Una bandera roja iluminada por un reflector oculto, flameaba en un hueco de la torre con pilares que coronaba el viejo edificio de la Lubianka. Dos náyades de piedra, semi-acostadas, miraban con desprecio a los minúsculos ciudadanos. El auto pasó por la fachada del mundialmente famoso edificio y entró en la Gran Calle Lubianka. ¡Déjeme! — dijo Innokenty tratando de librarse del "mecánico" otra vez.

Al acercarse el auto se abrieron portones de hierro negro y en cuanto pasó volvieron a cerrarse; el vehículo cruzó bajo un arco negro y se detuvo en un patio.

—Al pasar el arco, el "mecánico" aflojó. En el patio lo dejó libre del todo, abrió la puerta de su lado y dijo sin énfasis:

—Vamos, afuera.

Nadie podía pensar ahora que estaba borracho. El chófer también salió; ahora la cerradura de su puerta funcionaba bien otra vez.

—¡Fuera! ¡Manos a la espalda! — ordenó. ¿Quién hubiera reconocido al reciente bromista en esa frígida orden?

Innokenty salió por la puerta de la derecha del auto-trampa, se enderezó y obedeció, sin saber por qué: puso las manos a la espalda.

Lo habían tratado mal, pero ser arrestado no resultaba tan terrible como se lo imaginara mientras esperaba que sucediera. Incluso sentía cierto alivio. Ya no quedaba nada que temer, nada que pelear, nada que fingir. Sí, un alivio soñoliento y agradable como el que invade el cuerpo de un soldado herido.

Echó un vistazo al patiecito, mal iluminado por una o dos lámparas y alguna ventana con luz. Era el fondo de un pozo, rodeado de paredes.

—¡No darse vuelta!-gritó el chófer—. ¡Marche!

Siguieron en fila, Innokenty al medio; pasaron frente a hombres impasibles de uniforme, luego un arco bajo, unos escalones a otro patio pequeño, oscuro y techado, y doblaron a la izquierda. El chófer abrió una puerta bastante elegante, como la del salón de espera de un doctor eminente. Al otro lado había un vestíbulo chico y limpio, inundado de luz eléctrica. El piso muy pulido y parejo, atravesado por un camino de alfombra en toda su longitud.

El chófer chasqueó la lengua como llamando a un perro, pero no sé veía ninguno.

El vestíbulo terminaba en una puerta de vidrio, con cortinas desteñidas al otro lado. La puerta estaba reforzada con rejas diagonales, como las verjas cercanas a estaciones de ferrocarril. En la puerta no se leía el nombre de un doctor sino las palabras: RECEPCIÓN DE ARRESTADOS.

Hicieron girar la manija de una antigua campanilla. Un momento después un guardia carilargo, con charreteras celestes y franjas blancas de sargento, miró impasible tras la cortina y abrió la puerta. El "chófer" tomó la orden verde del "mecánico" y se la pasó al guardia, quién la miró aburrido, como un farmacéutico soñoliento descifrando una receta y los dos entraron y cerraron la puerta, Innokenty y el mecánico quedaron frente a la puerta cerrada, en profundo silencio.

RECEPCIÓN DE ARRESTADOS; era una chapa parecida a las que decían MORGUE, y ambas significaban lo mismo. A Innokenty no le quedaban ánimos ni siquiera para examinar al insolente de abrigo ajustado que le había hecho toda la comedia. Debía haber protestado, gritado, exigido justicia. Pero ni siquiera recordaba que tenía las manos a la espalda. No podía pensar; sólo mirar, hipnotizado: RECEPCIÓN DE ARRESTADOS.

La cerradura se movía un poco. El guardia carilargo les dijo que entraran y los precedió, repitiendo el chasquear del "chófer" para llamar a un perro, pero tampoco aquí los había, y también este vestíbulo estaba tan limpio y bien iluminado como en un hospital. Había dos puertas pintadas de color aceituna. El sargento abrió una de ellas y volvió a decirles que entraran.

Innokenty entró. Apenas tuvo tiempo de ver que el cuarto no tenía ventanas y contenía sólo una gran mesa sin pulir y un par de taburetes antes de que el "chófer" y el "mecánico" lo inmovilizaron para registrarle los bolsillos.

—¿Qué clase de pistoleros son ustedes? — protestó con voz débil—. ¿Qué derecho tienen? — trató de pelear, sin fuerzas, pero como sabía que no eran pistoleros y que los dos hombres cumplían con su deber, sus músculos perdieron ímpetu y su voz convicción.

Le sacaron el reloj de oro, dos libretas de apuntes, una lapicera de oro y un pañuelo. En sus manos vio unas charreteras, angostas y plateadas como las del servicio diplomático, sin comprender que eran suyas. Siguieron los abrazos de oso. El "mecánico" le entregó su pañuelo.

—Tómelo. No lo quiero con la marca de sus manos sucias —gritó estridente, echándose atrás. El pañuelo cayó al suelo.

—Le darán un recibo por los artículos de valor —aseguró el chófer, y ambos salieron apresurados del cuarto.

El sargento carilargo, en cambio, no tenía prisa. Miró al suelo y dijo: —Yo levantaría ese pañuelo.

Pero Innokenty no se agachó a recogerlo.

—¿Qué han hecho? ¡Me arrancaron las charretas! — estaba furioso. Recién comprendía lo ocurrido, al tocarse los hombros bajo el abrigo.

—Manos a la espalda —dijo el sargento, aburrido—. ¡Muévase! — Y empezó a chasquear la lengua, pero no había ningún perro.

Tras una curva, el corredor desembocaba en otro, flanqueado a ambos lados por muchas puertas color aceituna y muy estrechas, cada una con una chapa ovalada y un número. Cuando doblaron el codo, una mujer de edad, gastada, con falda y camisas militares, charreteras celestes y franjas azules como las del sargento, espiaba por la mirilla de una puerta. Cuando se acercaron dejó caer sin prisa el metal que cubría la abertura y miró a Innokenty como si ya lo hubiese visto cien veces ese día, y nada tuviera de particular verlo una vez más. Tenía una expresión sombría. Puso una larga llave en la cerradura de la puerta marcada "8", abrió la puerta ruidosamente y le hizo signo de entrar.

Innokenty atravesó el umbral. Antes de que pudiera volverse a pedir explicaciones, la puerta ya estaba cerrada con llave

Aquí tenía que vivir. ¿Un día, un mes, años? Esto no era un cuarto ni una celda, porque los libros nos han enseñado que una celda debe tener una ventana, aunque sea muy pequeña, y espacio para caminar de un lado a otro. Aquí, no sólo era imposible caminar o acostarse, sino que apenas había espacio para sentarse Una mesita y un taburete ocupaban casi todo el lugar. Una vez sentado no se podía extender las piernas.

Nada más había en el cubículo. Hasta la altura de su pecho las paredes tenían color y viscosidad de aceite; más arriba todo era muy blanco, paredes y cielorraso, iluminado hasta la ceguera por una lámpara de doscientos vatios que colgaba del cielorraso, metida en una jaula de alambre.

Innokenty se sentó. Veinte minutos antes se imaginaba su llegada a París, su nuevo puesto. Veinte minutos antes toda su vida era un conjunto armonioso, cada evento iluminado con luz pareja por los otros, en orden perfecto, unidos por brillantes éxitos. Pero esos veinte minutos habían pasado, y aquí, en la angosta trampa, toda su vida era un racimo de errores, un negro montón de basura.