Ni una vez preguntó la hora. Al llegar quiso abrir la ventana para compensar la falta de aire puro sufrida antes, pero Smolosidov objetó, ceñudo:

—No; estoy resfriado.

Rubin cedió. Ni una vez se había levantado de su silla en todo el día, ni siquiera para mirar por la ventana cómo la nieve se había ablandado, tornándose grisácea bajo el húmedo viento del oeste. No había oído llamar a Shikin, ni notado que Smolosidov no lo dejó entrar. Había visto ir y venir a Roitman como rodeado de niebla; aunque no se había dado vuelta, tuvo vaga conciencia del hecho. Ignoraba que hubiese sonado la campana del almuerzo y luego la del trabajo. El instinto del prisionero, que convierte al ritual de las comidas en algo sagrado, apenas vibró en él cuando Roitman lo sacudió por el hombro y le mostró una tortilla, ravioles y una compota, colocados en otra mesa. Sus fosas nasales se estremecieron y la sorpresa le alargó el rostro, pero ni aun entonces recobró plena conciencia de lo que lo rodeaba. Miró atónito esos manjares dignos de los dioses, cómo tratando de comprender qué hacían allí, cambió de asiento y empezó a comer con rapidez, sin gustar realmente lo que comía, preocupado sólo por volver al trabajo.

Aunque Rubin no diera todo su valor a lo que estaba comiendo, a Roitman le había costado mucho más que si lo hubiera pagado de su bolsillo. Había estado telefoneando durante dos horas, llamando a un lugar y a otro, para coordinar ese almuerzo: primero habló con la Sección de Equipos Técnicos Especiales, luego con el General Bulbaniuk, después con la administración de la cárcel, más tarde con la Sección de Suministros y, por fin, con el Teniente Coronel Klimentiev. Los funcionarios con quienes habló a su vez dieron su permiso a la oficina de contaduría y a otros funcionarios. La dificultad consistía en que las raciones habituales de Rubín eran de "tercera categoría" de los zeks, pero en vista de la importancia especial de su trabajo, Roitman trató de conseguirle comida de "primera categoría" durante unos días, así como una dieta especial. Terminado todo el trabajo de coordinación, las autoridades de la prisión empezaron a presentar objeciones de organización: la comida pedida no estaba en el depósito de la prisión; necesitaban una autorización para la paga suplementaria del cocinero, que, de otro modo, no prepararía un menú aparte.

Ahora Roitman, sentado frente a Rubín, lo observaba, no como un amo que espera el fruto del trabajo de su esclavo, sino con sonrisa acariciante, como mirando un niño grande, admirándolo y envidiando la inspiración de Rubin y esperando ansioso el momento de poder comprender el significado del trabajo, para ser capaz de compartirlo.

Mientras comía, Rubin volvió a darse cuenta de las cosas y su expresión, se suavizó. Por primera vez en el día sonrió.

—Hizo mal en darme todo esto, Adaán Veniaminovich. "Satur venter non studet libenter". El viajero debe llegar a destino antes de pensar en comer.

—¡Pero si hace horas que trabaja, Lev Grigorich! Después de todo, ya son las tres y cuarto.

—¿Qué? Yo creí que no eran ni las doce.

—¡Lev Grigorich! Me muero de curiosidad: ¿qué ha descubierto?

No era la orden de un superior. Habló con humildad, como temiendo que Rubin rehusara compartir sus hallazgos. Cuando Roitman desnudaba su alma podía volverse muy simpático, a pesar de su ingrato aspecto; sus gruesos labios nunca se cerraban del todo porque sus pólipos nasales le impedían respirar.

—Estoy en el principio, haciendo las primeras deducciones nada más, Adaán Veniaminovich.

—¿Qué deducciones?

—Son discutibles, pero hay algo segurísimo. La ciencia de la fonoscopía, nacida hoy, 26 de diciembre de 1949, posee un origen racional.

—¿No estará exagerando un poco? — advirtió Roitman. Deseaba tanto como Rubin que todo eso fuese cierto, pero con su experiencia en ciencias exactas sabía que el especialista en humanidades era capaz de permitir que su objetividad científica quedara sumergida por el entusiasmo.

—¿He exagerado alguna vez? — preguntó Rubín, casi ofendido, alisándose la revuelta barba— Casi dos años reuniendo material, tantos análisis del idioma ruso hablado por sonidos y sílabas, nuestro estudio de las huellas vocales, la clasificación de voces y de modas de hablar nacionales, regionales, individuales, todo lo que para Antón Nikolaievich era perder el tiempo —y usted mismo tuvo dudas más de una vez—, todo eso está dando frutos reales. Nerzhin también tendría que entrar en esto. ¿Qué le parece?

—Si la operación va bien, ¿por qué no? Pero por ahora tenemos que probar nuestra eficacia y triunfar en el primer trabajo que nos han dado.

—¡Nuestro primer trabajo! Eso cubre la mitad de toda esta ciencia. Vamos más despacio.

—Pero... ¿qué quiere decir con eso? ¿No entiende la urgente necesidad?...

—¡Como si pudiera evitar entenderlo! "Necesario" y "urgente" eran palabras que Levka Rubin, miembro del Komsomol, había oído toda su vida. En la década del treinta eran los supremos lugares comunes. No había acero, ni electricidad, ni pan, ni ropa... pero había "necesario" y "urgente". Se construyeron hornos, empezaron a funcionar plantas metalúrgicas y poco antes de la guerra, cómodo en su trabajo científico y literario, absorto en el lento siglo dieciocho, Rubin perdió contacto con la realidad. Pero el grito "urgente y necesario", quedó en su alma y malograba sus esfuerzos para terminar bien, aunque fuera un sólo trabajo, alguna vez.

La escasa luz diurna estaba desapareciendo. Encendieron la luz del cielorraso, se sentaron a la mesa de trabajo, examinaron las muestras vocales y subrayaron en azul y rojo los sonidos característicos, las uniones entre consonantes, las líneas de entonación. Todo lo hicieron juntos, sin prestar atención a Smolosidov, que tampoco había dejado el cuarto ni una sola vez y que ahora, sentado junto a la cinta magnética, la vigilaba como un ceñudo perro negro, la mirada fija en la nuca de los otros dos. Esa mirada pesada, implacable, les perforaba el cráneo como un clavo y les presionaba él cerebro. Así conseguía privarlos de ese factor tan difícil de definir, pero esencial: libertad, ausencia de presiones; era testigo de sus vacilaciones y seguiría presente cuando entregaran al jefe su entusiasta informe.

Como por turno, uno tendía a dudar y el otro a estar seguro; luego el primero se convencía y su colega empezaba a sentir dudas. Para Roitman sus conocimientos matemáticos eran un freno, pero su posición oficial lo espoleaba. El deseo desinteresado de ayuda al nacimiento de una ciencia nueva, y genuina obraba como fuerza moderadora, pero las lecciones de las Planes Quinquenales lo urgían a seguir adelante.

Ambos pensaban que les bastaba con las conversaciones de los cinco sospechosos. No pidieron cintas de los cuatro detenidos en la estación Arbat del subterráneo. De todos modos los habían apresado demasiado tarde. Tampoco pidieron escuchar las voces grabadas de los otros empleados del ministerio, prometidas por Bulbaniuk en caso de extrema necesidad. Rechazaron la hipótesis de que el hombre del teléfono no tuviese acceso a información de primera mano sobre Dobrumov: no podía ser un extraño contratado para hacer esa llamada.