—Eso es lo que no vi. No podría decirle, tal vez estuviera roto.

—Bien, cuando lo pusieron en el suelo, ¿en qué condiciones estaba?

—¡Oh, entonces estaba muy bien!

—¿Pero tenía una rajadura en la base?

—No había rajadura —respondió Spiridon con convicción.

—¿Cómo podías haberla visto, diablo ciego? ¿Eres ciego?

—Ciudadano Mayor, soy ciego cuando se trata de papeles, es verdad... pero en cuanto a las cosas del lugar, vea todo. Usted, por ejemplo, usted y los otros ciudadanos oficiales, arrojan las colillas cuando caminan por el patio, y yo las levanto, hasta de la nieve blanca. Pregúnteselo al jefe.

—¿Y ahora qué es lo que estás queriendo decir, que pusieron el torno en el piso y tuvieron cuidado de inspeccionarlo?

—¿Por supuesto, qué es lo que cree usted? Después de terminar el trabajo fumamos, no podíamos dejar de hacer eso. Entonces palmeamos el torno.

¿Lo palmearon?¿Con qué?

—Bien; con las manos, así, en un costado, como a un caballo caliente.

Un mecánico dijo: —¡Qué buen torno! Mi abuelo era tornero... solía trabajar en uno como éste.

Shikin suspiró y tomó una hoja de papel limpia.

—Lamentó que no quieras confesar, Yegorov. Escribiremos un informe. Está claro que fuiste tú quién rompió el torno. Si no hubieras sido tú, habrías dicho el nombre del que lo hizo...

Dijo esto con convicción, pero interiormente ya no sentía ninguna. Era el dueño de la situación; había conducido el interrogatorio, el portero había respondido con buena voluntad y había aportado mayores detalles. Sin embargo, todo lo que se había hecho con tanto cuidado no servía para nada: el largo silencio, la fotografía, el juego de la voz y la rápida conversación sobre el torno, todo había sido una pérdida de tiempo. Desde que este prisionero pelirrojo, cuyo rostro aún conservaba una obsequiosa sonrisa, cuyos hombros estaban inclinados hacia adelante, no había cedido, no quedaban probabilidades de que cediera ahora.

Cuando Spiridon mencionó a un General Yegorov, ya imaginaba que no lo había llamado a causa de ninguna jugarreta alemana, que la fotografía era sólo una pantalla, que el "policía" estaba tratando de engatusarlo y que el torno era la verdadera razón por la cual estaba allí. Hubiera sido sorprendente que no lo hubiera interrogado sobre ello, desde que los otros diez zeks habían sido vapuleados como perales durante toda la semana. Con el hábito de toda su vida de engañar a las autoridades, entró con facilidad en el desagradable juego. Pero ésta esgrima sin objeto lo irritaba. Estaba disgustado porque otra vez había dejado de recibir su carta. También, aun cuando estaba sentado, en la oficina de Shikin, templada y seca, su trabajo en el patio estaba paralizado y se acumulaba para el día siguiente.

Pasó algún tiempo y la campana dando fin al intervalo del almuerzo hacía rato que había sonado. Shikin escribió sus preguntas, distorsionó las respuestas de Spiridon lo mejor que pudo y le ordenó a éste que firmara, como estipulaba la Cláusula 95, por haber dado un falso testimonio.

En ese preciso momento llamaron a la puerta.

Shikin se liberó de Yegorov, cuya estupidez lo había encolerizado y admitió al solapado y formal Siromakha, que siempre alcanzaba las cosas más importantes de la manera más expeditiva.

Siromakha entró con pasos suaves y rápidos. La sorprendente novedad que traía, agregada a su preeminencia entre los informantes de la sharashka, lo ponían al nivel del Mayor. Cerró la puerta tras de sí y sin darle tiempo a Shikin a echarle llave, retrocedió dramáticamente. Estaba actuando.

Con claridad, pero en voz tan baja que no era posible que se le oyera a través de la puerta, informó:

—Doronin anda mostrando una orden de pago de 147 rublos.

Lyubimichev, Kagan y otros cinco han sido atrapados. Se reunieron y los agarraron en el patio. ¿Doronin es suyo?

Shikin se tomó el cuello y tiró de él como para aflojarlo. Sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Su grueso cuello se congestionó. Saltó al teléfono. Su rostro, que siempre trasuntaba superioridad y petulancia, parecía enloquecido.

Con paso ágil Siromakha cruzó la habitación llegando antes de que Shikin pudiera tomar el teléfono.

—¡Camarada Mayor! — le recordó. (Como prisionero no se atrevía a decirle "camarada", pero tenía que decirlo como amigo).— ¡No lo haga directamente! ¡No le dé tiempo a prepararse!

Era una norma elemental de la prisión, pero hubo que recordársela a Shikin.

Retrocediendo con tanta habilidad como si pudiera ver los muebles que había detrás de él, Siromakha llegó hasta la puerta. No le quitaba los ojos al Mayor.

Shikin bebió agua.

—¿Puedo retirarme, Camarada Mayor? — preguntó Siromakha rutinario—. Cuando descubra algo más, volveré... esta tarde o mañana por la mañana.

La razón volvía con lentitud á los ojos de Shikin; ahora parecían casi normales otra vez.

—¡Nueve gramos de plomo para él, la víbora! — Sus palabras surgían con un silbido—. ¡Me ocuparé de eso!

Siromakha se marchó en silencio como si estuviera abandonando el cuarto de un enfermo. Había hecho lo que se esperaba de él, de acuerdo a sus propias convicciones y no tenía prisa por pedir una recompensa.

No estaba del todo convencido de que Shikin fuera a continuar siendo un Mayor en MGB por mucho más tiempo.

Este era un caso extraordinario, no sólo en la sharashkade Mavrino, sino en toda la historia del Ministerio.

—El llamado al jefe del Laboratorio de Vacío no fue hecho por Shikin personalmente, sino por el oficial de guardia cuya mesa estaba en el corredor. Se le ordenó a Doronin que se presentara en seguida a la oficina del Coronel de Ingenieros Yakonov.

Aun cuando eran las 4 de la tarde, la luz superior en el Laboratorio de Vacío, siempre oscuro, estaba encendida desde hacia algún tiempo. El Jefe del Laboratorio estaba ausente y Clara tomó el teléfono. Había entrado al laboratorio recién y un poco más tarde que de costumbre para cumplir su turno... se detuvo para hablar con Támara y todavía no se había quitado el gorro ni el tapado de piel... Ruska no había apartado sus ardientes ojos de ella ni por un instante, pero ella no lo miró. Levantó el auricular, sin sacarse los guantes escarlata y respondió con los ojos bajos. Ruska se quedó de pie al lado de su aparato de bombeo a tres pasos de distancia de ella, mirándola insistentemente a la cara. Pensaba que esa noche, cuando el resto estuviera comiendo, tomaría esa querida cabeza entre sus manos. La proximidad de Clara lo hacia olvidar dónde estaba.

Ella levantó los ojos, sintiendo que él estaba, allí, y dijo: