Y ¿por qué he decir casi agradable, no siendo así? El sentimiento provocado por nuestras relaciones con aquellas gentes, fue francamente agradable.
Mi primera impresión fue que la mayor parte de los habitantes eran obreros y buenas gentes. A casi todos les sorprendimos trabajando, a las lavanderas junto a sus dornajos; a los carpinteros en el banco, a los zapateros en su silla.
Las reducidas habitaciones estaban llenas de gente, y en ellas se trabajaba con satisfacción y energía. En las de los zapateros se aspiraba olor a sudor y a cuero, y el aroma de virutas en las de los carpinteros. Con frecuencia se oía el eco de una canción, y se veían brazos musculosos, con las mangas de la camisa arremangadas, haciendo con prontitud y agilidad los movimientos propios del oficio de cada uno.
Por todas partes se nos recibía de un modo alegre y afable; nuestra incursión en la vida ordinaria de aquellas gentes no excitaba su ambición ni el deseo de dar a conocer su importancia y de admirar, como sucedía a la aparición de los empleados del censo en las casas de las personas acomodadas; por el contrario, contestaban naturalmente a nuestras preguntas sin concederles demasiada importancia.
Nuestras preguntas les servían sólo de pretexto para regocijarse y bromear, diciendo que los gruesos debían ser contados como dos y que dos flacos no debían ser contados sino como uno solo.
Sorprendimos a varios comiendo o tomando el té y, al saludarles, nos contestaban: «Sed bien venidos,» y hasta nos hacían sitio en la mesa.
En vez de las guaridas y de la población flotante que creímos encontrar, hallamos en aquella casa habitaciones ocupadas por los mismos inquilinos hacía mucho tiempo. Un carpintero y un zapatero con sus operarios habitaban las suyas diez años.
El local del zapatero era muy sucio y muy estrecho, pero se trabajaba en él alegremente.
Procuré trabar conversación con un obrero a fin de conocer por él sus desgracias y lo que le debía a su patrón; pero no me comprendió y me habló en muy buenos términos de su vida y de su maestro.
Había una habitación ocupada por un viejo y una mujer madura, que vendían manzanas; la tenían limpia y templada. Tenían los tabiques cubiertos con esteras de paja que se procuraban en el depósito de las manzanas. Tenían cofres, armarios, cocina portátil y vajilla.
En un ángulo de la habitación tenían imágenes y ante ellas colgadas dos lámparas.
Colgadas de la pared y cubiertas con un retazo de tela para preservarlas del polvo, se veían algunas pellizas.
La mujer tenía la frente surcada de arrugas como los rayos de un astro: era afable, locuaz y parecía satisfecha de su hermosa y pacífica existencia.
Iván Fedótitch, primer inquilino de aquellas habitaciones, se reunió con nosotros para acompañarnos.
Bromeó afablemente con muchos vecinos, llamándoles por sus nombres y describiéndonos sumariamente sus caracteres.
Eran todos personas ordinarias: Martin Semíonovitch, Piotre Petróvitch, María Ivanovna... No se creían desgraciados y se estimaban: efectivamente, eran semejantes a los demás.
No esperábamos encontrar allí más que cosas horrorosas y, por el contrario, veíamos algo bueno que excitaba involuntariamente nuestra estimación.
Había allí tanta gente buena, que los andrajosos, los perdidos y los ociosos con que tropezábamos de vez en cuando, no modificaban la impresión general.
Los estudiantes no quedaron menos sorprendidos que yo. Realizaban sencillamente una obra útil en interés de la ciencia y hacían sus observaciones por casualidad; pero yo era un bienhechor llevado allí para asistir a los desgraciados, a los perdidos y a los depravados que pensaba encontrar en aquella casa.
Y en vez de depravados, desgraciados y perdidos, hallé, en su mayoría, trabajadores, personas tranquilas, contentas, alegres y afables. Y sentí más vivamente aquella impresión, cuando encontré en algunas de aquellas habitaciones la necesidad temida que me había propuesto remediar.
Y eché de ver en aquellas casas que la necesidad había sido ya más o menos remediada. ¿Quién habla llevado recursos a aquellas pobres gentes? Aquellos mismos que suponía yo desgraciados y a quienes quería salvar lo habían hecho, mejor que yo lo hubiera podido hacer.
En un sótano estaba acostado un viejo, enfermo del tifus. No tenía pariente alguno.
Una mujer viuda y con hijos, para él extraña, pero que era vecina suya, lo cuidaba, le asistía, le daba té y le compraba medicamentos de su propio peculio.
En otra habitación habla una mujer enferma de fiebre puerperal, y una prostituta le encunaba el niño, le daba el biberón y había abandonado para ello su oficio hacía ya dos días.
La familia del sastre, que tenía tres hijas, había recogido una huerfanita.
Había, a pesar de todo, muchos desgraciados: los ociosos, los cesantes, los copistas, los lacayos sin ocupación, los mendigos, los borrachos y las prostitutas, a quienes no se les podía socorrer con dinero, puesto que era preciso conocerles bien antes de ayudarles.
Yo buscaba simplemente desgraciados; buscaba pobres a quienes socorrer dándoles lo que a nosotros nos sobraba, y me iba convenciendo de que allí no existían aquellos desgraciados. Los que había reclamaban mucho tiempo y muchos cuidados.
VII
Dividí en tres grupos los nombres de los que inscribí en mi cuaderno, a saber: los que habían perdido posiciones ventajosas y esperaban recuperarlas (éstos pertenecían lo mismo a la clase baja que a la clase ilustrada); en segundo lugar, las prostitutas, que eran numerosas en tales casas, y en tercer lugar, los niños.
El mayor número de los que iba inscribiendo pertenecían al primer grupo: eran gentes que habían perdido su empleo; los más habían sido funcionarios y vecinos de una ciudad, y de ellos había bastantes en las casas de Rjanoff.
Iván Fedótitch nos decía en casi todas las habitaciones que visitábamos: —Os podéis dispensar de escribir las hojas: el que vive aquí puede hacerlo por sí mismo, y aún no ha bebido hoy.
E Iván Fedótitch llamaba en voz alta al inquilino por su nombre y apellido. Era, por lo general, uno de aquellos que habían descendido de su alta clase.
A la llamada del patrón, veíase salir de algún rincón sombrío a algún caballero rico o funcionario, la mayor parte del tiempo ebrio y siempre haraposo.
Si no estaba beodo, se ocupaba de buen grado en el asunto que se le ofrecía; meneaba la cabeza con expresión, fruncía las cejas, hacía observaciones en términos eruditos, y daba vueltas, entre sus manos sucias y trémulas y con aire de caricia retenida, a la primorosa tarjeta impresa en cartulina color de rosa, mirando con orgullo y desprecio a los que habitaban con él.