Ningún sonido venía del corredor, excepto una puerta o dos cerradas y abiertas cerca. A intervalos de un minuto un ojo indagador lo observaba por el vidrio de la mirilla. La puerta tenía unos siete centímetros de espesor y la mirilla era un cono que abría en el círculo. El prisionero no podía sustraerse a las miradas.

Empezó a sentir un calor sofocante. Se quitó el pesado abrigo de invierno, con una mirada triste a los hilos arrancados que habían sostenido las charreteras del uniforme. La pared, lisa, no tenía clavos y colocó abrigo y gorra en la mesita.

Era curioso que, con su vida destruida por el rayo, no tuviese el miedo paralizante de otros momentos. Empezaba a pensar de nuevo, en sus errores.

¿Por qué no había leído toda la orden? ¿Era legal? ¿Llevaba sello oficial? ¿Estaba firmada por un fiscal? Sí, la firma del fiscal estaba en la parte superior. ¿Firmada en qué fecha? ¿Cuál era la acusación? ¿Sabía todo el jefe cuando lo llamó? Claro que debía hacerlo. Entonces, ¿la llamada era parte del truco? ¿Y por qué toda la comedia con el "chófer" y el "mecánico"?

Sintió algo pequeño y duro en uno de sus bolsillos y lo sacó. Era un lapicito, caído de la libreta de apuntes. Se alegró de encontrarlo; podría serle muy útil. ¡Qué mal lo registraron! ¡Ni siquiera en la Lubianka había buenos profesionales! ¡No sabían su oficio! Pensando en el mejor lugar para esconder el lápiz, lo rompió en dos y se metió las mitades en sus zapatos, bajo el arco plantar.

¡Qué estúpido había sido al no leer de qué lo acusaban! Posiblemente su arresto nada tuviera que ver con esa condenada llamada telefónica. Podía ser un error, una coincidencia. ¿Qué debía hacer?

Había pasado poco tiempo, pero más de una vez pudo escuchar un ruido de máquina, tras la pared que enfrentaba la puerta. La máquina empezaba, funcionaba y paraba. Se obsesionó tratando de descubrir qué clase de máquina era. Esto era una cárcel, no una fábrica. ¿Qué tenía que hacer aquí una máquina? Para una persona del año 1940, oyendo hablar siempre de métodos mecánicos para matar gente, la idea de una máquina se asociaba de inmediato a imágenes horribles. Le cruzó por la mente el pensamiento —absurdo pero al mismo tiempo con algo de probable— de que oía una máquina para pulverizar los huesos de prisioneros ya muertos. El miedo lo dominó.

Otro pensamiento lo atacó como una mordedura: su peor error, el más espantoso, había sido, no omitir la lectura total de la orden de arresto, sino algo mucho peor: no haber protestado, insistido en su inocencia. Se había sometido al arresto con tal pasividad, que seguramente estarían convencidos de su culpabilidad, ¿Cómo pudo suceder eso?

¿Cómo los dejó arrastrarlo sin declarar su inocencia? Debió parecerles evidente que esperaba el arresto, que estaba preparado para sufrirlo.

Su fatal omisión lo abrumó. Su primer pensamiento fue ponerse de pie de un salto, golpear con los puños en la puerta, patearla y gritar con toda la fuerza de sus pulmones que era inocente, que debían abrirle la puerta. Pero otra idea más sensata prevaleció: esa conducta no sorprendería a nadie aquí, donde muchos otros antes que él habían golpeado y gritado así y que el silencio de los primeros minutos ya había hecho su irreparable daño.

¿Cómo se puso entre las manos de ellos con tanta facilidad? Sin rastro de resistencia, sin decir una palabra, un diplomático de alta jerarquía se había dejado sacar de su propio departamento, de las calles de Moscú, para eso es ¿qué está insinuando ahí? ser encerrado en esta cámara de torturas.

No había escape. De aquí no se podía escapar.

A lo mejor, su jefe lo esperaba de veras en el ministerio. ¿Cómo llegar hasta él, aunque fuera escoltado; cómo aclarar las cosas? No. Las cosas no iban a aclararse sino a complicarse más y más.

Al otro lado de la pared, la máquina volvió a zumbar y a detenerse.

Los ojos le dolían por la Luz, demasiado intensa para el cuartucho alto y estrecho, menos de tres metros cúbicos; los descansó fijándolos en la única parte oscura del cielorraso. El cuadradito enrejado era una claraboya, aunque no se imaginaba dónde pudiera dar.

De repente imaginó que no era ninguna claraboya, sino que servía para dar paso a gas venenoso, producido quizás en la máquina zumbadora; que el gas no había dejado de filtrarse desde el momento de su entrada y que un cubículo tan remoto y cerrado, con la puerta tan encajada en el marco, no podía tener otro propósito.

Por eso lo miraban: para ver si todavía estaba consciente o si ya había sucumbido.

¡Con razón eran confusos sus pensamientos! ¡Estaba perdiendo el conocimiento y por eso le faltaba el aire, por eso sentía esos latidos en la cabeza! El gas seguía entrando, sin color ni olor.

Un terror sin mezcla, animal, como el que hace huir a las bestias de presa y a sus víctimas de un incendio en la selva, se apoderó de el; sin ideas ni cálculos, golpeó la puerta con los puños, pateó y gritó a quien fuese: —¡Abran, abran, me asfixio, aire!

Otra razón para que la mirilla tuviera forma de cono: el puño no podía llegar a romper el vidrio.

Un ojo salvaje, inmóvil, apretado contra el agujerito del otro lado, observaba el fin de Innokemy con malicioso placer.

¡Qué horrible escena! El ojo arrancado, el ojo sin cara, el ojo que resumía todas las expresiones posibles, contemplando su muerte.

No había escapatoria; Innokenty se dejó caer sobre el banquillo; el gas lo ahogaba.

PARA SIEMPRE

De repente y en silencio —aunque se había cerrado con estrépito— la puerta se abrió.

El guardia carilargo entró por el estrecho umbral. Una vez adentro preguntó con voz baja y amenazadora:

—¿Por qué golpea?

Innokenty se sintió aliviado. Si el guardia no tenía miedo de entrar, es que todavía no había gas.

—Me siento enfermo —dijo, inseguro—. Déme un poco de agua.

—Recuerde esto: no debe golpear, por ninguna razón —le advirtió el otro, severo— Si no lo castigarán.

—¿Pero si me siento enfermo, si tengo que llamar a alguien?

—Y no grite. Si tiene que llamar a alguien —explicó con la misma impavidez— espere a que se abra la mirilla y levante un dedo.

Salió y cerró con llave. La máquina funcionó un poco y se paró. La puerta se abrió, esta vez con ruido. Empezó a comprender que los guardias abrían de ésas dos maneras, según lo pidiese la ocasión.

El guardia le alcanzó una taza con agua.

—Escuche —le dijo mientras la tomaba—. Me siento enfermo. Tengo que acostarme.

—Eso no se permite en un "box".