—¡Róstilav Vadimovich! Un llamado urgente de Antón Nikolayevich.

La gente los podía ver y oír; era imposible que ella le hablara de otra manera... pero sus ojos ya no eran los mismos. ¡Fueron cambiados! ¡Estaban apagados, sin vida!

Obedeciendo mecánicamente, sin tratar siquiera de imaginar qué podría significar el sorprendente llamado del Ingeniero Coronel, Ruska salió. No podía pensar en nada más que en la expresión de Clara. Al llegar a la puerta se volvió para mirarla, y vio que ella lo observaba marcharse. Inmediatamente la muchacha desvió los ojos.

Ojos desleales. Ella los había apartado como si estuviera asustada.

¿Qué podía haber sucedido?

Pensando sólo en ella, subió las escaleras hasta el oficial de guardia, sin su cautela ordinaria, olvidando por completo prepararse para, preguntas imprevistas, para un ataque, como debe hacer un prisionero hábil. El oficial de guardia, bloqueando la puerta de Yakonov, le indicó hacia la parte de atrás del oscuro retrete, la oficina del Mayor Shikin.

A no mediar el consejo de Siromakha, y sí Shikin hubiera llamado al Laboratorio de Vacío personalmente, Ruska habría esperado lo peor en seguida. Hubiera corrido a hablar con una docena de amigos para prevenirles. Y luego, a último momento, de alguna manera habría encontrado la oportunidad para hablar con Clara y saber qué le pasaba y se llevaría consigo una triunfante fe en ella, o sino se liberaría de su lealtad para con ella. Ahora, frente a la puerta del "policía", pensó demasiado tarde de qué se trataba. En presencia del oficial de guardia era imposible dudar, volverse; era una locura levantar sospechas si todavía no había ninguna. Sin embargo, Ruska, se volvió con la idea de correr escaleras abajo. En ese momento apareció el oficial de guardia de la prisión, el Teniente Zhvakun, el antiguo verdugo, que había sido llamado par teléfono.

Ruska entró a la oficina de Shikin.

Había dado sólo unos pocos pasos, cuando ya había recobrado su control y cambió la expresión de su rostro. Con la experiencia adquirida por haber sido perseguido durante dos años y con su especial talento de jugador, instantáneamente reprimió la tormenta dentro de él, se obligó a concentrarse en toda una nueva gama de consideraciones y peligros, y con una expresión de franqueza juvenil y despreocupación, dijo:

—¿Puedo entrar? Estoy a su servicio, Ciudadano Mayor.

Shikin estaba sentado en una curiosa posición, el pecho apoyado contra el escritorio, una mano colgando, balanceándose como un lazo.

Se puso de pie frente a Doronin, levantó esa mano como lazo y lo golpeó en la cara.

Luego revoleó la otra. Pero Doronin corrió de nuevo hacia la puerta y se quedó allí de pie, dispuesto a defenderse. La sangre corría de su boca y un mechón de pelo rubio le caía sobre la frente.

Como ya no podía llegar hasta su rostro, el Mayor, de corta estatura, se quedó frente a él y mostrando los dientes, amenazaba salpicando saliva.

—¡Miserable! ¡Vendiéndonos! ¡Despídase de la vida, Judas! ¡Te mataremos como a un perro! ¡Te fusilaremos en el sótano!...

Habían pasado dos años y medio desde que el Más Humano de los Estadistas había abolido la pena capital para toda la eternidad. Pero ni el Mayor ni su anterior informante se hacían ninguna ilusión: ¿qué podía hacerse con una persona repudiable sino ejecutarla?

Los ojos de Ruska relampaguearon salvajemente; la sangre corría por su cara; el labio se estaba hinchando.

Sin embargo, se enderezó y respondió con audacia:

—En cuanto a fusilarme... ¡tendremos que verlo, Ciudadano Mayor! ¡Todavía lo haré meter a usted preso!

Desde hace cuatro meses todo el mundo se ríe de usted y usted ha estado sentado allí cobrando su salario. ¡Le arrancarán sus pequeñas charreteras!

En cuanto a fusilarme, ¡tendremos que verlo!

EL ALUMNO DE EPICURO

Nuestra capacidad para realizar una hazaña, es decir un hecho sobresaliente para las fuerzas de un solo hombre, es en parte un asunto de nuestra voluntad, y en parte, parece que es dado o no nos es dado al nacer. La hazaña más ardua es la que necesita un esfuerzo de voluntad cuando la voluntad no está acostumbrada al esfuerzo. Es mucho más fácil si el acto es la consecuencia de años de constante disciplina. Y el acto más fácil de todos es aquel que se produce tan naturalmente como respirar.

Así era como Ruska Doronin había vivido a la sombra del arresto con simplicidad y sonrisa infantil. Parecía nacido para correr riesgos; llevaba el juego y el espíritu de la aventura en la sangre.

Pero para el limpito y próspero Innokenty, la idea de vivir bajo un nombre falso, de correr de un escondite a otro por todo el país, era inaceptable. No se le pasaría por la mente tratar de evitar el arresto, si se ordenaba su arresto.

Efectuó su hazaña con un vuelo rápido de sus sentimientos y estos mismos sentimientos ahora lo habían dejado exhausto y devastado. Cuando hizo aquel llamado, nunca imaginó cómo crecería el temor dentro de él, cómo lo consumiría. (De haberlo sabido, nunca lo hubiera hecho).

Sólo en la fiesta de Makarygin había encontrado un poco de reposo. De pronto, allí, se sintió liberado, casi listo para gozar del peligroso juego.

Había pasado la noche con su esposa, olvidado de todo. El miedo era mucho peor cuando volvía. Tuvo que apelar a todas sus fuerzas para empezar de nuevo, el lunes a la mañana, a vivir, volver al trabajo, alerta a cualquier señal de cambio en las voces que lo rodeaban.

Soportaba su preocupación con dignidad, pero interiormente se sentía ya destruido, y toda su resistencia, toda su voluntad de salvarse se habían esfumado.

Un poco antes de las once, Innokenty fue a ver a su jefe, pero el secretario no quiso dejarlo entrar. Dijo que sabía que la asignación de Volodin a París había sido retenida por el Ministro Delegado.

La noticia lo sacudió tanto que no tuvo valor para pedir una entrevista y enterarse de la verdad. ¡No podía haber otra cosa detrás de esta demora! ¡Había sido descubierto!

Sintiéndose mareado y agotado, se dirigió a su oficina; no tuvo fuerzas más que para cerrar la puerta con llave y retirarla para hacer creer a la gente que había salido. Pudo hacerlo, porque su vecino que ocupaba el segundo escritorio no había vuelto todavía de su misión.

Sentía náuseas. Esperaba que llamaran a la puerta. Era espantoso, desesperante, pensar que en cualquier minuto podrían venir a arrestarlo. La idea de que no debía abrir la puerta cruzó por su mente... los dejaría que la derribaran.

¿O tendría que ahorcarse antes de que llegaran? ¿O saltar por la ventana? Desde el tercer piso hasta la calle. Dos segundos en el aire... y todo acabaría... y la conciencia apagada... Sobre su escritorio había una gruesa pila de papeles de la oficina de contabilidad... los gastos de oficina de Innokenty. Tenían que ser revisados ante de partir. Pero, sólo mirarlos lo enfermaban. La oficina calefaccionada parecía terriblemente fría. Estaba enfermo de su propia importancia mental. Quedarse ahí sentado esperando morir...