberlo? No bauticé chicos con ellos. Yo estaba resoplando. "¡Deténganse!", grité. "Déjenme ver de dónde puedo agarrarlo". ¡Allí estaba él coso!

—¿Qué coso?

—¿Cómo, no lo entiende? — preguntó Spiridon por encima de su hombro, poniéndose colérico—. Eso que estábamos cargando.

—¿El torno?

—Por supuesto, ¡el torno! Y pronto lo sostenía de otra parte. (Así lo demostraba esforzándose, y agachándose). Entonces, uno de ellos, se adelantó por un costado, otro empujó y un tercero... ¿por qué se nos iba a caer? ¡Qué demonios! — Se enderezó—. En el campo hemos trasportado cargas más pesadas que esa. Seis mujeres podrían bien llevar tu torno...seis kilómetros... ¿Dónde está ese tornó? ¡Vamos a levantarlo ahora mismo y acabemos con eso!

—¿Quiere decir que no le dejaron caer? — preguntó el Mayor amenazador.

—Eso es lo que estoy diciéndole, ¿no?

—¿Entonces, quién lo rompió?

—¿Pero... alguien lo dejó caer? — preguntó Spiridon sorprendido— Comprendo. — Dejó de hacer la demostración de cómo había acarreado el torno y volvió a sentarse en la silla, todo lleno de atención.

—¿Estaba completamente bien cuando lo levantaron?