Debió callar entonces El disparo contenido en su voz ronca de esfuerzo ya había dado en el blanco. Simochka no lo miraba más. Se desplomó por completo; su cabeza golpeó las válvulas y condensadores del amplificador. El dejó de hablar y escuchó sollozos tan callados como respiraciones.

—¡Por favor, Simochka, no llores, mi pequeña codorniz! — le pidió con ternura, a una distancia de dos escritorios y sin moverse de su lugar.

El llanto de ella casi no se oía; su cabeza caída y la raya del pelo estaban frente a él. Si hubiese tenido que vencer una resistencia, enojo, una acusación, le habría contestado con firmeza, partiendo aliviado. Pero su aire indefenso le atravesó el corazón de remordimientos.

—Mi pequeña codorniz —murmuró inclinándose—. No llores, por favor, por favor Es culpa mía, te hice mucho daño, ¿pero qué podía hacer? ¿Qué puedo hacer?

Él también estaba a punto de llorar al ver las lágrimas de la que abandonaba para que sufriera sola. Pero la posibilidad de hacer llorar así a Nadia le resultaba del todo inconcebible.

Tenía los labios y las manos después de la cita de ayer y no podía ni siquiera pensar en aproximarse a Simochka, en tomarla en sus brazos, en besarla. ¡Por suerte habían sacado las cortinas! Siguió pidiéndole que no llorara, pero ella también siguió llorando.

Por fin dejó de intentar calmarla y encendió un cigarrillo: el último recurso de un hombre en situación intolerablemente estúpida. En su interior se impuso la agradable convicción de que nada de esto importaba de veras; todo pasaría.

Se volvió y fue hacia la ventana, apoyando la frente y la nariz en el vidrio y mirando en dirección al centinela. Cegado por las luces del patio no pudo distinguir la torre, pero aquí y allá, en la distancia, brillaban lucecitas que parecían convertirse en vagas estrellas al alejarse y ascender; el reflejo blancuzco de la capital ocupaba un tercio del cielo.

Abajo, en el patio, comenzaba el deshielo.

Simochka levantó la cabeza y Gleb la miró, pronto a moverse.

Las lágrimas, habían dejado surcos en sus mejillas; no se las enjugó. Los ojos muy abiertos, irradiaban sufrimiento, y eran hermosos: Miró a Gleb, una sola pregunta insistente reflejada en ellos, pero no dijo nada. Él, incómodo, explicó:

—¡Me ha dado toda su vida! ¿Quién mas lo hubiera hecho? ¿Estás segura de que tu...?

—¿No están divorciados? — preguntó ella con claridad. Por instinto había dicho lo esencial, pero no quiso decirle lo que había sabido ayer.

—No.

—¿Es hermosa? — no dijo más; las lágrimas todavía mojaban su rostro insensible.

—Sí, para mí, sí...

Ella suspiró y se lo confirmó a si misma con un ademán; la superficie de los tubos de radio, pulida como espejo, la veía como unas manchas.

—Bueno, si es hermosa no va a esperarte declaró con voz triste y clara.

Esa mujer —que ya no era un espectro ni un nombre vacío— ¿por qué había insistido en la visita? ¿Qué insaciable codicia la hacía desear a quien nunca podría pertenecerle?

Ella no podía concederle a esa mujer invisible ninguna prerrogativa de esposa. Una vez, hace mucho, había vivido con Gleb por poco tiempo, pero de eso hacía ocho años. Desde entonces Gleb, había hecho la guerra, estado en la cárcel y ella, claro, vivió con otros hombres. Ninguna mujer joven, hermosa y sin hijos iba a esperar ocho años. Y después de todo, ni en la visita de ayer, ni después de un año, ni de dos, él podía ser de ella. Pero sí podía pertenecer a Simochka, que hoy estuvo a punto de ser su esposa...

—No lo va a esperar —repitió. La predicción lo irritó.

—Ya me esperó ocho años —objetó, pero su tendencia al análisis lo obligó a añadir—: Claro que estos últimos años serán más difíciles.

—No lo va a esperar —reiteró ella en un murmullo y se secó las lágrimas, ya casi secas de todos modos, con el dorso de la mano.

Nerzhin se encogió de hombros y mirando por la ventana las luces esparcidas respondió:

—¡Bueno, no me esperará! ¿Y qué? Suceda lo que suceda, no quiero darle ningún motivo para hacerme reproches.

Apagó el cigarrillo; Simochka suspiró otra vez, profundamente. Ya no lloraba. Tampoco sentía el menor deseo de seguir viviendo. Obsesionado por su idea, él continuó:

—Simochka, yo no me considero una buena persona. Cuando pienso en las cosas que hice —como todos— en el frente alemán, comprendo que no soy bueno. Y ahora contigo... Pero así aprendí a portarme en lo que llaman la Vida normal. No tenía idea de lo que eran el bien y el mal; lo que me dejaban hacer me parecía perfecto. Pero cuanto más me hundo en este mundo inhumano, cruel, más me acerco a los que, aun en un mundo así, le hablan a mi conciencia. ¿No me esperará? ¡Muy bien, qué así sea! Que yo muera sin sentido en la taiga de Krasnoiarsk. Pero si cuando uno muere sabe que no fue del todo un canalla, por lo menos tiene esa satisfacción.

Se había embarcado en uno de sus temas favoritos y podría haber seguido mucho tiempo, máxime no teniendo otra cosa que decir.

Pero ella apenas escuchaba el sermón. Le parecía que él seguía hablando únicamente de sí mismo. ¿Y qué le sucedería a ella? Imaginó con horror su vuelta a casa: unas palabras murmuradas a su madre, siempre inoportuna; luego arrojarse en la cama... esa cama donde se había dormido cada noche, durante meses, pensando en él. ¡Qué vergüenza, qué humillación: y pensar cómo se había preparado para esta noche, bañado y perfumado!

Pero si una visita en la prisión, media hora bajo vigilancia contaba más que la proximidad de meses, ¿qué podía hacer ella?

La conversación terminó. Todo había sido tan repentino, sin aviso, y nada podía amortiguar el choque. No le quedaba esperanza. Sólo podía meterse en la cabina, llorar un poco más y tratar de sobre ponerse.

Pero no tenía fuerzas para despedirlo ni para irse. Era la última vez que estarían juntos, aunque no los uniese nada más fuerte que una tela de araña.

Nerzhin dejó de hablar cuando vio que no lo escuchaba, que no necesitaba sus explicaciones sublimes. Siguieron sentados un rato, en silencio. Luego el silencio y la inmovilidad empezaron a fastidiarlo.

Hacía ya muchos años que vivía entre hombres y cuando ellos tenían que decir algo, lo decían sin perder tiempo. Una vez dicho todo, agotado el tema, ¿a qué venía quedarse allí sin abrir la boca? ¡Estúpida terquedad de mujer! Para que ella no se diera cuenta de que miraba al reloj de pared, lo hizo sin mover la cabeza. No eran más que las nueve menos veinticinco.

Pero sería de una dureza terrible levantarse y utilizar el resto del descanso en dar un paseo. Tenía que seguir aquí hasta que sonará la campana.

¿Quién estaría de guardia esta noche? Shusterman, sin duda. Y por la mañana el teniente primero.