Él era un hombre, es decir, pertenecía a aquella difundida especie de seres que los opresores crean a su imagen y semejanza. El rostro de Siromakha reflejaba resignación y fe. Mamurin, la cara de limón oculta por sus manos descarnadas, callaba por primera vez desde que estaba a cargo del Siete.
Jorobrov apenas podía ocultar la chispa de placer malicioso que le brillaba en los ojos. Él, más que nadie, había combatido la propuesta de Markushev, haciendo hincapié en las dificultades que suponía.
Oskolupov fue particularmente duro con Dyrsin, acusándolo de falta de celo. Cuando Dyrsin se sentía excitado o herido por alguna injusticia, casi perdía la voz. Por ese rasgo poco favorable, siempre resultaba el culpable.
En plena discusión, sin sentido para Oskolupov, entró Yakonov quien, por cortesía, tomó parte en lo que se hablaba. Al fin llamó a Markushev, éste se sentó a su lado y juntos comenzaron a bosquejar una nueva variante del diagrama.
Oskolupov hubiera preferido arreglar las cosas con reprimendas y recriminaciones, técnica que le era familiar y que, durante sus años de poder, había perfeccionado hasta los últimos detalles. Era lo que le daba mejores resultados. Pero vio que en este caso no conseguiría nada de ese modo.
Ya sea porque Oskolupov pensó que no podía contribuir nada importante a la conversación, o porque quiso respirar un aire diferente y menos tenso antes de terminar el fatídico mes de gracia, se levantó sin escuchar las palabras finales de Bulatov y salió sombrío del cuarto, dejando que todo el personal del Siete quedara sufriendo por las dificultades que sus deficiencias ocasionaban al jefe de sección.
Como lo exigía el protocolo, Yakonov estuvo obligado a levantarse pesadamente y llevó su corpulencia tras el hombre del gorro, que apenas le llegaba al hombro.
Caminaron por el pasillo, juntos y callados. El jefe de sección no veía con buenos ojos que su ingeniero principal caminara junto a él, debido al físico poderoso de Yakonov y al hecho de que éste le llevaba al menos una cabeza.
Yakonov podría haber aprovechado el momento para anunciar el progreso, sorprendente e inesperado, ocurrido con el codificador, lo cual hubiese tenido sus ventajas, suprimiendo de inmediato el resentimiento que Oskolupov le había demostrado desde la conferencia nocturna de Abakumov.
Pero no tenía el dibujo. El increíble dominio de sí de Sologdin, demostrado al preferir la muerte antes que entregar su dibujo a cambio de nada, lo había convencido de que debía cumplir su promesa, informando esta noche a Sevastianov sin hacer caso de Oskolupov. Claro que éste se pondría furioso, pero no tendría más remedio que calmarse.
Y más tarde Yakonov le diría que no había tenido seguridad acerca del éxito del experimento de Sologdin.
Este ingenuo cálculo no era el único elucubrado por Yakonov. Había visto a Oskolupov triste, preocupado por su destino, y se complacía en dejarlo sufrir unos días más. Antón Nikolaievich Yakonov sentía una furia de ingeniero concienzudo por el proyecto, como si él lo hubiese creado. Sologdin había tenido razón al pronosticar que sin duda Oskolupov haría todo lo posible para aparecer como coinventor. Y cuando lo descubriera ni siquiera miraría el dibujo de la sección central, sino que lo primero que haría sería aislar a Sologdin en cuarto aparte, trataría de impedir que sus colegas se pusieran en contacto con él para trabajar, llamaría a Sologdin para amenazarlo y darle plazos drásticos, y telefonearía desde el ministerio cada dos horas para mortificar a Yakonov para terminar dándose humos y diciendo que, sólo gracias a su supervisión, el experimento fue encaminado.
Cómo todo eso le era familiar hasta las náuseas, Yakonov prefería no decir nada por ahora. Pero, al entrar a su oficina, hizo algo que nunca hubiera hecho delante de extraños: ayudó a Oskolupov a quitarse el abrigo.
—¿Qué hace aquí Gerasimovich? — preguntó Foma Gurianovich, sentándose en el sillón de Yakonov sin quitarse el gorro. Yakonov se sentó a un costado.
—¿Gerasimovich? Vamos a ver, ¿cuándo vino de Stresnevka? Creo que en octubre. Bueno, desde entonces armó el televisor del camarada Stalin.
—Llámalo aquí.
Yakonov telefoneó.
Stresnevka era otra de las sharashkasde Moscú. Poco antes, bajo la dirección del ingeniero Bobier, se había inventado allí un dispositivo muy ingenioso y útil: una extensión para teléfonos urbanos comunes. Lo especial del aparato consistía en que comenzaba a funcionar cuando el teléfono no se usaba y estaba colgado y quieto. El dispositivo fue aprobado, y empezó a fabricarse.
Las ideas revolucionarias de las autoridades (y por definición todas sus ideas lo eran) sé aplicaban ahora a otros dispositivos.
El oficial de guardia asomó la cabeza en la puerta.
—El prisionero Gerasimovich.
—Que pase —dijo Yakonov, sentado en una sillita bastante alejada de su escritorio, con su corpachón desbordando a ambos lados. Entró Gerasimovich arreglándose los lentes y tropezando en la alfombra. Comparado con los dos gordos jefes, parecían muy estrechos sus hombros y muy pequeña su estatura.
—¿Me hizo llamar? — preguntó con sequedad mientras avanzaba, la vista fija en la pared entre Oskolupov y Yakonov...
—Aja —replicó Oskolupov—. Siéntese. Gerasimovich obedeció. Ocupaba media silla.
—Usted... este... —trató de recordar Oskolupov—. Usted es especialista en óptica, ¿no? No sabe de oídos, sino de ojos, ¿verdad?
—Sí.
—Y este... —Oskolupov parecía limpiarse los dientes con la lengua—. Goza de buena opinión, ¿no? Calló y con un ojo entrecerrado clavó el otro en el prisionero.
—¿Conoce los últimos trabajos de Bobier?
—Oí hablar de eso.
—Aja. ¿Y sabe que recomendamos que lo dejen libre antes de tiempo?
—No lo sabía.
—Ahora lo sabe; ¿cuánto le queda a usted?
—Tres años.
—¡Ah, cuánto tiempo! — dijo Oskolupov como sorprendido, como si todas las sentencias de sus prisioneros se contasen por meses—. ¡Ah, cuánto tiempo!
(Poco antes, tratando de animar a un recién llegado, había dicho: "¿Diez años? ¡Qué tontería! A otros les tocan veinticinco"). Ahora prosiguió:
—¿No le parecería mal salir también usted antes de tiempo, eh?
—Era extraña la coincidencia entre la pregunta y el pedido de Natasha, ayer.
Tratando de dominarse para cumplir con su propósito de no mostrar buen humor ni hacer concesiones al hablar con los jefes, Gerasimovich sonrió con ironía.
—¿Cómo podría ser eso? No regalan libertad condicional por aquí. Oskolupov se movió en su sillón.