Separándole las mejillas con sus manos sucias como a un caballo en venta, mirándole bajo los párpados, llegó a la conclusión de que no llevaba nada escondido bajo la lengua, en las mejillas ni en los ojos. Le llevó con fuerza la cabeza hacia atrás para verle el interior de las fosas nasales, le examinó ambas orejas tirando de los lóbulos, le ordenó abrir los dedos para ver si escondía algo entre ellos y agitar los brazos para cerciorarse de que no había nada en las axilas. Luego ordenó con la misma voz mecánica, incontestable.

—Tome el pene con las manos. Dé vuelta el prepucio. Más. Basta. Muévalo derecha arriba, izquierda arriba. Bien. Suéltelo. Póngase de espaldas a mí. Separe bien los pies. Más. Inclínese hasta el piso. Aparte más los pies. Sepárese las nalgas con las manos. Eso es. Bien. Ahora siéntese sobre los talones. Rápido. Otra vez.

Cuando había pensado en la posibilidad de ser arrestado, se imaginó una violenta lucha psicológica, con tensión interna y defensa elevada de sus convicciones y hábitos. Nunca se imaginó que sería tan simple, tan estúpido, tan inevitable. La gente que había visto en la Lubianka, subordinados sin inteligencia, eran indiferentes a su existencia como individuo y a las acciones que lo habían traído aquí. Al mismo tiempo, vigilaban con atención detalles nimios que él no había previsto y contra los cuales no podía luchar. Y aunque pudiera ¿qué significado tendría esa resistencia, para qué le serviría? Cada vez por razones diferentes le pedían que hiciera algo que parecía sin importancia comparado con la gran batalla por venir, y cada vez pensaba que no valía la pena oponerse a algo tan trivial. Pero el efecto total del método era privar por completo al prisionero de su voluntad.

Desanimado, soportó en silencio todas las humillaciones.

El guardia de guardapolvo gris le ordenó sentarse en un taburete cerca de la puerta. No creyó resistir el contacto de su cuerpo con ese objeto frío, pero se sentó y comprobó agradecido que el contacto de la madera era tibio.

Había conocido muchas variedades de intensa satisfacción en su vida, pero ésta era nueva. Cruzó los brazos, juntó las rodillas y se sintió mejor aún.

Siguió sentado mientras el guardia se acercaba a la pila de ropa y comenzaba a sacudir cada prenda, examinándola a fondo y mirándola a la luz. Considerado, dedicó poco tiempo a los calzoncillos y medias; y un poco más a la camiseta. Arrojó todo a los pies de Innokenty, no sin antes desabrochar las medias de las ligas elásticas y darlas vuelta. Ahora podía empezar a vestirse y entrar en calor.

El guardia sacó un cortaplumas grande con rudo mango de madera, lo abrió y empezó a trabajar en los zapatos. Tirando a un lado con desprecio las dos mitades del lápiz, separó a los zapatos de los chanclos de goma que les cubrían y empezó a doblarlos a un lado y otro, con aspecto de profunda concentración, para descubrir si ocultaban algo duro. Cortando el forro con el cuchillito, extrajo una especie de banda de acero de cada zapato y las puso a un lado sobre la mesa. Con un punzón perforó uno de los tacos.

Mientras lo miraba trabajar, pensó cómo debía aburrirse, año tras año, manoseando ropa interior de otros, cortando zapatos y examinando orificios anales. Con razón tenía una expresión tan lúgubre y desagradable.

Pero la ironía de Innokenty pronto cedió a una melancólica expresión. El guardia quitó todos los bordados de oro de su uniforme, los botones y el forro del fieltro. Dedicó el mismo tiempo a todos los repliegues y costuras del pantalón. Fue aun más diligente con el abrigo porque escuchó un crujido en lo profundo de las hombreras. Había una nota cosida allí, una lista de direcciones, un frasco de veneno? Abriendo el forro registró largo rato sin variar nunca su expresión de profunda concentración, como si estuviera realizando una operación de corazón humano.

Aquello duró mucho, más de media hora. Por fin, ya probado que los chanclos consistían de veras en una capa de goma sin nada en ella —cuando los doblaba, ellos, obedientes, se movían en ambas direcciones— el guardia los arrojó a los pies de Innokeny y reunió sus trofeos: tirantes y ligas. Ambos artículos, como ya le había dicho a Innokenty, estaban prohibidos en la prisión, lo mismo que la corbata, su traba, los gemelos, las bandas de acero, los trozos de lápiz, los bordados de oro, todas las insignias de rango, las decoraciones del uniforme y casi todos los botones. Eso le permitió entender y respetar el trabajo de destrucción realizado por el guardia. Ni los zapatos cortados, ni el forro arrancado, ni las hombreras asomando a pedazos por las mangas del abrigo, sino verse privado de tirantes y casi todos los botones: eso fue lo que lo afectó más que todas las otras humillaciones de la noche.

—¿Por qué cortó Los botones?

—Están prohibidos:

—¿Y cómo sostengo la ropa?

—Átela con piolín —contestó aquél ceñudo cerca de la puerta.

—¿Qué tontería es ésa? ¿Qué piolín? ¿Dónde voy a conseguirlo?

Cerró con un portazo, sin contestar, y echó la llave...

El no golpeó la puerta ni habló. Comprobó que en la túnica le habían dejado unos cuantos botones, lo que ya era motivo de gratitud. Aprendía pronto.

Sosteniendo los pantalones, acababa de dar la primera vuelta a su nuevo cuarto, contento de su amplitud que le permitía estirar las piernas, cuando la llave volvió a girar en la cerradura y entró un nuevo guardia, de guardapolvo blanco pero sucio. Miró a Innokenty como un objeto familiar, parte del cuarto, y le ordenó abruptamente que se desnudase.

Buscó una respuesta indignada, amenazante, pero todo lo que salió de su garganta atenaceada por la ofensa fue una queja chillona, inconvincente:

—Pero si acabo de... ¿por qué no me dijeron?

Por alguna razón, ya que el nuevo guardia esperó aburrido e inexpresivo que su orden se cumpliera. Lo que más impresionaba a Innokenty de toda esa gente, era su capacidad para callarse cuando cualquier persona normal tenía que haber dicho algo.

Se adaptó al ritmo de complacencia a toda costa, se desvistió y se quitó los zapatos.

—Siéntese — dijo el guardia, señalando el mismo banquillo de antes.

El prisionero desnudo obedeció, sin pensar por qué. (Iba perdiendo él hábito, propio de seres libres, de pensar sus acciones antes de realizarlas: los otros pensaban por él). El guardia lo tomó rudamente de la nuca y le aplicó la máquina de pelar con mano dura contra el cráneo.

—¿Qué hace? — se estremeció y trató sin lograrlo de apartar la cabeza—. ¿Con qué derecho? Todavía no me han arrestado —quería decir que todavía no lo habían condenado.

Pero el peluquero no lo soltó y siguió pelándolo, Innokenty sintió apagarse su conato de resistencia. Él joven y orgulloso diplomático, tan desaprensivo e independiente, tan acostumbrado a subir escaleras de aviones trascontinentales, tan indiferente al brillo y movimiento de las capitales europeas, era ahora un hombrecito frágil, desnudo y huesudo, con el cráneo a medio pelar.