En este medio, llevar un vestido flamante de Año Nuevo al trabajo podía despertar sospechas; les dijo a las chicas que iba directamente a un cumpleaños en casa de su tío; una fiesta con mucha gente joven.

Todas expresaron su cálida aprobación del vestido, le dijeron que le quedaba "sencillamente hermoso" y le preguntaron dónde había conseguido la tela.

En el último instante Simochka perdió su decisión y no volvió al laboratorio.

Pero a las ocho menos dos minutos, el corazón latiendo a prisa —aunque los cumplidos le habían dado valor— entró en Acústica. Los prisioneros ya entregaban los materiales que se guardaban en la caja fuerte de acero. Más allá del espacio del centro que aparecía medio desnudo, por haber sido quitado el "vo-en-cla", vio el escritorio de Nerzhin.

Se había ido (¿no podía haber esperado?). La luz estaba apagada, el escritorio cerrado con llave, los materiales entregados. Una cosa era insólita: la parte central del escritorio no estaba ordenada, como ocurría en general cuando Gleb se ausentaba pensando volver. En ella había, abiertos, un diccionario y una revista americana de gran formato: podía ser una señal secreta para ella "vuelvo pronto".

El asistente de Roitman le dio las llaves del laboratorio y los sellos (los laboratorios se sellaban, toda las noches). Simochka temió que Roitman deseara ver de nuevo a Rubín y entrara en Acústica en cualquier momento. Pero no, allí estaba, con el sombrero puesto, colocándose los guantes de cuero y urgiendo a su asistente para irse. Parecía de mal humor.

—Bueno, Serafina Vitalievna, usted queda a cargo —le dijo al salir.

El prolongado clamor de la campana eléctrica resonó en todos los pasillos y salas del instituto. Los prisioneros iban a cenar. Simochka, seria, caminó por el laboratorio mientras los últimos pasaban. Cuando no sonreía tenía un aspecto severo y poco atrayente, debido, en especial, a su nariz puntiaguda y un poco larga.

Estaba sola.

¡ Ahora él podía venir!

Pero siguió caminando y estrujándose los dedos. ¡Qué horrible coincidencia! Las cortinas de seda que siempre cubrían las ventanas habían sido quitadas para lavarlas y tres ventanas quedaban desnudas e indefensas. Todo el cuarto —excepto muy al fondo— podía ser visto por cualquiera escondido en la oscuridad del patio. Y la pared que limitaba a éste no estaba lejos y en línea recta con la ventana junto a la cual trabajaban ella y Gleb, estaba la torre de guardia, cuyo centinela podía mirar y ver todo.

¿Apagaría todas las luces? La puerta estaba cerrada con llave, de modo que todos creerían que el oficial de guardia se había ido.

¿Y si trataban de abrir la puerta a la fuerza, o encontraban una llave?

Fue hasta la cabina acústica, sin relacionar claramente su acción con el hecho de que la mirada del centinela no podía llegar allá. A la entrada del pequeño cubículo se apoyó en la puerta sólida y pesada y cerró los ojos. No entraría sin él. Quería que la trajera, que la arrastrara, que la llevara en brazos. Sabía de oídas todo lo que debía suceder, pero no tenía ideas claras. Cada vez estaba más nerviosa y le ardían más las mejillas.

Lo que había conservado tanto tiempo ya era una carga.

¡Sí! Deseaba fervientemente tener un hijo y criarlo sola hasta que Gleb estuviera en libertad. No eran más que cinco años.

Se llegó a su silla giratoria amarilla con el respaldo cóncavo y la abrazó como a una persona.

Miró por la ventana y presintió la presencia de la torre de guardia en la oscuridad, coronada por el centinela y su rifle, oscuro símbolo de todo lo que se oponía al amor.

Los pasos firmes y rápidos de Gleb resonaron en el pasillo. Simochka corrió hasta su escritorio, se sentó, dio vuelta un amplificador de tres etapas con las válvulas a la vista y lo estudió, destornillador en mano. El corazón parecía latirle dentro de la cabeza.

Nerzhin cerró la puerta sin ruido, para que en el pasillo no oyeran nada. A través del espacio que había ocupado la instalación de Prianchikov vio desde lejos a Simochka, acurrucada tras el escritorio como una codorniz tras una mata Era el nombre que prefería darle: "pequeña codorniz".

Se le acercó a prisa para decirle lo que tenía que decirle y rematarla de un solo tiro: el golpe de gracia. Ella lo miró con ojos radiantes... para quedar paralizada casi al instante. Su expresión era sombría y lejana.

Hasta que entró, había estado segura de que lo primero que haría era besarla, contra su voluntad: después de todo las ventanas estaban descubiertas y el centinela alerta. Pero no vino corriendo al escritorio sino que fue él quien dijo, triste y severo:

—No hay cortinas; no puedo acercarme más. ¿Cómo estás? — y no se apartó de su propio escritorio, en el que apoyaba las manos, mirándola como un fiscal—: Si nadie viene a molestarnos, tenemos que hablar de algo importante.

Ella dice: —¿hablar? H-a-b-l-a-r...

Abrió el escritorio; las tablas crujieron al ir subiendo. Sin mirarla sacó varios libros, revistas y archivos: el camuflaje que ella conocía tan bien. Sus movimientos eran rápidos y precisos.

Ella no se movió ni abandonó el destornillador, sin dejar de mirarlo a la cara, desprovista de expresión. Decidió que cuando Gleb fue llamado para ver a Yakonov el sábado habría ocurrido algo malo, que lo molestaban o lo trasladarían pronto. Pero si era eso ¿por qué no se acercaba a besarla?

—¿Ha pasado algo? ¿Qué sucede? — le preguntó con voz ahogada.

El se sentó, los codos sobre una revista abierta, la cabeza entre las manos, los dedos extendidos formando un segundo cráneo. La miró, directo y duro.

El silencio era mortal. Ningún ruido les llegaba desde afuera.

Los separaban dos escritorios iluminados por cuatro lámparas grandes y dos chicas, y en línea directa con el centinela curioso de la torre. Su mirada era una cerca de alambre tejido que caía entre los dos.

—Simochka —dijo Gleb— sería terrible que yo no te confesara algo.

—No supe lo que hacía. No pensé.

—Ayer vi... a mi mujer. Tuvimos una entrevista.

—¿Entrevista?

Simochka se hundió en la silla. Se hizo todavía más pequeña. Las alas de mariposa de su vestido— cayeron sin vida sobre el chasis de aluminio del amplificador y preguntó con voz quebrada:

—¿Por qué no me lo dijo usted el sábado?

—¡Qué piensas, Simochka! — Gleb se horrorizo—. ¿Crees de veras que iba a ocultártelo?

(¡Y por qué no! — pensó ella.)

—Lo supe ayer de mañana. Fue algo inesperado. Hacía un año que no nos veíamos... como tú sabes. Pero ahora que nos hemos visto de nuevo... después de nuestro encuentro... —la voz sonaba atormentada: comprendió lo que ella sentía al escucharlo—... yo la quiero sólo a ella, la seguiré queriendo; sabes que en el campo de prisioneros me salvó la vida. Sacrificó toda su juventud por mí. Dijiste que me esperarías, pero es imposible. debo volver con ella. No podría causarle...