Los miró con los ojos entrecerrados, rígidos frente a él, con los brazos pegados al cuerpo. Las tiras de papel escapaban hasta el suelo de las manos pendientes de Rubin. A sus espaldas, Smolosidov se inclinaba sobre el grabador como un dragón negro.

Rubín se desplomó por dentro. Había hablado en general, no en particular.

Roitman, más acostumbrado a los modales de los jefes, habló con todo el valor que le fue posible.

—Sí, Foma Guríanovich. Yo, claro, nosotros seguramente... estamos convencidos de que está entre esos cinco. (¿Qué otra cosa podía decir?) Oskolupov bizqueó con un ojo.

—¿Son responsablesde lo que dicen?

—Sí... nosotros... somos responsables. Oskolupov se levantó pesadamente del sofá.

—Escuchen bien: yo no los obligué a hablar. Ahora voy a informar al ministro. ¡Arrestaremos a los dos hijos de perra!

Lo dijo de tal modo, con mirada tan hostil, que bien pudieron imaginarse que iban a ser ellos los arrestados.

—Un momento —objetó Rubin—. Dénos un día más para tener pruebas completas.

—Cuando empiece el interrogatorio ya podrán poner un micrófono en el escritorio y pasarse tres horas grabando, si quieren.

—¡Pero uno de ellos no es culpable! — exclamó Rubin.

—¿Cómo qué no es culpable? — preguntó Oskolupov atónito, abriendo mucho sus ojos verdes—. ¿No es culpable de nada, en absoluto? Las organizaciones de seguridad ya encontrarán algo, como siempre.

Se fue sin una sola palabra de aliento para los pioneros de la nueva ciencia. Era su forma de gobernar: para que sus subordinados rindieran más, nunca los elogiaba. Ni siquiera era un estilo personal sino que descendía en línea directa de El.

Pero, con todo, resultaba penoso.

Volvieron a sentarse en las mismas sillas donde acababan de soñar con el gran futuro de la ciencia recién nacida. Y no hablaron.

Como si estuviera pisoteada la delicada estructura que habían levantado, como si la fonoscopía no fuera una ciencia. Si era posible arrestar a dos en lugar de uno, ¿por qué no arrestar a los cinco, para estar completamente seguro?

Roitman tuvo aguda conciencia de lo precario que era el futuro del nuevo grupo y, recordando que la mitad del Laboratorio de Acústica había sido dispersada, volvió a sentir, como anoche, la fría hostilidad del mundo y su propia soledad. Rubin, libre del ímpetu creador, sintió alivio indirecto: lo rápido de la decisión de Oskolupov probaba que todos los hombres habrían sido arrestados sin la complicidad de Rubin ni de la fonoscopía: por lo menos, había salvado a tres hombres.

La pasión de servir que lo consumiera durante tantas horas estaba extinguida. Recordó que le dolían el hígado y la cabeza, que se le caía el pelo, que su esposa envejecía, que le quedaban más de cinco años de sentencia y que "ellos" seguían cometiendo errores. Ahora habían difamado a Yugoslavia.

Pero ninguno dijo lo que pensaba; siguieron sentados sin hablar.

Tras sus nucas, Smolosidov tampoco hablaba.

El mapa de China de Rubin estaba prendido en la pared, con las áreas comunistas coloreadas a lápiz rojo.

Era lo único que lo alegraba. A pesar de todo, a pesar de todo, triunfaremos...

Un golpe en la puerta; llamaban a Roitman para ver que los empleados libres del Laboratorio de Acústica concurrieran a la conferencia de un visitante. Después de todo, era lunes: el único día dedicado a doctrina política.

NO, TU NO

Todos los asistentes a la conferencia se aferraban a la esperanza de que terminase pronto. Todos habían salido de casa a las siete u ocho de la mañana en tranvías, ómnibus o trenes. Pero ya era casi imposible que volvieran antes de las nueve y media de la noche.

Simochka deseaba todavía más que los otros que la conferencia terminase, aunque debía quedarse como funcionaria de guardia y no le importaba llegar a casa. Cálidas oleadas de miedo y esperanzada alegría la atravesaban por turno, y tenía las rodillas tan débiles como si hubiera bebido champán. Hoy era aquella misma noche de lunes que ella citó a Nerzhin. No podía dejar que este eminente y solemne momento de su vida la tomara desprevenida y, por eso, había vacilado dos días antes. Pero ayer y hoy los había pasado como en vísperas de una gran fiesta. Urgió a la modista para que terminara un vestido, que le quedaba muy bien. Se había bañado a fondo en una bañera de estaño, aislada en su cuarto de Moscú. Por la noche se colocó ruleros y por la mañana los desenrolló y peinó largamente; se había contemplado sin cesar frente al espejo, volviendo la cabeza a un lado y otro, tratando de convencerse de que vista desdé cierto ángulo era de veras atrayente.

Debía verse con Nerzhin a las tres de la tarde, en seguida después de la hora libre, pero Gleb volvió tarde de almorzar, desafiando las órdenes (tenía que hablarle de eso hoy; ¡que tuviera cuidado!), y, mientras tanto Simochka fue enviada con otro grupo a la interminable tarea de contar y recoger repuestos. Volvió a Acústica muy poco antes de las seis y otra vez no pudo ver a Gleb, aunque su escritorio estaba cubierto de revistas y carpetas y la luz encendida. Tuvo que ir a la conferencia sin verlo, pero también sin enterarse de la horrible noticia: ayer le habían permitido una entrevista con su esposa, que llevaba un año sin verla.

Gracias a su escasa estatura, le fue fácil encontrar asiento en una de las filas repletas; rodeada por los otros resultaba invisible. Las mejillas se le ponían cada, vez más rojas mientras miraba las agujas del gran reloj eléctrico. Poco después de las ocho estaría sola con Gleb.

Cuando la conferencia terminó y todos pasaron corriendo por el vestuario del segundo piso, Simochka acompañó a sus amigos para despedirse. Todo era ruido y confusión, los hombres sé ponían a prisa sus abrigos y encendían cigarrillos para el camino de vuelta, las muchachas, se apoyaban en la pared, haciendo equilibrio primero sobre un pie y luego sobre el otro mientras se calzaban los chanclos. Pero, a pesar de su ansiedad por irse, todas encontraron tiempo para examinar el vestido nuevo de Simochka, admirarlo y hablar de todos sus detalles. Era un vestido marrón, diseñado y ejecutado con pleno conocimiento de lo malo y lo bueno que tenía su silueta; la parte superior, cortada como una chaqueta, se ajustaba a la angosta cintura y formaba tablas amplias sobre el busto. Bajo la cintura, para hacerle caderas más anchas, la falda tenía dos volados, uno brillante y uno opacó, que se movían al caminar. Los brazos delgados se volvían casi etéreos en las mangas transparentes, llenas en los hombros y ajustadas en las muñecas. Y en la garganta un detalle encantador e ingenuo: una ancha franja de la misma tela, cosida como una larga corbata, con las puntas atadas en moño de graciosas vueltas, como alas de una mariposa parda y plateada.